A partir de un cierto momento, desde que, digamos, se consolida la presencia de uno en el mundo literario -como poeta, como traductor y, sobre todo, como crítico-, los libros comienzan a afluir con regularidad al buzón. Recuerdo la última vez que estuve en casa de Antonio Gamoneda: el hombre me enseñó, desalentado, un habitación llena de libros. Estaban por todas partes: en el suelo, en los rincones, encima de una mesa enorme. Había centenares. "Y estos son solo", precisó Antonio, "los que he recibido el último mes". Yo hacía tiempo que no le enviaba nada por correo, porque intuía el atropello, y aquella visión abrumadora me ratificó en mi decisión: no quería contribuir a su agobio, pero tampoco que mi libro pasara inadvertido en semejante catarata de celulosa. Yo no soy Gamoneda, claro, y, por lo tanto, no recibo cientos de libros al mes. Sin embargo, algunos llegan, siempre llegan. Al regreso de mi periplo por las Españas, me encuentro con cuatro poemarios esperándome en casa. El primero, Madera, publicado por Polibea, es de un autor de Sabadell, Sergi Gros (en su ciudad hay, por cierto, un muy activo grupo de poetas en catalán y castellano, articulados en torno a las colecciones de Els papers de Versàlia; uno de ellos es un buen amigo, Esteban Martínez), que ha conseguido para su libro un singular frontispicio de, precisamente, Antonio Gamoneda, en el que el autor de Descripción de la mentira teje una salutación poética, mezclando sus propios versos con algunos del volumen prologado, en cursiva, y rematándola con uno, entrecomillado, de Canción errónea: "Cabe, incluso, que nuestras antorchas hayan/ congregado a los peces./ Ahora, con las manos huérfanas del cuchillo,/ distinguimos apenas el metal y la llaga. Lo demás es olvido./ El destino no existe y la muerte es un vano/ suceso natural. Simplemente,/ se ha acabado el camino. Eso es todo. Nos queda/ "madera enloquecida, sí, madera solo". El segundo libro es Luna muerta, de Teresa Domingo, una poeta y dramaturga de Tarragona (donde también hay un grupo muy notable de escritores amigos, en castellano -Ramón García Mateos, Juan López-Carrillo- y en catalán y castellano -Alfredo Gavín-). Se trata de un sonetario sobre el motivo de la sangre y sus ciclos vitales, inspirado por Juan Eduardo Cirlot: cada soneto es precedido por un verso suyo. El libro, que cuenta también con las ilustraciones de David Zarza González, es un ejercicio de cosmopolitismo: lo ha publicado Latin Heritage Foundation, con sede en Washington, e Iván Díaz Sancho, otro poeta tarraconense, ha redactado el prólogo en Kyoto, bajo la advocación de un epígrafe de Oppiano Licario, de Lezama Lima. Este es el soneto inaugural de Luna muerta: "Mi bóveda de acero consumido/ es masa de alma, espíritu desierto,/ y desciende y camina como un muerto/ el oscuro fulgor de lo no sido.// Es aquella que me ama desde el cielo/ con un odio tan fiero y derrotado/ que ennegrece la furia del soldado/ y agoniza en los rayos de su vuelo.// Madre luna, el licántropo te pide/ un ramo de blancura con un lirio/ que en la nieve y el ángel se refleja.// La negrura en su lecho se decide/ a mecer la locura y el delirio/ de una luz envolvente que se aleja". Otra mujer, Pilar Blanco, una poeta de ya larga y distinguida trayectoria, nacida en El Bierzo, como Juan Carlos Mestre, pero residente en Alicante, me envía su aliterativo Alas los labios, publicado por Olcades, cuya colección de poesía dirige mi buen amigo Angel Luis Luján Atienza. Transcribo el poema "El filo de la espada": "Como con una espina sutilísima/ o el dardo que lanzaron en trayecto de siglos/ quienes me precedieron en una misma angustia,/ en similar pulsión,/ me atraviesa el lenguaje y me hace humana,/ de su dolor asida,/ del agua turbulenta de mi voz y sus células". Por último, Manuel Montobbio me regala Mundo. Una geografía poética, su poesía completa, publicada por Icaria, a la que hay que sumar su también recientemente publicado Guía poética de Albania. Mi relación con Manuel es anterior a su ingreso en el proceloso mundo -y nunca mejor dicho- de la poesía: fuimos compañeros de carrera en la Universidad de Barcelona; ambos estudiamos Derecho entre 1980 y 1985. Fuimos compañeros y también adversarios: los dos queríamos ser delegados de clase en segundo curso, pero ganó él, por fortuna para el resto de los estudiantes. Manuel se hizo diplomático después y ha ocupado, con brillantez, diversos puestos de representación, tanto en España como en el extranjero. El conocimiento de otros países y otras realidades le ha proporcionado muchas de las experiencias que ha trasladado, en una paciente labor de decantación estética, a su poesía, así como muchas de las ideas que ha desarrollado en su también brillante labor ensayística. El resultado es Mundo, un libro vasto, sutilmente trabado, intensamente humano, viajero y, a la vez, entrañado. Así dice "Poetas que escriban poemas": "Pido poetas que escriban poemas/ de vida/ de cada día/ poemas como cadenas/ de libertad/ poemas como trincheras/ de ilusión/ en los campos de la desidia/ poemas para cambiar el mundo/ y hacerlo nacer/ de nuevo/ hermoso/ a golpes de sonrisa/ y de ensueño/ poemas como disparos de vida/ contra tu corazón/ para hacerlo latir/ de esperanza/ poetas que sean tan solo/ hombres/ de a pie/ poetas pequeños y poca cosa/ que solo sepan hacer de la vida/ poesía". Entre todos han conseguido que no me falte lectura estos días. Y yo se lo agradezco de corazón.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
