Me despido. Esta tarde cojo el avión de vuelta a España y mañana, si nada se tuerce, ya estaré en Mérida. Dejo Inglaterra con una sensación agridulce. En estos dos años y medio de vida en Londres he aprendido mucho, he escrito mucho (demasiado, dicen algunos amigos), he disfrutado de una ciudad fascinante, y he conseguido mantenerme alejado, física y espiritualmente, de un entorno laboral y político que me aburría y agobiaba. Sin embargo, no he logrado arraigar en esta sociedad, por más que lo he intentado. Sí, es difícil arraigar con 50 años y sin un conocimiento previo del lugar, más allá de las consabidas visitas turísticas, pero tenía la esperanza de que la paciencia, la buena voluntad y el sacrificio abriesen puertas y rindiesen frialdades. No lo han hecho. Probablemente fui demasiado ingenuo. La sociedad británica está abierta a la presencia del extranjero (a menos que se sigan extendiendo las opiniones defendidas por el UKIP y el gobierno conservador siga adelante con su plan de aislamiento y saque al Reino Unido de la Unión Europea), pero poco a la influencia del extranjero y menos aún a la intimidad con el extranjero (aunque ¿cuál lo está?). La sociedad británica es ordenada, laboriosa, precavida, tradicional, mercantil, reglamentista e indiferente, y quienes, metecos en general y meridionales en particular, no hemos sido criados en ese haz de valores (porque aquí forman un conjunto inseparable), o no compartimos el individualismo solitario de la mayoría de la gente, encontramos difícil encajar en las exiguas celdillas en las que está compartimentada la vida cotidiana. Por otra parte, los ingleses, y sigo hablando en general, no destacan por su capacidad para expresar los sentimientos ni comunicarse con el prójimo, lo que tampoco ha favorecido la relación mutua. Sin embargo, creo haber intuido una ternura y una cordialidad a las que no he sido capaz de acceder. Es muy posible que, bajo la fachada de imperturbabilidad habitual del ciudadano inglés, bullan emociones escondidas que no me ha sido dado compartir. Los acostumbrados gentíos de Londres tampoco han propiciado la comunicación individual. Es la conocida paradoja de las masas: cuantas más personas hay, menos personal es todo. Esta capital es un museo del mundo, una fiesta de la arquitectura y un centro cultural planetario, pero también un lugar inabarcable y hostil, en el que las aglomeraciones —de las que tanto me he quejado en este diario— y los precios vuelven incómodo cualquier movimiento. Echaré en falta, no obstante, sus iglesias y su parques —sobre todo, Battersea, uno de los más bellos y menos conocidos— , sus museos y sus salas de arte, el té y el pastel de zanahoria. Una de las mayores satisfacciones que me ha reportado esta experiencia ha sido la creación y el mantenimiento de estas corónicas, satisfacciones que superan con mucho a los pesares, que se limitan, en esencia, a un puñado de anónimos desagradables cuyo inmediato destino ha sido la papelera, es decir, la nada. Han sido, finalmente, 561 entradas, más de 800 comentarios y, en este momento, casi 140 000 visitas. Cuando lo inauguré, a principios de septiembre de 2013, no podía imaginarme un resultado tan abrumador. Hoy lo contemplo entre alegre y asustado, pero, sobre todo, agradecido a quienes han tenido la curiosidad y la paciencia de seguir mis confusas y a veces malhumoradas narraciones. Este blog, como mi estancia en Inglaterra, concluye hoy, pero otro nace en el mismo momento. En realidad, no es que sean dos blogs diferentes, sino el mismo, aunque hablen de lugares distintos: Corónicas de Ingalaterra se transforma en Corónicas de Españia (eduardomoga1.blogspot.com), al que remito a quienes tengan interés en conocer mis nuevas peripecias. En Corónicas de Españia continuaré hablando de lo que me pase, pero ahora ya no en la tierra verde de Albión, sino en la ocre, verde y asendereada de mi país. Ojalá siga contando con la compañía de los amigos y los lectores. La voy a necesitar.
Corónicas de Ingalaterra. Blog de Eduardo Moga.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
martes, 16 de febrero de 2016
lunes, 15 de febrero de 2016
Stratford-upon-Avon, el pueblo de Shakespeare
No quería irme de Inglaterra sin visitar Stratford-upon-Avon, el pueblo donde nació y está enterrado William Shakespeare. (También me gustaría haber hecho otras cosas relacionadas con la literatura, como visitar Hay-on-Wye, el pueblo del millón de libros, pero tendré que dejarlo para otra ocasión). Lo hacemos hoy, aprovechando mi último fin de semana en el país, como excursión de despedida. El tren sale de Marylebone, en cuya librería compruebo, con horror, que El País no ha llegado todavía. Como me horripila la perspectiva de estar encerrado dos horas en tren sin nada que leer, me compro allí mismo un libro. Entre el bosque de superventas y otros libruchos de supermercado que llenan las estanterías, solo descubro uno que tenga algo que ver con la literatura: The Noise of Time [El ruido del tiempo], de Julian Barnes. Cuenta la vida de Shostakovich, pero me da igual de qué hable: me lo habría comprado aunque hubiese hablado de Rosa Díez. Por desgracia, no puedo disfrutar demasiado de la lectura, porque, aunque nos hemos sentado en una quiet zone, una pareja de turistas portugueses no se ha dado cuenta de que estamos en una zona de silencio, y garlan como cornejas. Ante la disyuntiva de llamarles la atención o de cambiarnos de asiento, optamos por lo segundo: el tren va casi vacío y no es difícil encontrar otras butacas a resguardo de la cháchara lusitana. El tren a Stratford no es directo: hay que cambiar en un pueblecito llamado Dorridge. Para hacerlo, apenas tenemos unos minutos. Tan justo es el lapso para el transbordo que, cuando estamos ya a punto de embarcar en el que nos ha de llevar a nuestro destino, las puertas se nos cierran en las narices. Es decir, no se cierran solas: alguien les ha ordenado que se cierren. Yo le hago gestos desesperados al revisor, al que veo asomado todavía al andén, pero el hombre se retira, imperturbable, al interior del tren y nos deja compuestos y sin ferrocarril, a escasos centímetros/segundos de abordarlo. Es la primera vez en mi vida que pierdo un tren, aunque no es la primera vez en mi vida que constato la satisfacción sádica que experimentan algunos cuando consiguen frustrar a sus semejantes tan palmariamente. Para eso da igual ser español o inglés: lo que hay que ser es borde. Nos queda, pues, según averiguamos en la taquilla de la estación, una hora en Dorridge hasta el siguiente tren a Stratford. Damos un breve paseo y nos tomamos un capuccino en la cafetería del Sansbury local. Lo que vemos es igual que lo que veríamos en cualquier pueblo inglés: una homogeneidad de casas unifamiliares, con sus jardincitos a la puerta y sus inevitables chimeneas. Todo es pulcro, ordenado y aburrido. Eso sí: en la estación comprobamos que unos caballeros de edad están muy preocupados por algunos desperfectos en la sala de espera, restaurada hace poco con mimo y dedicación ejemplares. Eso también es muy inglés: la implicación desinteresada de la gente en la conservación de sus lugares. Llegamos por fin a Stratford-upon-Avon, una