martes, 29 de septiembre de 2015

El día de las elecciones (con mi madre, unos amigos en un bar y una mujer en el tren)

Hoy es día de elecciones, pero lo primero que hago no es ir a votar, sino escribir una entrada en el blog. Antirreligiosa, como algunas otras que ya he colgado en él: hay que mantener viva la llama de la oposición a las fes. Queda un poco raro en un día tan señalado como hoy, pero me gusta demostrar que me importan otras cuestiones que la que se han empeñado en meternos en la cabeza desde hace años, y, además, caigo en la cuenta de que puede haber un vínculo insospechado entre el sufragio y el título que le he dado, "Los milagros inversos", si los independentistas no obtienen el resultado que desean. Primero voy al colegio electoral que me corresponde —aunque no he recibido la tarjeta censal y he tenido que llamar al ayuntamiento para averiguarlo: ¿habrá sido un error de Correos o el sabotaje de alguien que conocía mis inclinaciones políticas?— y deposito la papeleta. No hay mucha gente. A la puerta del colegio están entrevistando a una mujer que me sonríe cuando paso a su lado. En elecciones, los políticos siempre sonríen. La sonrisa es para ellos como el traje de faralaes para las folclóricas: un adminículo imprescindible. Veo también que hay más policía que de costumbre: en otras votaciones montaba guardia allí un único y aburrido guardia; hoy son varios los que lucen pecheras y hombros reflectantes. Cumplido el deber cívico, me voy a Barcelona a acompañar a mi madre a votar. Lo hace en un colegio público cercano. Allí el gentío es desbordante: las colas llegan hasta la calle. Cuando voy a coger la papeleta que me ha pedido que meta en el sobre, veo que no está entre las que se ofrecen a los votantes. Paso los ojos varias veces por los montones alineados sin encontrarla, y me digo que no puede ser que no las haya de ese partido. La solución es sencilla: un partidario de otro partido político ha puesto un fajo de papeletas del suyo encima de las del que busco. Eso tiene una doble ventaja: multiplica por dos tu oferta e invisibiliza momentáneamente la del rival, pero también un inconveniente: te acredita como un imbécil. Me imagino al tipo —o tipa— divirtiéndose con la pueril añagaza, como si realmente entorpeciera o anulara las opciones diferentes a la suya, y, sobre todo, aquella opción diferente a la suya. Resuelta la provisión de la papeleta, toca descubrir la mesa en la que ha de votar mi madre. La hago sentar y me abro paso por entre la multitud hasta dar con ella. Por una inverosímil fortuna, es la que tiene menos cola. Vota y salimos sin tardanza. Después de comer, voy a encontrarme en El Velódromo con dos viejos amigos, ambos escritores: José Agudo y Norberto Delisio, cuyo nom de plume es Jan Farina, que suena vagamente checoslovaco. En aquel bar habíamos mantenido durante varios años una tertulia con otros letraheridos. Ahora, remozado, vuelve a darnos la oportunidad de practicar la conversación y la melancolía, dos de los mayores placeres de las personas de edad. Voy caminando: desde la casa de mi madre, es un paseo de apenas veinticinco minutos. Nada se advierte en las calles del tráfago electoral. Es un domingo por la tarde en el Ensanche, y los domingos por la tarde en el Ensanche siempre han sido lo más parecido a la nada: todo está cerrado, casi no circulan coches y apenas hay nadie por la calle. Sin embargo, este sosiego, acaso excesivo, no me molesta; al contrario, me arropa con una extraña benignidad. Un manto de sol lo recubre todo, como un membrana amable. Y, fugazmente, me siento niño otra vez, como cuando estas calles, que yo recorría hace casi cincuenta años, se me antojaban el asiento del mundo, la jungla empírica pero aún sin desvelar de la realidad. Entonces, los domingos por la tarde, estaban tan vacías como hoy, y yo disfrutaba de aquella soledad resonante, hecha de sol y pasos y esquinas y cucuruchos de helado, como disfruto ahora. Algunas cosas han cambiado, claro. La más visible, aunque también la más coyuntural, es la presencia de banderas en los balcones. En los sesenta, en los balcones había geranios y señoras que tomaban el fresco sentadas en sillas de anea. Hoy ondean señeras y esteladas, aunque también distingo una bandera española, náufraga en un mar cuatribarrado, y otra anarquista; y alguien —la higiene manda— ha colgado una alfombra: que Dios lo bendiga. También algunas manzanas han variado. En una veo que el ayuntamiento ha recuperado el espacio interior y lo ha convertido en los jardines de Joan Brossa. No tienen demasiado encanto, pero son preferibles a un aparcamiento o un supermercado de chinos. Y recuerdo que en la feria del libro viejo y de ocasión, que se está desarrollando estos días en el Paseo de Gracia, he visto un puesto con un cajón lleno de libros de Brossa, en catalán y castellano. Que se singularice la oferta de un autor es uno de los mayores reconocimientos literarios a que se puede aspirar, aunque sea en un cesto de mimbre. Cuando llego a El Velódromo, José y Norberto me están esperando fuera, pero no porque quieran adelantar el momento jubiloso del reencuentro, sino porque necesitan fumar. Saben que no podrán hacerlo dentro durante el buen rato que previsiblemente va a durar nuestra charla (Dios sea bendito de nuevo) y necesitan proveerse de la imprescindible dosis de nicotina. Es el primer indicio de que, pese al tiempo transcurrido desde nuestras tertulias, las cosas no han cambiado demasiado; de hecho, no han cambiado nada, porque los seres humanos apenas cambiamos nada. Puede que maticemos algunas cosas, o que desechemos ciertas ideas y abracemos otras; puede que nos hagamos más prudentes o más temerarios; y es seguro que, con el tiempo, casi todo nos dará más pereza y nos cansará más, pero, en lo esencial, en el contenido de la personalidad, siempre seremos y haremos lo mismo. José, por ejemplo, sigue fumando, más aún que antes, según propia confesión; y eso que antes era ya un gran fumador, de un par de cajetillas al día. Recuerdo que me contó que, de niño, cuando se empezaba a fumar en los pueblos españoles, se pasó un mes peleándose con el tabaco, porque su cuerpo lo rechazaba: era incapaz de fumarse un pitillo sin ponerse malo. Pero le torció el cuello a su propio cuerpo y consiguió que aceptase el humo. Y desde entonces no ha dejado de fumar, siempre más cada vez. Ahora, me dice, tiene la esperanza de acabar como Carrillo: vivo y lúcido hasta casi los cien años, gracias al tabaco; o como Churchill, que atribuía su longevidad a haberse bañado toda la vida en alcohol, a haberse asestado unos puros como brazos de gitano, y a no haber practicado deporte jamás. José, Norberto y yo hablamos, y hablamos, y hablamos, con el gusto elemental y feroz de la conversación. Somos seres lingüísticos, y nada nos da más placer que las palabras, excepto el sexo. Por eso hablamos también mucho de sexo, como ya hacíamos en nuestras tertulias, para escándalo de vecinos de mesa y parroquianos en general. José, que es el único soltero, amén de hombre liberal, enriquece sobremanera nuestra visión del asunto. Norberto y yo escuchamos con atención, edificados, fortalecidos. También, lógicamente, hablamos de literatura. Norberto, argentino que hace mucho que vive en Barcelona, buen novelista, me pasa una muestra del libro en el que está trabajando. José tiene poemario nuevo, que espera ver pronto publicado. Ha ganado varios importantes premios de poesía, como el Juan Ramón Jiménez, de la Diputación Provincial de Huelva, y, envidiablemente, el Ciudad de Torrevieja, durante muchos años el mejor dotado económicamente de España (el nacho vidal de los premios de poesía, como le llamaban algunos). Tampoco han cambiado mucho nuestras posiciones estéticas: a él le sigue fascinando Gil de Biedma, algo que siempre me ha parecido incomprensible: Gil de Biedma es un prosista fino y un excelente traductor, pero un poeta menos que mediano, por decirlo con suavidad. El desacuerdo, sin embargo, no solo no nos enfrenta, sino que nos acerca en una cordialidad discrepante: así sucede siempre que uno ha trabado con el divergente una cercanía personal, un conocimiento de fortalezas y debilidades, una afinidad no únicamente basada en las ideas. La tarde ya declina cuando nos vamos. Antes de salir, voy al lavabo y reparo en que la restauración del local no ha incluido la pared del fondo, que sigue siendo la original de El Velódromo, de un verde pálido y, después de tantas décadas ya, sucísimo, llena de agujeros. Los nuevos dueños han respetado esa pared mugrienta en homenaje y recordación de El Velódromo antiguo, en el que tantas generaciones de barceloneses han pasado las tardes de domingo, y también las laborables. Vuelvo a Sant Cugat en los ferrocarriles. No participo en la batalla que se desencadena entre los que entran al tren para ocupar asiento, porque llevo casi todo el día sentado y necesito espabilar los músculos. Leo Todas las almas, una novela aún temprana de Javier Marías y, en mi opinión, la mejor de las suyas, porque quiero hablar de ella en el taller de escritura creativa que estoy impartiendo en Londres, y porque me apetece revisar aquella experiencia oxoniense de su autor, que ahora me pilla cerca. Leer, no obstante, nunca me ha impedido atender al mundo. En una parada entra en mi mismo vagón una joven bellísima: alta, delgada, morena, blanca. Viste minifalda y calza unas sandalias de tiras gruesas de cuero, por las que asoman unos dedos sin irregularidades con las uñas pintadas del mismo color que las tiras. Se sienta con las rodillas juntas, como suelen hacer las mujeres elegantes con minifalda. Un mechón fino de pelo le cae por un lado de la cabeza, y, después de recorrer toda la extensión de un cuello jiráfido, casi se le enreda en otra tira: la del sujetador negro que lleva debajo de una camiseta beis. No tiene mucho pecho, pero no lo necesita: el conjunto es de una armonía infrecuente, delicado y sinuoso. Tampoco lleva joyas: ni cadenas, ni colgantes, ni anillos; apenas unos pendientes de perlas. De nuevo: no le hacen falta. La superficie inmaculada de la piel, perlina como los zarcillos, basta para alhajarla. Mientras está sentada, no deja de escribir en un móvil. Lo hace con los dos pulgares, no con el índice o el corazón de una mano, como acostumbramos a hacer los hombres. Al cabo de un rato, aparta el móvil y saca un libro muy grueso de un bolso que porta. Me intriga saber el título o el autor, pero no alcanzo a leerlos: tendré que volver pronto al oftalmólogo, pienso. No obstante, su lectura dura poco. Saca otra vez el móvil y vuelve a teclear vertiginosamente. Delante de ella me fijo en otra joven, que practica la barbarie inglesa de comer de un táper. Todo en esta es desproporcionado: la masticación, la nariz, las guedejas y los agujeros de los tejanos a la altura de las rodillas. Aparto la vista rápidamente de esta némesis y la vuelvo a depositar en la ninfa, con gran consuelo. En lo que falta de viaje, alterno mi lectura de Marías (que también se entretiene, en muchas páginas, en la descripción de mujeres que le atraen y con las que le gustaría hacer algo más que describirlas; me pregunto si Todas las almas habrá condicionado mi percepción de esta mujer y hasta de esta entrada que ahora estoy escribiendo) con el escrutinio de la joven, lo que resulta muy coherente, se me ocurre, con un día electoral. Mi examen, no obstante, acaba cuando se levanta, como se levantaría una adolescente masai o una garza dormida, y encara, muy seria, la salida. Baja en la parada de Valldoreix y, cuando el tren vuelve a ponerse en movimiento, la pierdo de vista. Nunca la había visto antes y probablemente nunca la volveré a ver. Pero ha quedado para siempre en mi memoria y en este blog. Y sigo leyendo. Ya me acerco a casa.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Los milagros inversos