martes, 31 de diciembre de 2013
lunes, 30 de diciembre de 2013
Alan Turing, el homosexual
El inglés Alan Turing fue un matemático y criptógrafo excepcional. Su biografía está salpicada de hechos que anuncian ese carácter singular: aprendió a leer por sí solo en tres semanas, y su determinación por saber era tan grande que, a los dieciséis años, y pese a la huelga general que paralizaba al país, recorrió las 60 millas que separaban la ciudad de Southampton del internado en el que estudiaba para asistir a clase. Sin haber concluido siquiera los estudios de cálculo, ya resolvía problemas irresolubles e infería de los trabajos de Einstein las críticas que este no había llegado a formular a las leyes de Newton. Pero no sentía el mismo interés por el estudio de los clásicos y las humanidades que por el de las matemáticas. Por eso suspendió algunos exámenes y solo pudo entrar en el King's College de Cambridge, en lugar de en el Trinity, que es donde le habría gustado hacerlo. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Turing era ya un científico reputado, cuya intervención fue decisiva para descifrar los códigos de la máquina Enigma, aquel artilugio diabólico que los nazis habían diseñado para que sus comunicaciones fueran indescifrables, y que estaba haciendo que los submarinos alemanes machacaran a los cargueros que iban y venían de las Islas Británicas en el Atlántico, cuyos suministros resultaban esenciales para la supervivencia de la isla y, por lo tanto, para resistir a Hitler. El trabajo de Turing fue, pues, esencial para el esfuerzo bélico, y acortó la guerra, según algunas estimaciones, más de dos años. Eso supuso que se salvaran miles, quizá millones de vidas en el conflicto. Acabado este, siguió investigando en el mundo de la computación y la inteligencia artificial, y estableció, de hecho, las bases de la informática moderna. Así, en 1946, presentó en el Laboratorio Nacional de Física un estudio que se convertiría en el primer diseño detallado de un ordenador automático. Sin embargo, y pese a todos estos méritos y aportaciones, Turing tenía un problema, además de sus orejas despegadas: era homosexual. Su homosexualidad había determinado ya algún hecho muy relevante en su vida: en 1930, su compañero de juventud, Christopher Morcom, había muerto repentinamente, y Turing había renunciado a su fe, convencido de que no podía haber un Dios que permitiera semejante crueldad. En aquella época las prácticas homosexuales eran ilegales en Gran Bretaña, pero la sociedad británica atemperaba la dureza de la ley con el bálsamo de su hipocresía, y fingía no reparar en ellas si no resultaban escandalosamente evidentes. Por desgracia, en 1952, Turing presentó una denuncia ante la policía, porque alguien había entrado a robar en su casa -al parecer, con la complicidad de su entonces amante, Arnold Murray-, y, en el curso de las investigaciones policiales, él mismo reconoció su sodomía. Los agentes de la autoridad le acusaron entonces de "indecencia grave y perversión sexual", los mismos cargos que habían recaído en Oscar Wilde hacía medio siglo. Turing no creía que tuviera nada de qué disculparse y renunció a defenderse. Fue declarado culpable, aunque se le permitió elegir entre ingresar en prisión o someterse a la castración química. Optó por esto último. Las brutales inyecciones de estrógenos que recibió durante un año le hicieron engordar, que le crecieran mamas y que sufriese impotencia. En 1954, murió por haber comido una manzana de su laboratorio impregnada de cianuro, aunque todavía no se sabe si fue un descuido -como alegó su familia-, un suicidio -como sostiene la tesis oficial- o un asesinato -como han elucubrado los inevitables partidarios de la conspiración-. Muchos creen también que el símbolo de Apple, una manzana mordida con los colores del arco iris, es un homenaje a Turing: a su muerte y a su homosexualidad. Hace pocos días, se ha sabido que la reina de Inglaterra ha dictado el perdón definitivo a Turing, después de que el Parlamento británico se lo negara en 2010, alegando que no podía exonerarse a nadie por actos que constituían delito cuando fueron cometidos. (Falta por saber si Turing sería tan magnánimo con la reina de Inglaterra y el Parlamento británico: él es, realmente, quien debería impartir, o no, el perdón). Si está bien que los poderes públicos sepan rectificar las injusticias (y los ingleses, que solo han tardado en este caso cincuenta años en hacerlo, han demostrado una celeridad que pulveriza al Vaticano, que ha