pequeña ciudad de 23.000 habitantes y 800 años de antigüedad, situada, como su nombre indica, en las orillas del río Avon, y antiguo mercado medieval, cuyo pasado se prolonga hoy en una desaforada actividad comercial, avivada por el turismo: no hay apenas locales en el centro (pero el centro es casi toda la ciudad) que no sean tiendas o restaurantes. Llovizna, hace frío y sopla el viento (la peor combinación posible), pero estamos dispuestos a desafiar a los elementos para conocer los lugares shakespearianos de la ciudad, que son varios y están unidos por una ruta de la que nos informan amablemente en la oficina de turismo. La primera parada es, desde luego, la casa natal de Shakespeare, en Henley Street, cuya popularidad demuestra una larga y lenta cola que rebasa la taquilla y se extiende por la calle. Tras la inevitable espera, llegamos a uno de esos bonitos momentos de toda convivencia matrimonial: "¿Tienes los billetes?", le pregunto a Ángeles (habíamos comprado un bono en la oficina de turismo para las cuatro visitas fundamentales). "Pero si te los he dado a ti". Establecida la contradicción irreductible, ambos nos dedicados a rebuscar furiosamente en los bolos y bolsillos y bolsos, con desesperación creciente, mientras sentimos en el cogote la mirada taladrante de los demás integrantes de la cola, y en los ojos la no menos acerada de la taquillera, que debe de estar maldiciendo la estupidez de estos extranjeros que son incapaces de encontrar los billetes que acaban de comprar y forman un pifostio considerable a la hora de mayor afluencia de público. Aunque la peor mirada es la que me lanza Ángeles —el basilisco no me habría fulminado con mayor ferocidad— cuando, después de haber metido yo la mano al menos cinco veces en el bolsillo del pantalón sin encontrarlos, doy con los dichosos tiques y se los entrego, entre triunfante y humillado, a la cancerbera. La casa de Shakespeare nos parece hoy de una modestia casi cavernaria, pero gozaba de ciertos lujos en su época: no en vano el padre de Shakespeare era un rico comerciante local, que ostentó cargos de altura en el gobierno local. Así, tiene chimeneas en todas las habitaciones, que combatían eficazmente el frío, pero llenaban el sitio de humo, y suelo enlosado —que es el original: pisamos, pues, las mismas losas por las que Shakespeare caminaba, hace 500 años—. La higiene, no obstante, era tan precaria como en cualquier otro sitio: los ingleses de entonces no solo no usaban el agua, sino que la rehuían, porque estaban convencidos de que transmitía enfermedades por los poros de la piel. El lavado se practicaba en cara y manos (las partes del cuerpo que se veían), y la evacuación, en orinales y minúsculas letrinas exteriores. En el centro de información contiguo a la casa se exhibe, entre otros materiales, un ejemplar del Primer Folio, la edición príncipe de las obras de Shakespeare, publicada en 1623, siete años después de la muerte del escritor. De los entre 750 y 1000 ejemplares que se tiraron, sobreviven unos 230, tres de los cuales se encuentran aquí. Y, como las técnicas de composición e impresión no eran homogéneas, ninguno es igual a otro. Nos sorprende averiguar que el libro se puso a la venta a un precio exorbitante para su época, una libra: un maestro de escuela ganaba veinte al año. Pero es que los libros eran entonces objetos preciosos: en todas las buenas casas, y también en esta de Shakespeare, se guardaban en cajas, para que no sufrieran daño. Tras la muerte de los descendientes directos de Shakespeare, a finales del s. XVII, la casa se convirtió en una posada, y lo siguió siendo hasta finales del XIX. Visitamos después las siguientes paradas de la ruta shakespeariana. Primero, la Harvard House, un hermoso edificio tudor que no tiene nada que ver con el dramaturgo, pero que es un excelente ejemplo de arquitectura isabelina. Luego, Hall's Croft, la casa donde vivió Susanna, la hija de Shakespeare, con su marido, el doctor John Hall. Muy pronto vemos aquí más signos de riqueza que en la casa natal de Shakespeare. Y es lógico: los médicos bien establecidos eran gente, como hoy, acaudalada. Además del suelo enlosado —también original, como las escaleras de madera—, los techos son aquí muy altos y las habitaciones, espaciosas y bien caldeadas e iluminadas. En el jardín adyacente, el Dr. Hall cultivaba las plantas medicinales que administraba a sus enfermos, junto con remedios mucho más oscuros, como las sangrías y los purgantes. Quizá provengan de ese jardín los cardos que ponen en las sillas de la casa para evitar que los visitantes se sienten en ellas. Llegamos por fin a la Holy Trinity Church, la iglesia de la Santísima Trinidad, donde Shakespeare fue bautizado —el 26 de abril de 1564, en una pila bautismal que se exhibe junto a su tumba; debió de nacer dos o tres días antes, aunque no sabe con exactitud cuándo— y enterrado el 23 de abril de 1616. Puede que también aquí matrimoniara con Anna Hathaway, aunque de eso no han quedado registros documentales. Lo que sí se sabe es que lo hizo con prisa, y por buenas razones: seis meses después del casorio, nació Susanna. Shakespeare tenía entonces 18 años, y Anna, 26. Los restos del dramaturgo reposan en el presbiterio, cerca del altar mayor de la iglesia, junto a los de su mujer, su hija, su yerno y otros familiares más lejanos. Su lápida aparece circundada por un cordón negro, para distinguirla de las de sus parientes. Y el epitafio, escrito por el propio Shakespeare, reza así: Good friend for Jesus' sake forebear / to dig the dust enclosed here. / Blessed be the man that spares these stones, / and cursed be he that moves my bones [Buen amigo, por Jesús abstente / de cavar el polvo aquí encerrado. / Bendito sea el hombre que respete estas piedras, / y maldito el que remueva mis huesos]. No fueron felices sus últimos años. Además de las enfermedades que lo aquejaban, tuvo que sufrir un proceso contra el futuro marido de su otra hija, Judith, acusado de promiscuidad: había preñado, al parecer, a otra mujer, que murió, con su vástago, al cabo de poco tiempo. Aunque siempre se ha dicho que el fallecimiento de Shakespeare se debió a un proceso febril, consecuencia de una francachela que se había corrido con otros dramaturgos, como Ben Johnson, en la que habían circulado vino y cerveza en abundancia, las últimas investigaciones apuntan a que pudo haberlo hecho a causa de un cáncer, aunque esto, como tantas otras cosas de su vida (y de su muerte), no se ha podido verificar todavía. Comemos, a la salida de la iglesia, en un pub tranquilo delante de la grammar school a la que se cree que pudo haber asistido Shakespeare, y luego volvemos al centro paseando junto a uno de los canales del río Avon. Pasamos al lado del teatro en el que actúa la Royal Shakespeare Company y vemos muchísimos cisnes del río en montoneras debajo de los puentes: la gente les echa migas de pan, pero ellos pierden siempre con los patos a la hora de cogerlos. El frío se ha recrudecido y caminamos deprisa hasta la estación para volver a Londres. Esta vez hemos de cambiar de tren en un pueblo llamado Solihull. Aunque solo nos separan 170 km de Londres, tardaremos cuatro horas en llegar a casa.