Así llama Juan José Millás, uno de los mejores articulistas de España, a los sucesos como el ocurrido hace tres días en La Meca, una avalancha de peregrinos musulmanes, transidos de amor a Alá, que ha causado 769 muertos y casi 1000 heridos. Todos ellos celebraban el haj (no sé si se escribe con una j o con dos: lo he visto de ambas maneras), o gran peregrinación, que todo mahometano ha de hacer al menos una vez en la vida. El haj (vamos a escribirlo con una, por mor de la sencillez) es como el Camino de Santiago, pero a lo bestia: millones de islamitas se juntan cada año en la sagrada ciudad saudí para cumplir con los ritos del buen creyente: dar vueltas a una mezquita y besar una piedra negra, lapidar simbólicamente al diablo, beber agua de un pozo, subir a montes y raparse la cabeza, entre otras trascendentes actividades. Pero el haj se ha convertido también en una invitación al suicidio: si uno quiere morir por su fe, algo que muchos musulmanes consideran fascinante, lo mejor que puede hacer es acudir a La Meca y dejarse llevar por la multitud. Con tamaña concentración de gente, los accidentes se suceden. En la peregrinación de este mismo año, hace solo unas semanas, una enorme grúa se cayó sobre la muchedumbre y, como había muchedumbre por todas partes, mató a más de un centenar. Pero cien muertos es poca cosa comparado con otras catástrofes: en 1990, 1426 fieles murieron aplastados en una estampida que se desató en los túneles que conducen a los lugares sagrados (como en los encierros de San Fermín, pero, de nuevo, a lo grande: si ver un muro de mozos taponando la entrada al coso y siendo embestidos por morlacos de 600 kilos sobrecoge, hay que imaginarse a miles de personas chafándose unas a otras); en 1994, 270 perecieron en otra avalancha producida durante el ritual de la lapidación; en 1997, el causante del desastre fue un incendio: hubo 343 muertos y 1500 heridos; en 2004, se contabilizaron 251 cadáveres en otra desbandada; y en 2006, 364 peregrinos perdieron la vida, una vez más, en el ritual del lanzamiento de piedras. Morir en un acto religioso multitudinario no es exclusivo del Islam. El cristianismo también aporta interesantes ejemplos, aunque algo más modestos: ahora hace un año, el derrumbe de una iglesia evangélica en Nigeria causó 115 muertos y varias docenas de heridos; y en 2007, en el del templo católico de San Clemente de Pisco, en el Perú, se contabilizaron 50 cadáveres. La catástrofe andina, precisamente, me inspiró una décima, incluida en Décimas de fiebre y dedicada "al Dios del amor", que me permito reproducir aquí: "En un terremoto andino, / el techo de una abadía / sobre la feligresía / se ha desplomado. Divino, / el saldo: un torbellino / de dolor, muertos en masa / y mutilados sin tasa. / Tengo por milagro inverso / que el señor del universo / mate a tantos en su casa". Porque este es el quid, me parece, de la cuestión: que el Omnipotente, paternal y misericordioso, consienta es más: induzca— estas hecatombes entre quienes acuden a adorarlo. La naturaleza de su intervención no es la del milagro, esto es, una vulneración de las leyes naturales, que él mismo ha establecido, para beneficiar a los necesitados o dolientes, sino la del milagro diabólico: algo que produce sufrimiento y muerte entre quienes comparten la fe, y en el acto mismo de compartirla. Claro que siempre se puede justificar ese sufrimiento y esa muerte: el creyente ciego, valga la redundancia, es proclive a explicarlo todo autotélicamente, es decir, de acuerdo con las normas propias de la fe, incluso aquello que las niega. Así, hay cristianos a los que el dolor y la muerte ponen contentos, porque son la prueba a que Dios tiene la magnanimidad de someterlos y cuya superación les garantiza la beatitud eterna; y también musulmanes que creen que morir aplastado o quemado en La Meca es un chollo, porque los envía derechos al paraíso, y ya sabemos que el paraíso musulmán es una gozada. Esta es, de hecho, una de las grandes ventajas teológicas del Islam frente al cristianismo: las características de su edén. ¿Quién no tendría prisa en ingresar donde lo esperan, además de ríos de leche y miel, casas de oro y diamante, y todas las riquezas imaginables, 72 huríes eternamente vírgenes, vestidas con ropas tan ligeras que hasta permiten ver la médula de sus huesos, con las que copular hasta el fin de los tiempos, sin que dejen de ser vírgenes y sin el inconveniente de la vigilancia conyugal, es más, bajo la complacida mirada de sus esposas? Frente a este empíreo infinitamente venturoso, el paraíso de los cristianos es cobijo de siesos: solo hay ángeles —cuyo sexo, como es sabido, aún no ha sido determinado, pero que es improbable que se avengan al fornicio con los salvados—, y vírgenes —aunque sin ninguna intención tampoco de ayuntarse con ellos—, y santos, que se pasan todo el día rezando y gozando de la contemplación del Altísimo. Un coñazo, vamos. Los milagros inversos revelan, para quien quiera verlo, que Dios no es clemente, ni compasivo, ni nos ama; y no lo es porque no existe. No hay Dios: solo terremotos, y arquitectos ineptos, y negligencias humanas, y azares fatídicos; solo naturaleza: materia, fuerzas, hombres. Sobre todo hombres, como los millones que, en el haj y en tantas otras celebraciones religiosas, en el Islam y en los demás credos del mundo, hallan en la multitud la justificación de su existencia: se refugian en la masa, sienten el calor de cuanto los excede y envuelve, dimiten de la razón y el espíritu crítico, diluyen su irrepetible individualidad en la fábrica de inmortalidad que es el hormiguero de los que piensan igual que ellos, se protegen —de la incertidumbre, de la debilidad, del miedo— con el uniforme de los iguales. Sucede en el haj y en tantos otros acaecimientos religiosos como en campo del Barça (o del Real Madrid) o en las manifiestaciones independentistas por la Meridiana de Barcelona (o las españolistas del 12 de octubre): los creyentes, impulsados por un propósito superior, se reúnen para expresar su fe y para, al hacerlo, sentir el entusiasmo de que no están solos in hac lachrymarum valle, de que ya no han de pensar y vivir por sí mismos, sino que pueden recostarse en el gentío y dejarse mecer por su energía, por el calor de su latido, por su apaciguadora homogeneidad. Descorazona pensar que, pese a todas las evidencias y todos los antecedentes, los peregrinos seguirán yendo a La Meca a cumplir con los mandatos de Corán, y que, con la inestimable colaboración de las autoridades saudíes, los desastres seguirán produciéndose, y los muertos, apilándose. Aunque no hay que entristecerse: todos alcanzarán el paraíso, donde se deleitarán con placeres sin cuento. Eso compensa con creces morir pisoteado por una manada infinita de individuos, sin espíritu ni razón.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Las elecciones del 27 de septiembre y la independencia (continuación)