miércoles, 10 de febrero de 2016
Incluso la muerte tarda
Así se titula el último poemario del barcelonés Jordi Virallonga, uno de los miembros de la "segunda escuela de Barcelona", en la que también militan, entre otros, Sergio Gaspar, Ramón Andrés, José Ángel Cilleruelo y José María Micó. Incluso la muerte tarda ha ganado el Premio de Poesía Hermanos Argensola 2015, un veterano galardón poético que durante mucho tiempo publicó DVD ediciones y que hoy asume la ubicua Visor. Llevaba Virallonga mucho tiempo sin publicar —desde Poemas de Turín, aparecido en 2004— y se agradece volver a tener la oportunidad de leerlo. Además, cuando ha regresado a la actualidad poética, lo ha hecho por partida doble: también ha publicado Amor de fet [Amor de hecho], su primer poemario en catalán, fruto asimismo de un premio, el Màrius Torres (que muchos han considerado el regreso del hijo pródigo al hogar del que nunca debió haber salido). Hasta ahora, Jordi Virallonga era conocido, en el ámbito de la poesía en catalán, como antólogo y traductor: Sol de sal, por ejemplo, publicada por DVD ediciones en 2003, es uno de los mejores compendios bilingües de poetas en lengua catalana del último cuarto de siglo. Su incorporación como autor a esta literatura demuestra su vitalidad creadora, su inquietud lingüística y su porosidad cultural. Incluso la muerte tarda cuenta con un breve prólogo de Juan Gelman, titulado "Empobrecer la lengua para reinventarla", del que discrepo: no creo que Jordi Virallonga empobrezca la lengua, ni quisiera con el loable propósito, como sostiene el maestro Gelman, de hacer que renazca. Creo, por el contrario, que en este poemario da un paso adelante en su concepción y uso del idioma, y vuelve su expresión más compleja, más torturada, si se quiere. Virallonga proviene de un figurativismo teñido de espantos íntimos y auscultaciones sociales, algo visible también en este libro. Los que lo hemos leído hasta hoy sabemos de su gusto por las fórmulas coloquiales, dotadas de una inmediatez dolorosa, de un despojamiento arrebatado, que se ofrece, a veces, a puñetazos. En Incluso la muerte tarda, en cambio, sin renunciar a una dicción narrativa y hospitalaria, se dicen cosas como esta: "No quiero hablar de ti porque te llevo / en esta niña que soy yo cuando fui tuyo, / que te haría ser más joven, menos muerta, / no esta ruina permanente sin columnas / que no acaba de asolar la tempestad, / esta última sed, la vencida inmensidad del abandono". De Jordi Virallonga me ha interesado siempre —y también en Incluso la muerte tarda, pese a sus novedosas revueltas sintácticas— la naturalidad del verso, la fluidez con que la palabra más anodina, y hasta la más vulgar, se llena de sentido poético. El discurso hablado aparece en los poemas de Virallonga con una entereza y una incivisividad de las que carecía antes de volcarse en ellos, gracias a sutilísimas transformaciones lingüísticas y a un arsenal retórico tan extenso como discreto. Me gustan, en particular, cierto sentido del humor del que el poeta, sabiamente, no se desprende jamás, así hable de las coyunturas más penosas del individuo o la sociedad actuales, y la ira impasible a la que no pocas veces se entrega: "soy un tipo vulgar que trabaja por un sueldo, / pero ellos sí saben quiénes son, / y que a los hijos de los perros, / si son hombres, / se les llama hijos de puta", escribe en "Analogía entre hombres y perros". Todo en Incluso la muerte tarda y, en general, en toda la poesía de Jordi Virallonga, trasmina un aire machadiano, esto es, una inclinación moral, un aliento transparente y una templanza enardecida. Los temas de Incluso la muerte tarda abundan en los conflictos del hombre y la sociedad contemporáneos, con una activa preocupación por los pobres y los oprimidos. Pero, junto a una mirada crítica, en la estela de la actual rebelión contra un poder esclerotizado pero todavía dañino, el poemario incorpora asimismo un caudalosa veta reflexiva, melancólica, que atiende al amor y a la pérdida, al yo resquebrajado, a los rincones en penumbra —o en oscuridad total— de la conciencia. Incluso la muerte tarda se concibe como un viaje, al modo homérico —las dos partes en que se divide se titulan "A propósito de Ulises" y "Los mercaderes de Ítaca"—, igual que el viaje de la vida. Sobre este trasfondo helénico, advertimos un libro muy mexicano: en los epígrafes y dedicatorias menudean los autores aztecas: José Gorostiza, Rosario Castellanos, Manuel Maples, Xavier Villaurrutia, Efraín Huerta, José Ángel Leyva, etc. En Incluso la muerte tarda brilla una cólera sosegada: nada se desmanda. La incomodidad que trasluce con el mundo y sus mecanismos de poder no se plasma en poemas gesticulantes, ni en chirridos endecasilábicos, ni mucho menos en "tarascadas de bruto cargado de razón", como dijo memorablemente Juan de Mairena y recoge Virallonga en uno de los epígrafes del libro, sino en un verso que fluye como un río, con espumas y gran acopio de limos, con ocasionales encrespamienos y meandros arremansados, pero siempre absorto en su corriente y su destino: resucitar una palabra que sirva para denunciar las flaquezas y esperanzas del hombre.