Cuando uno baja de los Ferrocarriles de la Generalidad en Sant Cugat, lo primero que ve, al salir a la plaza de la estación, es una enorme estelada ondeando en una no menos enorme asta. Como supongo que, por su ubicación y dimensiones, no han sido ni la asociación de vecinos ni la churrería de la esquina quienes la han puesto ahí, sino el ayuntamiento de Sant Cugat, uno concluye que el ayuntamiento de Sant Cugat hace el uso que le da la gana de las banderas y que, aunque su obligación sea representar a todos los vecinos de la ciudad, no tiene reparo en instalar una enseña, inoficial, que solo representa a algunos.

Desde mi dormitorio, donde escribo —y donde estoy escribiendo ahora esto—, veo que los vecinos de al lado —él, hijo de zamoranos— han colgado una estelada en el balcón; los de abajo, otra; y en un mismo piso de la casa contigua, cuya esquina diviso igualmente, flamean una cuatribarrada y otra estelada, como si la primera fuera insuficiente y necesitase la corrección y el aumento de la segunda. Hay gente que necesita banderas, como la hay que necesita perros o gatos: cuantos más, mejor. Recuerdo cuando, hace unos años, en una visita a León para leer poemas, una de las asistentes a la lectura me preguntó qué significaba aquella bandera catalana tan rara, con un triángulo azul y una estrella blanca a un lado, que había visto en una carrera popular en la que habían participado deportistas catalanes.

Ayer, en la inauguración en el Ayuntamiento de Barcelona de las fiestas de la Mercè, se produjo una pelea por las banderas. Fue una pelea chusca. Cuando todas las autoridades estaban en el balcón principal para anunciar a los barceloneses el hecho jolgorioso del inicio de las fiestas, alguien colgó una estelada en la balaustrada. Acto seguido, y abriéndose paso a codazos por entre los munícipes e invitados, Alberto Fernández Díaz, jefe del grupo municipal del Partido Popular (y hermano de Jorge Fernández Díaz, ese ministro del Interior que ha otorgado la Medalla de Oro al Mérito Policial a Nuestra Señora María Santísima del Amor), quiso colgar también una bandera española. Lo ayudaba en su nacional propósito una rubia de mechas muy elaboradas que estiraba con furor de una esquina de la oriflama, intentando arrebatársela a otro de los presentes, de gafas, que la había agarrado, en un buruño, para que no fuese desplegada. Era el conflicto vivo de Cataluña, materializado en dos trozos de tela y un buen número de rostros crispados, sonrientes o estupefactos, según. Cuando apareció la bandera española en el balcón, los que estaban en la plaza abuchearon con pasión. Un regidor de Esquerra Republicana, ecuánime —esto es un oxímoron—, pedía calma. El president Mas, que también estaba en la tribuna, sonreía, displicente, como si aquella chiquillada no fuera con él. Colau había desaparecido entre la multitud que poblaba el palco.

El otro día quedé con un amigo en un bar del centro de Barcelona para charlar. Pedimos dos cervezas. Tenían dos marcas: Nolla y Kronenburg. Nos decantamos por la primera, que no conocíamos, por ser española, pero descubrimos que aquella cerveza no se sentía española, ni quería serlo: en la etiqueta lucía una estelada. En la segunda ronda pedimos Kronenburg.

Un amigo me contó hace poco que se había cruzado en la escalera con un vecino que, muy indignado, le había preguntado cómo era posible que su voto valiera lo mismo que el de esos viejecitos que van a votar contra la independencia por miedo a perder la pensión; que así no íbamos a ninguna parte. También, que sabía (mi amigo, no el vecino) de un joven al que sus padres habían llamado traidor por apoyar a Catalunya Sí que es Pot. El joven lo recordaba con lágrimas en los ojos.

Otro amigo, de padre y familia catalanes, que vive en Madrid, me explicó que las relaciones con sus primos barceloneses estaban al borde de la ruptura porque uno de ellos, un respetable y muy burgués arquitecto, había dicho en una comida familiar: "¡Aquí lo que hace falta es un buen Sarajevo!".

Ayer fui a hacer spinning. La instructora era una culturista recauchutada, con más músculos que Hulk Hogan. Una de las piezas que puso en la clase para animarnos a pedalear fue Els Segadors, en versión hip-hop; Els Segadors, una hermoso aunque algo sangriento himno, que siempre me ha gustado escuchar (a diferencia de la ratonil Marcha Real, que parece compuesta por el flautista de Hamelín). Nunca se me ha hecho más largo.

Estamos locos.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Carmen Balcells

Que se dé en el Telediario de la noche, como se hizo anteayer, la noticia de la muerte de una agente literaria, pasma. Si bien se mira, es como si se informara en horario de máxima audiencia de que ha fallecido un coleccionista de sellos o un cultivador de crisantemos (los mejores de España, eso sí). El nuestro sigue siendo un país que lee poco, que apenas lee nada, pero donde los personajes de la gran comedia de la literatura continúan gozando de un predicamento propio de las estrellas del rock. Ha muerto, sí, Carmen Balcells, la agente literaria con permiso para matar, la gran chamana de los escritores en español, la defensora feroz de los derechos de la creación, la representante de seis premios Nóbel. Ahora que ya no está, me asombra pensar que, hace muchos años, trabajé para ella. Y lo hice por esa sucesión de casualidades y conocimientos personales, que, al margen del currículo, o incluso contra el currículo, conduce al resultado profesional: algo muy español. Yo, un joven estudiante de letras, había conocido en las destartaladas aulas de la facultad de Filología de la Universidad de Barcelona a la hermana de una alta empleada de la editorial Planeta. Le dije a mi amiga que me gustaría trabajar en el negocio editorial (entonces pensaba, con ingenuidad rayana en la idiocia, que hacerlo era un camino seguro al éxito literario), y ella me mandó a hablar con su hermana. Lo hice, y esta me puso en contacto con Javier Aparicio Maydeu, un joven profesor que trabajaba en el departamento de lectura de la agencia literaria Carmen Balcells (y que ahora es un reputado ensayista y crítico literario). Aquello me sonaba a industria fastuosa, a círculo para elegidos, a senda inequívoca al Parnaso. Y recuerdo que, mientras me dirigía al número 580 de la avenida Diagonal, donde tenía —y sigue teniendo— su sede la agencia, abrigaba sentimientos contradictorios: por una parte, pensaba que la fortuna me sonreía: estaba exultante; por otra, me sobrecogía la responsabilidad: estaba espantado. Ninguno de estos sentimientos tenía demasiado que ver con la realidad, porque en la agencia yo solo iba a ser lector, es decir, el becario, el último mono, el eslabón más débil, el Charlie Chaplin de Tiempos modernos de la cadena de producción editorial. Ser lector consistía, como muy pronto descubriría, no en dar mi experta opinión sobre libros llamados a constituir un hito en la literatura española contemporánea, sino en despachar manuscritos mayoritariamente nauseabundos, de escritores situados en algún punto de una amplia gama que iba del autor inédito (y que lo seguiría siendo toda la vida) al autor fracasado (con razón), pasando por la vieja gloria (que era ya mucho más vieja que gloria), el autor de un gran éxito (que pretendía prolongarlo con una extenuante sucesión de descorazonadoras secuelas) y la eterna promesa (anclado eternamente a esa condición), a razón de uno por semana. Javier me explicó que lo que entregaba al equipo de lectores, del que yo era una pieza más, eran los originales que habían pasado un primer y superficial examen, pero suficiente para constatar que no eran un bodrio desde las líneas iniciales, o bien los que les habían enviado autores (menores) de la casa, con los que se tenía la consideración de no descartarlos a la primera y darles una lectura que fuese más allá del primer párrafo. Si casi todos los libros que leí eran tan infames como aquellos, no quiero ni imaginarme cómo serían los que Javier mandó al desván de los rechazados, tras echarles un primer y fulminante vistazo. Él me pasaba los preseleccionados y yo disponía de una semana, más o menos, para leerlos, valorarlos y redactar el informe de lectura correspondiente, que solía ser de un par de páginas, en las que, como se me pedía, exponía con franqueza, sin tibiezas críticas ni sinuosidades filológicas, la opinión que me habían merecido. Emití una cincuentena de esos informes durante los dos años que colaboré con la agencia. Solo dos o tres fueron positivos; unos pocos más no me despertaron ni frío ni calor; la gran mayoría solo mereció airados comentarios, que no sería apropiado reproducir en un medio público como este: podrían leerlos niños. Curiosamente, ninguno de los poquísimos libros de los que hice un informe favorable, fue publicado. Recuerdo que, al preguntar por qué, en el caso de uno que me había parecido especialmente brillante, la respuesta fue que su autor era demasiado viejo. La agencia necesitaba creadores jóvenes, a los que se pudiese sacar partido durante mucho tiempo, y no ancianos con un pie en la tumba, de los que poco, salvo una muerte honorable, cabía esperar ya. En la agencia literaria de Carmen Balcells tuve por primera vez la borgiana sensación de la vastedad inabarcable de la literatura, y también de la no menos oceánica vanidad humana. Javier me enseñó una vez la habitación en la que se apilaban, del suelo al techo, los manuscritos que los escritores del universo mundo les habían mandado: eran cientos, miles, y, por mucho que nos afanáramos a rebajarlos, seguían entrando más: siempre entraban más, que ocupaban inmediatamente el lugar de los que hubiésemos eliminado. La rueda de la escritura no dejaba nunca de girar. Yo me imaginaba a la humanidad entera juntando palabras, llenando página tras página, mecanografiando con furor, barajando sin cesar la ilusión de concluir una novela, un ensayo, una biografía, y de publicarlo en una gran editorial, y de convertirse en un escritor famoso, y, no contento con eso, escribir a continuación otra novela, ensayo o biografía, aún mejor que el anterior, y gozar del mismo éxito, o todavía mayor, y, al mismo tiempo, incrementar su apetito, su ansia viva de seguir alimentando ese círculo virtuoso, y continuar escribiendo infinitamente, hasta llenar todas las estanterías de todos los departamentos de lectura de todas las agencias literarias del mundo. Pronto me di cuenta de que aquel trabajo no me llevaba a ninguna parte. Por los informes me pagaban una ridiculez y, lo que era peor, leer aquella bazofia me llenaba el cerebro de mugre: en lugar de ocuparme con, no sé, Emilio Adolfo Westphalen o Ignacio Aldecoa, había de enjuiciar una novela sobre abejas asesinas o un fétido sucedáneo de Agatha Christie. Lo dejé, pues, con, a pesar de todo, no malos recuerdos. Una vez vi a Gabriel García Márquez en uno de los despachos de la agencia. La puerta estaba entreabierta y él, sentado, con las piernas cruzadas, en un elegante sofá blanco, concentrado en la lectura de algo. Esperaba a su agente, claro. Que un premio Nóbel espere en un despacho a su agente dice mucho sobre su agente. A Carmen Balcells también la vi una vez. Cuando estaba despachando con Javier la última boñiga que me habían endilgado, apareció ella. Y fue una gran aparición, porque ya entonces, a principios de los noventa, Carmen Balcells ocupaba una humanidad desmesurada. Para atenuarla, sin duda, llevaba un vestido vaporoso y amplio, una especie de camisón, que me sorprendió por lo informal, casi por lo doméstico: se parecía a los que llevaba mi madre en casa los días más calurosos del verano. Le arrebató los folios del informe a Javier de las manos, los leyó por encima, mientras él y yo permanecíamos en un respetuoso, casi sobrecogido silencio, y, de pronto, estalló en una carcajada. Yo había escrito, no sin presunción, que el libro analizado practicaba una llamativa desintactivización, consistente en trufar el discurso de anacolutos e incoherencias —por incapacidad, claro, no como un remedo del Ulises—, y se conoce que eso le había gustado. Luego nos lo devolvió con la misma premura con el que lo había cogido y, todavía con una sonrisa, se marchó: el autor de la desintactivización estaba condenado. No he olvidado aquella experiencia, a pesar de los muchos años transcurridos. De hecho, aún la consigno en mi currículo. 

lunes, 21 de septiembre de 2015

Presentamos Corónicas de Ingalaterra

Esto no va a ser una crónica, sino un anuncio. Mañana, 22 de septiembre, en la librería Laie de Barcelona (C/ Pau Claris, 85), a las siete y media de la tarde, presentaré Corónicas de Ingalaterra, el libro en el que recojo una amplia selección de las entradas colgadas en este blog, publicado por La Isla de Siltolá. Contaré para ello con la inestimable ayuda de dos buenos amigos y escritores, Juan Vico y José Ángel Cilleruelo, que es también el prologuista del volumen. Nuestra intención es que cada cual ofrezca sucintamente su personal visión del libro y que yo, además, lea algún fragmento o entrada. Prometo ser breve. También nos gustaría que hubiese un rato para charlar, entre nosotros y con el público, sobre el volumen: estos diálogos suelen ser lo más agradable —y a menudo enriquecedor— de los encuentros como este. Laie, por su parte, si no se aparta de la tradición que ha seguido siempre, incluso en tiempos de dificultad, como los más recientes, ofrecerá una copa de cava a los asistentes. Será la única concesión al lujo. Todo lo demás será austero y modesto, y procuraremos que también amistoso. En realidad, la amistad, de la que se nutre, a la que se dirige, justifica estos actos. Todos estáis invitados.