Hay muchos buenos poemas en Incluso la muerte tarda, y algunos excelentes, como "Profesionales de la pobreza", "Loa a los sinceros", "Normas de la organización", "Fidelidad" o "Recto gobierno progresista". Transcribo el primero:
Hay muchos buenos poemas en Incluso la muerte tarda, y algunos excelentes, como "Profesionales de la pobreza", "Loa a los sinceros", "Normas de la organización", "Fidelidad" o "Recto gobierno progresista". Transcribo el primero:
Me pregunto,
los pobres de hoy, no aquellos
con los que lucharon algunos
de nuestros padres y recibieron a cambio
desdén o muerte, los pobres de hoy,
los que ya no son los sujetos de la historia,
los que nunca supieron
qué era esto del sujeto de la historia,
los que saben muy poco
y no les gusta que otro sepa
o que hable dos lenguas,
los profesionales de la pobreza, digo,
no los obreros que perdieron su trabajo,
los locos o los minusválidos,
los pobres que ya no son una clase
sino una estirpe que sigue viviendo a sueldo
de la inmovilidad y de la paz burguesa,
los que no pagan escuela, hospital
ni impuestos, los pobres
a quienes lo que más les interesa
es su dinero, lo mismo que a los ricos,
los que nunca creyeron necesario emprender
ni trabajar demasiado, que todo era inmutable,
los que cada vez menos mansos y humildes
están hoy inquietos, miran a los lados con rabia,
acusan a quienes dejaron de saciarles,
se cagan tanto en dios, esos pobres, me pregunto,
¿son los bienaventurados que hace lustros y lustros
admiran al millonario, al hijo pródigo
y mejor o peor siguen heredando la tierra?
sábado, 6 de febrero de 2016
Cosas (extrañas) que siguen pasando en Inglaterra
El otro día salí de casa y vi, al otro lado de Battersea Park Road, a una joven negra, montada en una bicicleta, delante de un antiguo local de apuestas, ahora en proceso de reconversión en tienda de decoración, gritando como una loca. Iba en bicicleta, pero estaba parada: con los pies en el suelo y los hierros del vehículo desmadejados. No conseguí entender lo que decía: el tráfico y su propia desesperación me lo impidieron. Seguí mi camino. También lo hicieron los demás transeúntes.
El otro día estábamos Ángeles y yo en South Kensington —habíamos ido a comprar cápsulas de Nespresso a la tienda que hay cerca de Harrods y luego a tomar un café en un curioso bar que se llama Viena, decorado con motivos austriacos (Klimt, Alpes, Schönbrunn), pero que atiende un tunecino nacido en Marsella y en el que siempre suena música del Magreb—, cuando se nos acercó un caballero mayor. Ángeles llevaba un abrigo verde, muy verde. "Permítame decirle, señora, que lleva Ud. a very beautiful coat", le espetó el hombre. Mi reacción, cuando el hombre había empezado a hablar, había sido la propia de un urbanita experto: la desconfianza y hasta la hostilidad. Uno se espera que, en la calle, los desconocidos le pidan dinero, le larguen una parrafada beoda o intenten convertirlo a la fe de Jehová. Pero, al acabar la frase, el hombre había derretido toda animosidad. Ángeles sonrió, antes sorprendida que halagada. Yo también. "Aquí todo el mundo va de oscuro, sobre todo los hombres", añadió el señor, señalándome a mí y a sí mismo. "Este color es una bendición. La felicito, señora". Y, sin nada más que decir, se fue. Apenas alcanzamos a darle las gracias.
El otro día hacía un frío de mear a cubitos. No está siendo un invierno difícil, pero hubo, hace un par de semanas, varias jornadas polares. Volvía yo solo a casa —Ángeles me había dado plantón: tenía que atender una solicitud urgente en el hospital—, forrado en abrigos y bufandas como si la Antártida se hubiera materializado en Londres, cuando algo extraño se cruzó conmigo. Al principio, no supe identificarlo: tan extraño resultaba a mis ojos y a mi comprensión. Pero luego lo reconocí: era un runner, uno de los cientos, de los miles que recorren Londres cada día, con tenacidad de ermitaños, bregando por afilar el cuerpo y retrasar la muerte. Lo singular de este runner es que iba desnudo, es decir, solo llevaba unos pantalones cortos y las zapatillas de deporte. Precisamente, me adelantó delante de la casa de Oakley Street en la que vivió Robert Falcon Scott, el malhadado explorador del hielo que pereció en la Antártida, en la trágica carrera que mantuvo con Amundsen. Quizá reivindicase su memoria, o quizá pertenecía a algún cuerpo especial del ejército británico, una de esas unidades a las que se lanza en paracaídas, en medio de una tormenta fragorosa, detrás de las líneas enemigas con un cuchillo en la boca y acaban con una división de tanques. La resistencia de los ingleses al frío es legendaria. Los que provenimos del sur y vivimos aquí, estamos acostumbrados a ver por la calle a jóvenes y no tan jóvenes en mangas de camisa con ventarrones escandinavos y relentes asesinos. Pero aquel runner excedía todo lo conocido. Yo, envuelto en lana; él, envuelto solo en la piel. Medía casi dos metros y parecía esculpido por Praxíteles. Corría desenvuelto, despreocupado, con sosiego, manteniendo un ritmo cómodo de braceo y apoyando bien los pies en el suelo. Yo apretaba el paso cada vez más, aunque de vez en cuando tenía que pararme para limpiar las gafas, empañadas por el vaho que se formaba al respirar. Parecía Rompetechos. En una de estas, cuando alcé la vista, vi el torso desnudo del corredor, iluminado por una luna inclemente, perderse sin prisa por entre las brumas de Albert Bridge.