viernes, 18 de septiembre de 2015

Las elecciones del 27 de septiembre y la independencia

Dentro de nueve días se celebrarán las elecciones al Parlamento de Cataluña. Una de las razones por las que vuelvo hoy a la patria (que todavía es la que siempre ha sido) es porque quiero votar en ellas. No me abstendré ni votaré en blanco, como he hecho en las tres o cuatro últimas convocatorias electorales, tanto autonómicas como generales. Cataluña está secuestrada en estos momentos por un estado de opinión y yo no quiero que me conduzcan a donde no quiero estar sin oponer toda la resistencia posible. Esa resistencia pasa por votar a alguna de las fuerzas políticas unionistas —utilizo el término en su sentido más literal: favorables a la unión, sin las connotaciones negativas que los separatistas se empeñan en asignarle— y por exponer, tanto en público como en privado, mi opinión contraria a la independencia. Sé que el valor de ambos actos es muy pequeño, por no decir insignificante, pero repito: me tendría por inmoral si no me opusiera, en la medida de mis fuerzas, a un proyecto que amputa la comunidad de la que me siento parte, que compromete gravemente el presente y el futuro de mi familia, y que obedece a motivos espurios y a tácticas sectarias. El neoindependentista Mas —un oscuro gestor y un personaje del aparato de Convergència que descubrió que la independencia podía encubrir todos sus pecados y garantizarle un futuro inmarcesible en el sillón de la Generalitat y en los libros de historia— y sus acólitos —el melifluo Junqueras y la abertzale CUP— han planteado estas próximas elecciones autonómicas como un plebiscito sobre la independencia. Me disgusta aceptar esta manipulación de la naturaleza de la votación, pero la realidad exige que lo haga: si gana Junts Pel Sí, la coalición que agrupa a los partidos soberanistas y a las organizaciones que les apoyan, se iniciará un proceso perverso, cuyas consecuencias son imprevisibles. Y no quiero que ganen por incomparecencia. Todos los que no estén de acuerdo con el proyecto independentista y se queden en casa el próximo 27 de septiembre, estarán cometiendo una grave irresponsabilidad y contribuyendo al triunfo de los que, pese a sus interesadas proclamas, empujarán a una separación efectiva de las personas, romperán lazos familiares, emocionales y patrimoniales, marginarán al castellano hasta convertirlo en una lengua de segunda, quebrantarán la economía, harán que Cataluña salga de la Unión Europea y de los demás organismos internacionales de los que ahora forma parte, crearán un ejército y, en suma, perpetuarán, con el aval de un estado, la hegemonía de las élites burguesas, transformadas en castas gobernantes, que han regido la sociedad catalana desde la Revolución Industrial, que en Cataluña, a diferencia de España, sí tuvo lugar. Mas plantea en estas elecciones una trampa que revela su perfidia política y su deriva antidemocrática: si las elecciones son plebiscitarias, como él quiere que sean, el resultado del plebiscito ha de contarse por votos, no por escaños. Ningún plebiscito habido en el universo mundo (ni siquiera aquel que organizó en los años 80 Augusto Pinochet, y que perdió) se ha resuelto por la mediación de los asientos asignados en una cámara, sino por el de los votos individuales a favor de una o otra propuesta. Mas quiere lo mejor de las elecciones autonómicas (la mayoría en escaños, que puede obtener gracias a una ley electoral que favorece a su partido) y lo mejor de los plebiscitos (que esa mayoría legitime su plan). Y lo quiere así porque sabe que, si compitiera con limpieza, atendiendo directamente a la voluntad de los ciudadanos, no tendría asegurado el éxito, o, más probablemente, cosecharía un fracaso: en estos momentos, las encuestas indican una intención de voto a favor de las fuerzas independentistas de alrededor del 45%. Si este porcentaje se confirma el 27 de septiembre y, no obstante, Mas sigue adelante con su plan y proclama la independencia, habrá cometido un acto profundamente antidemocrático: no otra cosa es adoptarla contra la voluntad mayoritaria de sus ciudadanos. Y no solo es una obscenidad que una decisión tan grave como separar una porción de un país de ese país se adopte sin que la mayoría de la población la haya refrendado. Lo sería también que se adoptara sin una mayoría clara o cualificada, como exigen ya las leyes para decisiones o modificaciones constitucionales de especial relevancia (y es absurdo que, para la modificación más transcendental que cabe imaginar, la secesión de un territorio, se exija una mayoría menor que para cambiar una norma), y como establecieron el Tribunal Supremo y la Ley de Claridad canadienses al fijar las condiciones que debía reunir el referéndum por la independencia del Quebec: la mayoría a favor de esta debía ser suficiente, superior a la mitad más uno de los votantes, dado que, por la singular naturaleza y trascendencia de la iniciativa, no resultaba ético confiarla a una mayoría que no fuese reforzada. Mi oposición a la independencia es tanto sentimental como racional. Sentimental, porque mis sentimientos están con Cataluña, pero también con España, con la que disiento en muchas cosas, que me enfurece en muchas otras, pero que, pese a todo, siento propia, considero mía. La espesa urdimbre de relaciones afectivas, sociales, lingüísticas, culturales y literarias que me vinculan con el país de mis ancestros —y de mi familia actual— no admite esta mutilación. La independencia no tolera medias tintas: o estás por el sí o por el no, o estás a favor o en contra. Y, si gana el sí, esa radicalidad, ese maniqueísmo, se prolongará en forma de frontera, de un ordenamiento jurídico distinto y de una nacionalidad diferente. Yo ya he perdido a un buen amigo por nuestras discrepancias sobre el procés, y me consta que otros mestizos o charnegos como yo han pasado, o están pasando ahora mismo, por situaciones parecidas. Pero mi desacuerdo es también racional, porque no creo que a Cataluña le vaya a ir mejor fuera que dentro de España. Opino, por el contrario, que constituirse como estado independiente le supondría unos costes elevadísimos, de toda índole, que amenazarían durante muchos años el bienestar de sus ciudadanos. Hay un tercer conjunto de razones que me lleva a oponerme al soberanismo: conozco a quienes gobiernan, a los políticos criados a los pechos de Convergència y sus adláteres, a los altos funcionarios que llevan medio siglo pastoreando la administración catalana, a la pequeña burguesía catalanista y a los gestores en quienes delega la llevanza de los asuntos públicos. Y son todos de una mediocridad inverosímil, de una chatura espiritual indecible, de una incultura abrumadora, de una incompetencia que sobrecoge. Esos son los que tendrían el poder en una Cataluña independiente: esos y su caterva de paniaguados. Convergència es una partido podrido hasta las cachas, cuyas sedes están embargadas por los jueces para responder por sus responsabilidades en diversos casos de corrupción, y cuyo lider histórico, Jordi Pujol, ha demostrado ser un falsario y un defraudador. La gestión de la crisis por parte de Mas y su gobierno ha sido errática, ineficaz y cruel: se ha cebado, como hacen siempre los gobiernos de derechas, en los más débiles; ha reducido la cantidad y calidad de los servicios públicos; ha castigado a los funcionarios; ha desamparado a jubilados y enfermos. La independencia —su proyecto, su desiderátum, su utopía— ha sido para Mas una astuta cortina de humo con la que ocultar la depravación de su partido, hacer más llevaderas las penurias de la crisis, y disimular su torpeza como administrador y su nulidad como político. La independencia es, pues, para mí una inconveniencia, una trampa y un mal, y la rechazo como ciudadano catalán, español y europeo. Pero, dicho esto, me parece necesario decir algo más. A la independencia nos están llevando los independentistas catalanes y los hacedores españoles de independentistas catalanes. En otras palabras, tanto el nacionalismo español como el nacionalismo catalán son responsables de este camino aciago. El nacionalismo catalán —si entendemos "nacionalismo" como la expresión política del sentimiento de pertenencia a una comunidad— no es de ahora: Mas, sus necesidades partidistas y los intereses de las clases a las que defiende y representa, lo han exacerbado, pero tiene, como mínimo, siglo y medio de antigüedad, y muy notables valedores en el mundo de las artes, la cultura y el pensamiento. Quienes se manifiestan en la Diagonal o en la Meridiana el 11 de septiembre no son norcoreanos ni nazis: muchos, la mayoría, son gente respetable que no se siente español y que no quiere serlo, vecinos de buena fe que consideran que estarían mejor en otro lugar, ciudadanos que, por diversos motivos, han llegado a la conclusión de que la independencia es deseable. Que el bombardeo en los medios de comunicación —con artículos y columnas constantes de ensayistas tan admirados como Fernando Savater o Félix de Azúa, por no hablar de las mesnadas tertuliano-vociferantes de los periódicos, cadenas y emisoras de la caverna— los presente, sin pausa ni excepción, como descerebrados o fascistas, no ayuda a resolver el problema: lo agrava. Considerar que el hecho de que haya, por lo bajo, dos millones de catalanes que ansían separarse de España es mera consecuencia de un sistema educativo adoctrinador y de una prensa vendida al independentismo, es tomar a la gente por idiota y a los periodistas por mamelucos. Llamar nazi al que no quiere ser como uno puede ser muy consolador, pero también es una coartada para no tener que pensar por qué no quiere ser como uno: para no entenderlo. Equiparar al nacionalismo catalán y, ahora, al independentismo con el terrorismo etarra es una barbaridad incalificable, y llamar a Mas golpista, un rebuzno y una iniquidad. La sentencia del Tribunal Constitucional que anuló varios artículos del actual Estatuto de Autonomía fue un enorme error, uno de los mayores que han cometido las instituciones españolas en relación con el problema catalán: muchos catalanes que confiaban en esa reforma, y que suscribían el encaje de su comunidad en el estado que la nueva norma planteaba, se sintieron traicionados por este mismo estado y ahora han encontrado la ocasión de darle la espalda. Y hay que recordar que fue el PP el que lo impugnó, después de haber sido aprobado por el Parlament y las Cortes, y, en referéndum, por los catalanes; el mismo PP que recogió firmas en toda España contra ese Estatuto (cuatro millones, llegó a juntar) y promovió un boicot comercial a los productos catalanes. Otra grave equivocación ha sido no permitir un referéndum, con todas las garantías legales, sobre esta cuestión: hasta que no se celebre, como se ha hecho en Canadá, el Reino Unido y Puerto Rico, países de impecables credenciales democráticas, no podremos saber cuántos están a favor de una cosa y cuántos de otra, y determinarlo es fundamental para establecer la razón democrática. Cataluna y España necesitan aclarar las ideas y las relaciones. Hay que mejorar el sistema de financiación de las comunidades autónomas, que perjudica a muchas de ellas, como Cataluña, y, al mismo tiempo, hay que acabar con la financiación privilegiada de Navarra y el País Vasco, en cuyo espejo los independentistas no dejan de mirarse. También hay que mejorar la representación política de las comunidades en las instituciones del Estado. Y, sobre todo, España —y, en particular, sus ciudadanos más conservadores, los más nacionalistas (españoles)— ha de asumir que, histórica, cultural y lingüísticamente, no es una, sino muchas, y que nunca será grande ni libre (de la tentación independentista, por ejemplo) hasta que no acepte que sus hijos también son muchos, distintos y, a menudo, incomprensibles. Hasta el momento, el gobierno del PP no ha hecho nada de esto: su estrategia —porque su cerebro, me temo, no da para más— ha consistido en llenarse la boca de proclamas vacuas, de nacionalismo español disfrazado de defensa de las instituciones, y amenazar (y atizar) con el garrote de la ley. Ni una sola iniciativa razonable, ni una sola propuesta audaz, ni una sola aproximación política, ni un solo plan de cambio, ni una sola muestra de flexibilidad.  Nada: impugnarlo todo, apelar a la bandera y dejar pasar el tiempo. Mientras tanto, las masas siguen creciendo, bajo una bandera distinta, en la Meridiana y la Diagonal. El 27 de septiembre el embrollo está servido. Muchos nos han metido aquí y ninguno parece capaz de (ni querer) sacarnos. Yo haré lo que pueda. Aunque pueda costarme caro si alguna vez quiero reincorporarme a la Generalitat.