Me iré de esta isla y aún no me habré acostumbrado a esa maniobra que todos los automovilistas de Londres están acostumbrados a hacer, y que no dejo de ver en las calles: cambiar de un carril al carril contrario. Supongo que el tráfico de la ciudad la hace imprescindible, si uno no quiere quedar atrapado en alguno de los pavorosos embotellamientos que se forman todos los días en todas partes. Pero a mí me sigue pareciendo una pirula escandalosa y peligrosísima (ahora que lo pienso, no sé cómo se dice pirula en inglés), que todo el mundo, sin embargo, acepta con naturalidad, porque todo el mundo se beneficia tarde o temprano de ella. Aquí no hay rayas continuas que valgan: los conductores giran e invaden el carril contrario con toda la deliberación del mundo. Para un pueblo que ha hecho de la observancia de la norma su razón de ser, esta vulneración de las prescripciones constituye una excepción clamorosa. Una de las pocas que le conozco.
miércoles, 3 de febrero de 2016
La Editora Regional de Extremadura
Esta va a ser una entrada un poco extraña. Me interesan poco los blogs que son la mera caja de resonancia de las novedades literarias o profesionales de sus autores, y he procurado que este no lo fuera, o lo fuese en muy escasa medida. Sin embargo, dado el cambio que va a suponer en mi vida y probablemente también en esta bitácora, no puedo dejar de dedicar un comentario a esta novedad: ayer fui nombrado director de la Editora Regional y del Plan de Fomento de la Lectura de Extremadura. El puesto estaba vacante desde el cambio de gobierno en las últimas elecciones autonómicas, en mayo del año pasado, y a principios de diciembre se difundió un "procedimiento competitivo", algo muy parecido a un concurso público, para proveerlo. Las bases exigían aportar un currículum vítae y una memoria de no más de 10 folios con las ideas y propuestas del candidato para la Editora y el Plan de Fomento. Decidí participar porque el puesto me parecía adecuado a mis intereses y aptitudes, y porque suponía un desafío intelectual y, lo que era más importante aún, vital muy estimulante, después de dos años de soledad creativa, pero soledad al fin y al cabo, en Inglaterra. Además, había que desempeñarlo en Extremadura, una región en la que llevo muchos años refugiándome de los agobios de la vida urbana —primero en Barcelona y después en Londres—, en la que tengo casa, familia y amigos, y que considero mía. Debo confesar que no tenía demasiadas esperanzas de ganarlo. Estaba acostumbrado, como casi todos los españoles, a un ejercicio del poder que discrimina entre los propios y los ajenos, entre los conocidos y los que no lo son, entre los del terruño y los forasteros, y pensaba que la resolución vendría determinada por los intereses particulares antes que por una consideración objetiva. Sin embargo, en esta ocasión quien ha tomado la decisión lo ha hecho sin atender a razones ajenas a lo exigido en la convocatoria, esto es, sin parcialidad ni, en mi caso, catalanofobia (un amigo de los que me han felicitado ha dicho que no parecía una decisión española), y yo estoy encantado de haberme equivocado. Agradezco, pues, al gobierno extremeño que me haya otorgado esta confianza y esta responsabilidad, a la que intentaré corresponder con mi mayor dedicación y todos mis esfuerzos. El desafío es grande: la Editora, una de las mejores editoriales públicas de este país durante muchos años, si no la mejor, ha decaído algo, me parece, en los últimos años, por muchos factores, entre los que se cuentan la crisis económica y los altibajos políticos. Pero su prestigio, su catálogo y su potencial siguen ahí: se trata de recuperarlos y de volver a garantizar su presencia en la vida cultural de Extremadura —y de España—, en beneficio tanto de los creadores extremeños como de los lectores del país. Habrá que garantizar la calidad de lo que se publica, reordenar las colecciones y la imagen de marca de la Editora, introducirla de lleno en el mundo digital y actualizar su página web, y —este es un punto fundamental— mejorar la distribución, esto es, asegurar que sus libros se encuentren en todas las librerías literarias de la región y en las más importantes de, al menos, Madrid, Barcelona, Sevilla y Bilbao. En definitiva, habrá que luchar por que, cumpliendo con su obligación legal de promover la creación en Extremadura, sea también una editorial equiparable, en contenidos, imagen y circulación, a las grandes editoriales comerciales del país. Quizá sea un objetivo muy ambicioso, pero es el que me propongo. En cuanto al Plan de Fomento de la Lectura, ha de revitalizar la presencia de la literatura como hecho vivo de la comunidad y seguir trabajando en la red de bibliotecas y aulas literarias que tan buen papel han desempeñado, y siguen desempeñando, en Extremadura, además de insistir en la necesaria vinculación cotidiana entre la literatura y la gente: reuniendo a los estudiantes con los escritores y a todos con la letra oída e impresa, también en lugares inhabituales: hospitales, estafetas de correos, residencias de ancianos. Regreso a España, para incorporarme al nuevo puesto, dentro de dos semanas. Será un cambio grande: de Londres a Mérida (el mismo amigo que ha dicho que mi elección no parecía una decisión española, también ha sugerido que ese es el título de un libro y que solo me falta sentarme a escribir lo que se esconde en él). No me importa la diferencia de tamaño, es más, la agradezco: Londres es un monstruo inabarcable, y Mérida, una ciudad de dimensiones humanas, casi renacentistas: con 60.000 habitantes, ni agobia ni entristece. Su legado histórico y cultural es impresionante, y estoy seguro de que me va a ofrecer muchas horas de instructivo solaz. Además, en Mérida se comen unas migas y unas morcillas sobrenaturales, y en Londres apenas se encuentra siquiera un gazpacho decente. No lamento abandonar Inglaterra: han sido dos años intensamente vividos y muy provechosos en lo literario, pero que siento como una etapa ya cumplida. Vuelvo a casa, y eso me serena. Otra consecuencia de hacerlo será que tendré que modificar el diseño y, seguramente, el tenor también de este blog, que quizá cambie de nombre: estoy barajando Corónicas de Españia. Es seguro que ya no podré comentar, en mis entradas españolas, nada que tenga que ver con el ejercicio de mi cargo, pero pretendo mantenerlo como tribuna personal para todo aquello que no sea incompatible con mis responsabilidades públicas, y como foro de crítica literaria, siempre, como es lógico, que ello no plantee ningún conflicto de intereses. Muchos amigos me han felicitado por el nuevo cargo. Aprovecho para agradecerles a todos ellos sus palabras de cariño y de ánimo. Ando todavía un poco asustado, pero espero estar a la altura de sus expectativas.