lunes, 14 de septiembre de 2015

Belgrado (y 3)


La zona, digamos, oficial de Belgrado se sitúa en un triángulo del centro que comprende el palacio presidencial, el ayuntamiento y el Parlamento de la nación. Frente a este hay dispuestas largas pancartas con las fotografías de las víctimas de los bombardeos de la OTAN durante la guerra de Kosovo, en 1999, y proclamas que reivindican su memoria. Es una herida que todavía no se ha cerrado, o que no quieren aún que se cierre. Da que pensar que los serbios se enfrascaran en una guerra étnica y cometieran las atrocidades que cometieron, cuando su comportamiento en las anteriores conflagraciones europeas fue más que gallardo: en la Primera Guerra Mundial combatieron, arrostrando grandes sufrimientos, a las potencias centrales, y en la Segunda sufrieron la ocupación nazi y, aunque divididos entre chetniks monárquicos y partisanos comunistas, entablaron con los alemanes una feroz guerra de guerrillas. Al lado de la asamblea nacional, se levanta la iglesia ortodoxa de San Marcos, que, como el templo de San Sava, todavía no está acabado. Cuando entro, se está celebrando una ceremonia religiosa. No me atrevo a llamarla misa, porque no sé si eso es lo que hacen los ortodoxos, pero se le parece bastante. También en la asistencia de fieles: hay tres personas. Dos popes, con sus casullas —si es que son casullas— tachonadas de iconos y mucho aspecto de popes —lentes, barbas, años—, se mueven en torno al altar, mientras un joven, con ropa civil y excelente voz, entona hermosos e incomprensibles salmos. El interior de la iglesia es un lugar escuetísimo, de paredes blancas y desnudas: apenas una habitación en obras. Me encuentro poco después en el hotel con Ángeles, que ya ha cumplido con sus obligaciones profesionales de hoy, y nos vamos a cenar a Skadarlija, el barrio bohemio, que pasa por ser el Montmartre belgradense. En realidad, el barrio es poco más que su calle central, Skadarska, en cuyas aceras se apiñan las terrazas y restaurantes. Puede que a finales del s. XIX, cuando se configuró esta parte de la ciudad, sí fuese un lugar donde vivieran escritores y artistas, pero hoy —quitando alguna lacónica sala de arte que sobrevive entre las tabernas— la bohemia parece identificarse solamente con llenar el estómago y, como comprobaremos más tarde, también los oídos. Tras no pocas dificultades el suelo de la calle conserva el empedrado decimonónico, lo cual es muy pintoresco, pero, si eres mujer (u hombre) y llevas calzado de noche, caminar por él es como hacerlo con zancos—, llegamos a uno de los ambigús más afamados, el Dev Jelena, fundado en 1832. No podemos sentarnos en la terraza, porque eso eso mismo han hecho las docenas de personas que nos han precedido, y no queda ningún sitio libre. Nos acomodan, pues, en el interior, antañón y algo lúgubre, pero no exento de encanto. No obstante, la tranquilidad que suponemos caracterizará a la cena se convierte en un imprevisto ajetreo, al que contribuyen sucesivos sobresaltos. Primero, el pan picante, servido como aperitivo, con el que palidecen la mostaza de Dijon y hasta las guindillas murcianas, y que me obliga a beberme de un trago media botella de agua (con gas), ante la mirada estupefacta de Ángeles. Luego, en el primer plato, nos estremece la estampida de una nueva tormenta eslavo-tropical, que hace que, por una parte, nos alegremos de no haber encontrado sitio en la terraza, porque todos los que están cenando al raso tienen que arremolinarse debajo de las sombrillas para evitar, a duras penas, la tromba de agua, pero también, por otra, que nos preocupemos por estar dentro, porque un camarero acude deprisa a cerrar nuestra ventana, después de desconectar varios enchufes eléctricos que descansaban a la intemperie y que están ya peligrosamente empapados. Y, por fin, con el segundo plato, llega el estruendo mayor: el de los músicos que, con guitarras, acordeones, violines y otros instrumentos balcánicos de difícil identificación, rodean una mesa tras otra y atacan, con brío inusitado, las canciones populares de un repertorio en apariencia interminable. A su entusiasmo se suma el de no pocos comensales indígenas, que, estimulados por las populares tonadas, no dudan en aunar sus voces a las de los aguerridos ejecutantes. La verdad es que poco más que cantar se puede hacer cuando una comparsa de estas te rodea: hablar es imposible, y, si no puedes vencer al enemigo, es mejor unirse a él. Ángeles y yo ya nos habíamos dado cuenta del gusto de los serbios por la música en la calle: es frecuente ver a cantantes y concertistas de toda clase actuando al aire libre, en bares, terrazas y aceras. Y muchos interpretan música hispana: en los desayunos del hotel llevo ya oídos un “Porompompón” y dos “Guantanameras”, y en los retretes del centro Sava me ha asaltado, en un momento de difícil tránsito, una sesión de flamenco, aunque el mayor éxito de nuestra copla en Serbia es el inmarcesible “Bésame mucho”, del que me ha hablado el peluquero, que he oído entonar varias veces, y que he visto hasta impreso en una camiseta. Es agradable, supongo, siempre que el músico no se ponga a tocar debajo de tu balcón o, en nuestro caso, al lado de la mesa en la que estás cenando. Para evitarlo, no pedimos postre, pagamos y volvemos al hotel. A la mañana siguiente, decidimos visitar Zemun, a orillas del Danubio, uno de los diez municipios que forman la ciudad de Belgrado, pero que durante mucho tiempo fue una villa independiente. Muy pronto descubrimos que Zemun tiene todo el encanto que le falta a Belgrado. El taxi nos deja en el Hotel Yugoslavia, al lado del Gran Casino, desde el que no hay mucha distancia hasta el centro de la localidad. El paseo, junto a las habituales barcazas-restaurante, es agradable, aunque persiste la alternancia, casi la fusión, entre los tramos verdes y cuidados, y los solares de tapias caídas, suelos sucios y pintadas desopilantes. Una bandada de cisnes nunca he visto tantos juntos, ni siquiera en Londres—, a los que están echando comida algunos paseantes, nos da la bienvenida a Zemun. Hoy se celebra el mercado de los domingos, de frutas y verduras. Nos perdemos por entre los tenderetes intensamente olorosos, y compramos un cucurucho de frambuesas por 150 dinares, unos 1,30 euros. Muchas mujeres llevan un pañuelo en la cabeza y muchos hombres van en camiseta. En una plaza cercana, admiramos la iglesia católica de la Sagrada Virgen. Más allá, un librero, cuyo género me he parado instintivamente a mirar, se empeña en vendernos algún título en inglés, solo por estar en inglés, pero ni a Ángeles ni a mí nos interesa nada la dinámica de fluidos ni la cría del cangrejo en la Voivodina. Reconozco un ejemplar de Der Totale Krieg, “la guerra total”, del general Erich Ludendorff, uno de los grandes estrategas alemanes de la Primera Guerra Mundial y el creador del concepto de la destrucción total, que, aunque apoyó el putsch de Múnich de 1923, abominó de Hitler poco después, hasta su muerte en 1937. Pero mi frágil conocimiento del alemán no me permitiría leerlo con provecho, y aún no estoy atrapado por las asfixiantes redes de la bibliofilia, así que declino comprarlo, pese a las educadas protestas del librero, que no deja de ponderar las virtudes de la destrucción total. Visitamos después la iglesia ortodoxa de San Nicolás, construida en 1870, que contiene un puñado de hermosos frescos y exhibe una airosa torre blanca y dorada. Y ascendemos: queremos llegar a la Torre de Gardoš, una atalaya construida por los húngaros, en la colina del mismo nombre, en 1896. Subimos por unas estrechas escaleras de cemento que discurren entre las casas. Hemos dejado atrás los nobles edificios decimonónicos, de estucos y colores pastel, del centro de Zemun, y lo que vemos ahora son viviendas sencillas, desordenadas, con corrales y jardincitos selváticos, frente a alguna de las cuales todavía hay aparcado un trabant, aquellos seiscientos de la República Democrática Alemana. En la Torre se inaugura hoy una exposición sobre el holocausto de los judíos de Zemun. Fuera de la atalaya, hay reunido un puñado de los descendientes de los 3 000 que liquidaron los nazis entre los que reconocemos a un “Benjamín Beherano”, cuyos antepasados probablemente fuesen “Bejarano”—. Uno de los presentes, en voz apenas audible, habla a los demás. Nos emociona esta congregación sencilla de gente que, casi tres cuartos de siglos después, recuerda a sus padres, abuelos y bisabuelos, cruelmente asesinados: compartimos con ellos la humanidad quebrantada y el dolor por la injusticia y el horror. Pero no todo ha de ser lamentación: cerca de la atalaya observo un local que restaura mi confianza en la especie humana: se llama Soneto: Wine & Art Club. Sonetos, vino y arte: pocas cosas encuentro más reconfortantes. Como también reconforta el café que nos tomamos en uno de los varios bares que circundan el monumento, con espléndidas vistas de Belgrado y el Danubio. Ángeles acude en taxi a su última reunión de trabajo, y yo decido cubrir andando los siete kilómetros largos que separan Zemun del hotel: la tarde se ha serenado y no tengo nada mejor que hacer. Recorro, una vez más, el paseo ribereño, y contemplo ahora la mole infinita del edificio Serbia, sede del antiguo gobierno yugoslavo, en cuyos alrededores distingo un parque infantil, varios bares flotantes y una bandada de gansos. Es difícil perderse, pero en alguna ocasión he de preguntar a otros paseantes si voy bien para el centro de Belgrado: la gente responde amablemente, y es que los serbios son amables: la amabilidad, cierta cercanía humana, compensa las deficiencias de los servicios y las dificultades de la cotidianidad. Esta calidez, que me hayan cortado el pelo las mismas manos que se lo cortaron a Gadafi y Arafat, y las calles luminosas de Zemun es lo que me llevaré de Serbia.

viernes, 11 de septiembre de 2015

Belgrado (2)