domingo, 31 de enero de 2016
Si sonríes, es que no has leído todavía las últimas noticias
En el Vaticano han tapado las estatuas y pinturas con desnudos para no ofender los impresionables ojos del presidente de Irán, un cura musulmán llamado Hasán Rohaní, que rendía una visita de estado. Se conoce que Rohaní es un moderado. Y la culpa de semejante censura la tiene, precisamente, que Rohaní sea un moderado. Si llega a ser un radical, nunca habría visitado Roma, salvo para ocuparla militarmente. Tapar el arte exhibido en el Vaticano es como destruir los budas de Bamiyán o las ruinas de Palmira, pero momentáneamente y sin explosivos. No es un ejercicio de cortesía, sino de violencia: se reprime la mejor manifestación del espíritu humano para que alguien no vea perturbadas sus convicciones, emanadas de la necedad, la ignorancia y el miedo; se oculta a Miguel Ángel para no ofender a un clérigo, igual que, en el país del clérigo, se oculta el cuerpo de las mujeres para no ofender a los varones y se ocultan —y castigan— las opiniones discrepantes para no ofender a quienes gobiernan, que son clérigos como Rohaní o, si no lo son, comparten disciplinadamente sus creencias. Se trata, pues, de ocultar, de invisibilizar, de reprimir. ¿Qué vale el Apolo de Belvedere frente a la convicción de un sarraceno de que la salvación radica en dar vueltas alrededor de un meteorito? ¿Y el Laocoonte y sus hijos, frente a su esperanza de la vida eterna, rodeado de huríes eternamente vírgenes y obsequiosas? El Vaticano se pliega al delirio moral de los mahometanos en defensa propia: así puede exigir que los demás se plieguen al suyo, cuando sean ellos los que estén en casa ajena. Pero su cobardía ofende a cualquier persona que no esté cegada por el prejuicio y la confusión.
Un toreador llamado Franciso Rivera Ordóñez, creo, ha dado un salto gigantesco en su carrera a la inmortalidad toreando una vaquilla con su hija en brazos. La razón para hacerlo es que su padre, aquel ejemplo de macho hispánico y hombre ilustrado que fue Franciso Rivera Paquirri, también toreó con él en brazos cuando era niño. Según él, no había ningún peligro en hacerlo. Según él, hay más peligro en que su hija salga todos los días a la calle, esa jungla pavorosa, llena de coches que no paran en los pasos de peatones y tejas que a lo mejor se lleva el viento y te fracturan el cráneo. Efectivamente, torear vaquillas no entraña ningún riesgo: Antonio Bienvenida, por ejemplo, no murió revolcado por una vaquilla (ni Paquirri, el padre del toreador Francisco Rivera Ordóñez, portó su féretro en Las Ventas). Después de él, y para reivindicar la inocuidad del toreo y su vigencia en la sociedad, otros toreadores han imitado su gesto, o dado a conocer que ya lo habían imitado, como Juan José Padilla, al que un toro le vació un ojo de tremenda cornada hace cinco años y que desde entonces luce, con mucho orgullo y españolía, un magnífico parche en el ojo ausente, amén de unas patillas en hacha que hacen que las de Curro Jiménez parezcan hilos dentales. A Juan José Padilla, diestro siniestro, solo se falta un guacamayo en el hombro para erigirse en la viva imagen de John Silver el Largo, aunque él no sepa quién es John Silver el Largo y prefiera echarse a la cara, y nunca mejor dicho, morlacos que loros. Como se ve, el cretinismo no es solo patrimonio de los clérigos, de cualquier confesión, aunque estos lo cultiven con esmero y perseverancia. El cretinismo aqueja a otros colectivos, como el de los toreros, con dedicación casi religiosa. Y se transmite de generación en generación: de Paquirri a Rivera Ordóñez, pasando por la viuda del primero, una tal Isabel Pantoja, a la que yo he visto salir a un escenario exhibiendo a su hijo, Paquirrín —otro ejemplo de clarividencia—, como un neanderthal exhibiría la cabeza cortada de su enemigo.
Los niños están de moda. Ahora ya no solo los besan los políticos en las campañas electorales, sino que torean vaquillas y hasta acuden al Congreso a ser amamantados. Qué bonita imagen la de Bescansa, creo, cuidando a su rorro en el escaño tan brillantemente obtenido en las últimas elecciones. Qué enternecedor y reivindicativo. Quizá podría seguirse el ejemplo de la podemita con otros grupos discriminados de nuestra sociedad: por ejemplo, algún día podría acudir algún diputado a las Cortes en silla de ruedas, para recordar a los españoles las dificultades que sufren los minusválidos en su vida cotidiana; o bien con su abuelo, octo o nonagenario, para denunciar el miserable estado de las pensiones o la soledad incurable de muchos mayores abandonados por todos. Los ejemplos pueden multiplicarse. El único problema que le veo a semejante desfile de marginados es que los diputados estén demasiado distraídos con su presencia y se olviden de legislar en su favor. A lo mejor valdría la pena que, en lugar de pasearlos por un lugar en el que quizá no tengan mucho que hacer, los padres (y madres) de la Patria trabajaran por ellos (y por todos) con más entrega e inteligencia de lo que han hecho hasta ahora.
Hacienda persigue a los escritores, es decir, el Estado persigue a los escritores, que han cometido la abominación de cobrar una pensión, en la mayoría de casos exigua, si no mínima, cuando también cobraban derechos de autor por los libros que habían escrito, o remuneraciones por las conferencias que habían impartido, o gratificaciones por los bolos en que habían participado. Un escándalo, sin duda. Que alguien que lleva toda la vida cotizando como autónomo caiga en la iniquidad de percibir una jubilación de 600 euros al mes y, al mismo tiempo, cobrar un artículo publicado en un periódico local, dice muy poco en favor de los escritores, a los que considerábamos gente honrada y respetuosa con las normas. No sé a dónde vamos a llegar. Hacen muy bien los inspectores de Hacienda en actuar contra ellos: aquí todos somos iguales. Si un escritor abusa de sus privilegios, que pague; si el tesorero de uno de los principales partidos políticos del país desfalca y evade millones de euros a una impenetrable cuenta suiza, que pague; si los banqueros roban muchos millones de euros y los depositan irrecuperablemente en las Islas Caimán, o bien los dilapidan con una gestión nefasta, con lo que aún son más irrecuperables, que paguen; si muchos grandes empresarios declaran beneficios irrisorios, que paguen; si infinidad de abogados y otros profesionales liberales cobran en negro sus carísimos servicios, que paguen; si Ryanair tributa en Irlanda, que pague. En fin, que el que la haga, que la pague. Al fin y al cabo, sus actividades tampoco son tan distintas: los escritores escriben libros y los tesoreros, empresarios y banqueros también: los de contabilidad, y quizá aún más creativamente que aquellos.