El día amanece nublado. Ángeles empieza hoy las actividades del simposio en el que ha de dar una conferencia, y quiero acompañarla a donde se celebra, un centro de congresos a la soviética, es decir, mastodóntico, en el Nuevo Belgrado, al otro lado del río Sava. Salimos a la calle y no tardamos en cruzar el puente de Branko, el único peatonal de la ciudad, cuyo similicadente nombre socialista, “Puente de la Hermandad y la Unidad”, ha sido sabiamente sustituido por el de Branko Ćopić, un escritor que aprovechó los muchos metros de altura del viaducto para poner fin a sus días en 1984. Ya al otro lado del Sava, paseamos por la ribera del río, acondicionada como lugar de esparcimiento de los belgradenses. El rasgo más característico de estas zonas ribereñas son las barcazas habilitadas como bares y restaurantes, de los aspectos y nombres más exóticos: Venecia, Acapulco, Casablanca. También entre las arboledas que las flanquean descubrimos agradables terrazas, y las vistas de la fortaleza, donde ayer paseamos brevemente, son espléndidas. El parque, sin embargo, sufre los mismos inconvenientes que toda la ciudad: resulta sombrío, desangelado y sucio. Hay mendigos durmiendo en los bancos, miles de colillas tapizando el suelo y porquería sin cuento por todas partes. También nos llama la atención lo que no hay: paredes sin pintadas. Todos los muros aparecen manchados por garabatos o proclamas incomprensibles. Nos cruzamos con una barrendera, una sola mujer, ya mayor, muy delgada, que pincha con una mano los vasos, papeles y botellas tirados, y los mete cansinamente en una gran bolsa de plástico que lleva en la otra. No vemos vehículos de limpieza, ni carritos de basura, ni más barrenderos: una única limpiadora ha de adecentar hectáreas de parque. La compadecemos en su soledad y su impotencia. El Sava Centre, donde se celebra el congreso, es la típica instalación socialista, grande, descascarillada y fría, frente a la que se alzan los inevitables bloques colmena, mucho más descascarillados que ella; de hecho, parecen amenazar ruina, pero todos los pisos están ocupados: las coladas se amontonan en los balcones, y en algunos hasta hay flores. El Sava también es un gran centro comercial, en cuya planta bajan se concentran tiendas de muebles y ropa. Pero todo él resulta un gran laberinto, por el que deambulamos durante un buen rato intentando encontrar las dependencias del congreso. Cuando por fin lo logramos, averiguamos que la primera reunión a la que ha de asistir Ángeles se ha retrasado casi dos horas. Nos refugiamos entonces en uno de los bares del centro, a cuyo lado vemos una peluquería. En ese momento no hay nadie y, como ya parezco Abraham (aunque Ángeles opina que recuerdo más al Yeti), aprovecho para cortarme el pelo. El peluquero, un sesentón de rasgos afables, habla el suficiente inglés como para que entienda que quiero una cosa sencilla y clásica (“ah, classic, good”, asiente, con entusiasmo, cuando utilizo la palabra), y luego lo emplea para darme conversación. Como peluquero, se siente en la obligación de charlar: es una característica universal de los peluqueros. Me cuenta entonces, no sin esfuerzo, que trabajó 13 años en el Hotel Internacional —hoy Crowne Plaza—, donde se alojaban los grandes visitantes del estado yugoslavo, y que allí tuvo ocasión de cortarles el pelo a Muamar el Gadafi, Yasir Arafat, el rey Hussein de Jordania y Richard Holbrooke, entre otros prohombres de la política mundial. Personalmente, habría preferido que les diera para el pelo, por lo menos al libio y al palestino, pero él se limitó a cumplir estrictamente con su deber. Saca entonces de un armario una carpeta con periódicos y recortes de prensa, y me enseña varios en los que aparece él, mucho más joven, y algunos de sus más famosos clientes. En uno se ve a Holbrooke antes y después de pasar por su establecimiento. El peluquero me cuenta entonces que muchos de sus amigos le han preguntado por qué no aprovechó que el norteamericano —cuyos informes condujeron, tres días después, al bombardeo de Belgrado— estaba inerme en sus manos para clavarle unas tijeras en la yugular. De Gadafi recuerda su cuerpo de guardaespaldas mujeres y el cuerpo de sus guardaespaldas mujeres. “Un hombre muy interesante”, añade, aunque a mí me parece que su interés era el mismo que podía inspirar una víbora de Russell. “Pero había que tener mucho cuidado —sigue diciendo—: yo le cortaba el pelo así”, y entonces adopta la posición y el gesto con los que un desactivador de explosivos cortaría el cable rojo (¿o el azul?) de una bomba nuclear. Arafat, por su parte, no se quitaba nunca el pistolón de la cintura, y así le cortó el pelo, con el arma asomándole por debajo del delantal de la peluquería. El palestino tampoco quiso que nadie les acompañara en el local: de este modo, solos, en una extraña intimidad de revólveres y ungüentos, el peluquero le recortó los cuatro pelos que le salpicaban la calva oculta bajo la kufiya. Pero la confraternización con estos personajes históricos no es la única singularidad de mi buen peluquero: también es un gran lector. Se le ilumina la cara cuando me pregunta a qué me dedico y le respondo que soy escritor. “¿Y cuál es su escritor favorito?”, me pregunta inmediatamente. “Será Ernest Hemingway...”, contesta él mismo, y no sé si lo hace porque me expreso en inglés o porque, con el pelo y la barba blancos, soy la viva imagen del norteamericano. Yo no quiero desilusionarlo y decirle que Hemingway me parece un autor de tercera división —salvo El viejo y el mar, que está escrita en estado de gracia—, así que opto por una respuesta evasiva. Él se decanta por Joyce, Cervantes y, sobre todo, Shakespeare. Saca entonces de un estante una pequeña edición de Hamlet y, a continuación, me señala otra balda, más alta, en la que se apilan los libros. “Cuando no tengo trabajo en la peluquería, leo”. Es curioso el gremio de los peluqueros amantes de la literatura: en Palma de Mallorca hubo —no sé si seguirá existiendo— una peluquería-librería, con una importante fondo de poesía. Cuando ya está acabando la tarea sencilla pero correcta; y muy ahorrativa: no ha gastado ni un dinar en lacas, colonias, talco o maquinillas: solo agua, peine y tijera—, vuelvo a preguntarle por los bombardeos de Belgrado, que duraron —precisa— 78 días. Él los recuerda bien: aunque fueron selectivos, toda la ciudad retumbaba. Y afectaron también a Pančevo, una localidad a unos 20 kilómetros de distancia, cuya refinería de petróleo y plantas químicas sufrieron un duro castigo y arrojaron a la atmósfera, añade el peluquero, sustancias tóxicas que han hecho que el cáncer esté aquejando más que nunca a la población—. No obstante, remata, ecuánime: “Pero Milosevic era un cabrón”. Estoy de acuerdo. Me cobra a continuación 800 dinares, unos siete euros, y me estrecha la mano muy efusivamente. Como Ángeles se va a pasar todo el día en el Sava, vuelvo a Belgrado, a ver cosas. Cometo el error de creer que el plano turístico que estoy utilizando me va a dar la información que necesito para no perderme en la ciudad, y sigo una calle recta que, según el mapa, me ha de devolver al centro. Pero esa calle recta corresponde a un puente por el que discurre una autovía y no pueden pasar los peatones. Me veo entonces perdido en una maraña de tapias, rotondas, descampados, carreteras elevadas, caminos sin salida y vías férreas, todas cuyas indicaciones están en cirílico, que no me llevan a ningún sitio. Con mucha paciencia deshago el camino y me dirijo otra vez al puente Branko, que ha quedado, más o menos, allí donde Jesucristo perdió el flequillo, y no a manos del peluquero del Sava. Tras una hora y media de camino por algunas de las zonas más horribles de la ciudad, llego otra vez al hotel. Pero no lo lamento: lo horrible también forma parte de las urbes; conocerlo significa conocerlas. No hay ciudad sin sombras, y esas sombras también configuran su personalidad. Me tomo una ensalada griega cerca del Praga —no las he comido mejores en ninguna parte del mundo—, me doy una ducha y un descanso, y salgo otra vez. Quiero visitar el templo de San Sava, el santuario ortodoxo más grande de Europa, dedicado al fundador de la iglesia ortodoxa serbia. Vuelvo a sumirme en el abigarramiento urbano en el que se mezclan la arquitectura socialista, las construcciones actuales y el pasado austrohúngaro (esto le encantaría a Luis García Berlanga) de la ciudad, difuminado por la desidia y el caos. Pero, si uno sabe mirar, encuentra, aquí y allá, unas hermosas ménsulas, o unas sugerentes cariátides, o una fachada historiada, o un delicado mosaico, o un altorrelieve art-déco, aunque emborronados por el desconchamiento, la tizne de los humos de los tubos de escape, y los cables de la electricidad —de los tranvías, del alumbrado público y de las casas que se enredan sobre las calles. El templo de San Sava me decepciona. Luce una elegante fachada de mármol blanco y granito, y la cúpula, de 70 metros de altura, apoyada en cuatro pechinas y reforzada por semicúpulas menores, es impresionante me recuerda algo al Panteón romano—, pero el templo está inacabado. Se ideó a finales del s. XIX, pero su construcción se ha visto interrumpida por las sucesivas guerras y revoluciones del s. XX, y ha habido muchas. Hoy, las paredes interiores están cubiertas por lonas y andamios, y no hay suelo, solo cemento visto. Se han repartido iconos por el recinto, para que los visitantes puedan ver algo de la decoración del templo, y, al lado de cada imagen, hay una urna petitoria: la construcción de San Sava solo se financia con donaciones. Desconozco el fervor religioso de los serbios, pero no le auguro a la iglesia una pronta conclusión.