Se han levantado voces de indignación por la tímida o más bien inexistente reivindicación de la figura de Miguel de Cervantes, con ocasión del 400º aniversario de su muerte, sobre todo en comparación con la atención que le está prestando el mundo anglosajón a su 400º aniversario: el del fallecimiento de su escritor universal, William Shakespeare. En realidad, está muy bien así: manteniendo el silencio, el misterio, sobre un determinado autor, se lo potencia más que vociferándolo y divulgándolo. Divulgar a un autor es plebeyo. Cuánto mejor no es mantener esta actitud aristocrática, que reclama el acceso disimulado, íntimo, secreto, a su obra. De hecho, la mejor forma de actuar en su favor sería prohibirlo: así la gente sentiría la atracción morbosa por conocer lo prohibido, por quebrantar el tabú de la interdicción. El Quijote se compraría discretamente en las trastiendas de las librerías de viejo, cuando la policía no acechase, y se llevaría a casa bien escondido en la mochila, aunque siempre con el temor de que un municipal o un secreta lo parase a uno por la calle y le obligara a vaciar el macuto (los macutos siempre son sospechosos). Y cuanta más pena de cárcel se impusiera a los lectores de Cervantes, más se haría por su literatura, más por su difusión y su prestigio. Se leería febrilmente, en rincones en penumbra, con la compañía, quizá, de un whisky fervoroso y, los fumadores, de una sucesión ansiosa de pitillos, temblando por la excitación del descubrimiento y la transgresión. A los niños, en cambio, hay que preservarlos de su nefasta influencia. Los niños están mejor en las tientas de vaquillas o los escaños del Congreso.
Se acaba de desvelar la enésima trama de corrupción organizada del PP en Valencia, por la que se ha detenido ya a 50 personas. Valencia ha sido el far west del choriceo patrio, aunque Madrid sigue esforzándose por no quedar descolgada y en Cataluña se ha hecho todo lo posible por equipararse al nivel general de mangoneo, y aun excederlo. Yo me imagino una del Oeste, rodada en la Albufereta, con Eduardo Zaplana de terrateniente del pueblo, Rita Barberá de madame del saloon, Francisco Camps de predicador borrachín, Carlos Fabra de tahúr impasible y Alfonso Rus de matón de gatillo fácil. Uno de los detenidos en esta nueva redada es, precisamente, el tal Rus, el inefable alcalde de Xàtiva, presidente de la Diputación de Valencia y también presidente del PP valenciano, al que se grabó el año pasado contando billetes de una mordida en un coche. (Ignoro si el presidente le ha mandado un SMS recomendándole fortaleza). La putrefacción del PP es general y sistemática. Y la putrefacción moral de quienes lo siguen votando, también. Que Rajoy continúe diciendo, como lleva haciendo estos años, que la corrupción es un problema individual y que en todas partes cuecen habas, es la mejor prueba de su pasividad personal, su ceguera política y, lo que es peor, su falta de estatura ética. Al parecer, el PP en Valencia va a ser disuelto y sustituido por una gestora. Eso es lo que sucedió en Marbella, por primera y hasta el momento única vez en la vida política española: el ayuntamiento de aquel político preclaro, Jesús Gil, fue reemplazado por una gestora, bajo control judicial. Pero es que Jesús Gil era digno de militar en el PP.
jueves, 28 de enero de 2016
Guildhall y el anfiteatro romano
La Guildhall Art Gallery —una de las pocas salas de arte importantes que nos quedan por conocer en Londres— contiene la colección de pintura y escultura de la City de Londres. Es un edificio moderno, construido en 1999 en estilo semigótico para sustituir a uno anterior, dañado por los bombardeos alemanes en 1941. El hecho de que se asemeje al edificio adyacente, asimismo llamado Guildhall, sede durante siglos del ayuntamiento de la City, cuya frontispicio luce la magnífica leyenda Domine dirige nos, es loable para garantizar la coherencia arquitectónica del conjunto, pero resulta contradictorio con que, en la misma plaza, enfrente de ambos, se alce el actual ayuntamiento de la City, un edificio monstruoso y gris, edificado a base de gigantescos cubos. Llegamos a la hora de comer, con la esperanza de hacerlo en el restaurante del museo: casi todos lo tienen en Londres. Entramos —la visita es gratuita: ¡albricias!— y nos dirigimos, salivando, al No Colour Bar, que, para nuestra satisfacción, está anunciado, con cartelones muy grandes, en todas las salas. Sin embargo, el No Colour Bar no es un bar, sino una exposición de arte negro. Maldecimos, por una vez, las manifestaciones antirracistas y salimos, en busca de alguna solución para el hambre. Nos encontramos en el centro de la City, uno de los lugares más inhóspitos de Londres los fines de semana: aquí todo está dispuesto para atender a las docenas de miles de ejecutivos y brokers que trafican con nuestro dinero en el mundo, de suerte que, cuando no hay ejecutivos ni brokers, el lugar se queda desolado: los bares están cerrados, las tiendas están cerradas y apenas hay nadie por la calle (aunque esto me gusta). Por suerte, encontramos un pub agradable a poca distancia de Guildhall, el Ye Olde Watling, construido, al parecer, por Christopher Wren, el archiarquitecto inglés, para alojar a los obreros que trabajaban en la reconstrucción de la catedral de Saint Paul, tras el gran incendio de 1666. Lo hizo con la madera proveniente de barcos desguazados, algunos de cuyos tablones sobreviven todavía. Allí dibujaba también Wren los planos de la nueva catedral, quizá en el espacio en que nos sentamos hoy para dar cuenta de sendos contundentes pasteles de carne, regados con cerveza y sidra, cuya devoración, no obstante, se ve emborronada por el Happy birthday to you! que los empleados del pub le cantan a una parroquiana, con desfile de pastel con velitas incluido. Estas pequeñas ceremonias públicas, entre mercantiles y familiares, siempre me han dado vergüenza ajena, pero a los ingleses parecen encantarles. Regresados a Guildhall, nos atrevemos esta vez a sumarnos a una visita guiada. Las visitas guiadas nos gustan tan poco como los viajes organizados, pero hay que reconocer que, a veces, si el guía es bueno, puede uno aprender mucho. La colección contiene unas 4000 piezas, de las que apenas se exponen 250. Su origen es singular: tras el incendio de 1666, un equipo de veintidós jueces se pasó dos años resolviendo en este lugar las disputas entre vecinos, inquilinos y caseros por los derechos y propiedades arrasados por el fuego y, dado que la ciudad no tenía dinero para recompensarlos, decidió agradecerles su labor pintando un retrato de cada uno de ellos. Esos veintidós cuadros constituyeron el fondo inicial de la galería, que se ha ido incrementando hasta hoy. En la visita a las salas, veremos uno, y con eso nos bastará. En realidad, todos eran iguales: un gran corpachón con una toga roja, sobre un fondo tribunicio; lo único que cambiaba era la cara del magistrado, que en algún caso, como el que tenemos ante nosotros, resultaba demasiado pequeña para el cuerpo. Obviamente, este cuadro del juez microcefálico solo tiene un interés histórico. Lo mejor de la galería está en otras partes, sobre todo en la gran cantidad de arte victoriano que constituye el núcleo de la colección. Destacan varias piezas prerrafaelitas y, en particular, la magnífica La Ghirlandata, de Dante Gabriel Rossetti, aquel desdichado poeta y pintor que enterró toda su poesía inédita en la tumba de su joven esposa, que se había suicidado con láudano después de dar a luz a un niño muerto, y que luego, a petición de sus amigos, la desenterró para publicarla. Hay que ver lo que hacen los poetas por publicar. Para más inri, el tremebundo gesto ni siquiera le sirvió para ganarse el favor de los lectores: la crítica vertió juicios vitriólicos sobre su poesía, considerada inapropiada y ofensiva: era nada menos que carnal. La guía, en cualquier caso, subraya el valor de La Ghirlandata —de la que William Morris dijo que era el cuadro más verde que existía, y no se refería a lo mismo que los críticos de su literatura, sino al hecho de que está compuesto con unos tonos verdes arrebatadores— asegurando que, si hubiera un incendio en la galería, este sería el cuadro que los administradores se apresurarían a salvar. (El fuego ciñe, fáctica o idealmente, el devenir de la Guildhall). Vemos otras piezas interesantes, como los dos sermones de John Everett Millais —un díptico que parece anticipar algunos rasgos de Norman Rockwell— y el delicadísimo La lección de música, de Frederic Leighton, así como una muestra, también muy atractiva, de la pintura naïf de Matthew Smith. La guía nos lleva a continuación a un piso inferior, donde hay una pequeña exposición conmemorativa del 400º aniversario de la muerte de William Shakespeare. La exposición es reducida, en efecto, pero impresionante: contiene la escritura de compra de una casa en Blackfriars por parte de Shakespeare, con su firma auténtica (que solo se ha identificado en seis documentos; a Ángeles le parece un garabato más que una firma y se pregunta si Shakespeare no sería una mujer: sin saberlo, se ha sumado a la legión de gente que sospecha que Shakespeare no fue Shakespeare, sino otra persona. ¿Qué tendrá el dramaturgo para hacer sospechar siempre, y tan radicalmente, de su identidad?) y un ejemplar del Primer Folio, la edición príncipe de sus obras, aparecida en 1623. La muestra se completa con dos voluminosos libros: uno con la minuciosa regulación que afectaba a la actividad teatral (que se consideraba propia, en aquella época, de vagos, maleantes, indeseables y putas), por ejemplo, no se podía salir bailando del teatro, porque eso inducía al desenfreno y, ulteriormente, a la fechoría; y otro con las innumerables y no menos minuciosas quejas de los honrados vecinos de Londres por el comportamiento inaceptable de los teatreros. Pero, con ser todo lo visto muy estimable, lo más fascinante de la Guildhall Art Gallery es el anfiteatro romano que alberga. Cuando se estaba construyendo el edificio, en 1988, se dio con sus ruinas, a quince metros de profundidad. Todas las ciudades romanas importantes tenían un anfiteatro, y los arqueólogos estaba seguros de que también debía de haber uno en el subsuelo de Londres, pero no se sabía dónde. Hasta que apareció aquí. Un primer anfiteatro de madera se construyó en 70 d. C., veinte años después de la fundación de Londinium, y en el s. II se edificó en piedra, cuyos restos contemplamos hoy. En sus momentos de esplendor, acogía a más de 6000 personas. Pero dos siglos más tarde se abandonaría definitivamente: el espacio que ocupaba se utilizó como vertedero y los habitantes de la ciudad, sajones, se llevaron las piedras para construir otros edificios y sus propias casas. Hoy quedan los cimientos y los restos del sistema de desagüe, con las maderas originales: algunas piezas siguen perfectamente encajadas. También la arena que recubre el recinto es original: la misma que pisaban los espectadores y los gladiadores de hace casi dos mil años. Para mi decepción, los gladiadores no luchaban entre sí. No hubo aquí nunca combates entre personas, sino entre personas y animales: perros, lobos, osos. La cosa se me hace un poco descafeinada, pero qué le vamos a hacer. La guía nos indica un punto de los sillares conservados en los que se aprecian todavía los agujeros donde se encajaban las puertas de metal de las jaulas en las que las fieras esperaban la salida al coso. Al otro lado esperaban sus matadores o sus víctimas. Entre número y número, para entretener al público con divertidas amenidades, se celebraban también ejecuciones en el anfiteatro. La gente comía, bebía y se solazaba. Qué estupendos eran los días de circo. También nosotros lo hemos pasado bien. No hemos visto a ningún luchador despedazado por un sttafordshire bull terrier o un oso pardo, ni a ningún caco colgando de una soga, pero hemos disfrutado igualmente. Cuando salimos, al lado de la iglesia de Saint Lawrence Jewry, vemos un poste de teléfono de la policía, gratis y azul. Desde aquí se podía avisar a la fuerza pública de cualquier desmán. Pero ya no: un cartel anuncia que no funciona y que para telefonear hay que utilizar un teléfono público, rojo y de pago. Ah, cómo cambian los tiempos.
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