necesitado quinientos para reconocer que se le fue la mano con Galileo, por ejemplo), resulta terrible pensar que un país que alega ser la cuna del liberalismo y abanderado de la civilización pueda castigar a alguien que le ha hecho tanto bien por el delito de amar a personas de su mismo sexo. Hoy en día, en muchos países del mundo las actividades homosexuales todavía son delito (salvo que se crea que la homosexualidad no existe en ellos, como en Irán, donde todos son muy machos; enturbantados, pero machos), y los gays pueden acabar en la cárcel y hasta ejecutados, por no hablar de la persecución cotidiana y el rechazo social que padecen. Las religiones tienen mucho que ver con este acoso y esta condena. La iglesia católica, en particular, que se alía con dictadores y bendice matanzas, pero que no disculpa el menor desliz sexual, se ha significado históricamente por su denostación del amor per angostam viam. Hace poquísimo, los obispos españoles, esos adalides de la modernidad, seguían proclamando que la relación homosexual es una relación contra natura y "moralmente desordenada". Lo que a mí me parece contra natura es el celibato, que ellos ejercen (aunque lo alivien con algún mozalbete propicio o alguna muchachita temerosa de Dios), y que está por completo ausente de la naturaleza, a diferencia de la homosexualidad, cuyas prácticas se han documentado en más de 800 especies animales; y lo que se me antoja moralmente desordenado es que personas ignorantes del sexo y del amor condenen las conductas de adultos conscientes en virtud de unos preceptos particulares dictados por un Dios que solo existe en sus mentes. En el manual de instrucciones del cristianismo, Jesús dijo: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado"; y también: "Ama al prójimo como a ti mismo". No dijo: "Amaos los unos a los otros, siempre y cuando seáis de distinto sexo, como yo os he amado", ni "Ama al prójimo, pero solo heterosexualmente, como a ti mismo". Habría que impartir un cursillo de actualización a los curas, y a los clérigos de toda laya, para que recordaran que lo importante es el amor, y no el sexo del amado. Bendito sea, pues, Alan Turing y todos los que comparten su forma de querer. Ojalá hubiera menos sacerdotes, y muchos más como él.
domingo, 29 de diciembre de 2013
Los libros del año de El País
Ayer me llevé una sorpresa: Insumisión, mi más reciente poemario, aparecía como el tercer libro del año, en el género de poesía, en la lista publicada en el suplemento Babelia, de El País. La sorpresa fue especialmente grande, porque yo, para sobrevivir, me he educado en el desdén al desdén ajeno. Dicho de otro modo: como desde que gané el Premio Adonáis, en 1995, no he vuelto a obtener reconocimiento alguno, me he avezado a no reparar en la falta de reconocimiento. Escribo lo mejor que puedo y que sé, publico lo mejor que me dejan, defiendo esa publicación tanto como me lo permiten mi tiempo y mis fuerzas, y luego ya no atiendo a lo que suceda con el libro: encontrará, o no, a sus lectores; interesará, o no, a los críticos; e ingresará, o más probablemente no, en las listas de libros ensalzados, galardonados o antologados. Pase lo que pase, lo único que yo he de hacer, mientras crea que tengo algo que decir y que puedo hacerlo persuasivamente, es seguir escribiendo, que es lo único para lo que sirvo, y lo único que me justifica. No hay que haber estudiado Psicología para saber que se trata de un mecanismo de defensa: como me gustaría que me premiaran, pero no me premian, tengo que protegerme de la frustración, y esa protección no es otra que la indiferencia: me aíslo de los resultados adversos no dándoles importancia, omitiéndolos, haciendo como si no existieran: como algunos acusados por la justicia especialmente combativos, no reconozco su jurisdicción, y sigo adelante. Siempre hay una punzada de dolor, pero con los años he conseguido que sea mínima, un brevísimo arañazo en la autoestima que restaño de inmediato, girando la página del periódico o del libro, o cerrando la web que estaba visitando. A veces me consuela también pensar que esto de los premios es radicalmente azaroso: que responde a una delicada y compleja conjunción de circunstancias, entre las que figuran la amistad o enemistad, las conveniencias editoriales, la cercanía ideológica o estética, los afanes políticos y, como un factor esencial, la suerte. Todo eso es cierto, pero también que algunos consiguen que ese conjunto de factores siempre juegue a su favor, y otros, que no lo haga casi nunca. He dicho antes que en 18 años no había obtenido otro reconocimiento poético que el que ayer me proporcionó la selección de los críticos y periodistas culturales de Babelia, pero no es exacto: hace algunos años, Cuerpo sin mí, publicado por Bartleby, fue votado como el quinto o sexto -ya no lo recuerdo- mejor poemario del año por los lectores de la página Addison de Witt, aquella singular web de crítica poética que mantuvieron -creo que ha cerrado ya; al menos, no constan entradas desde el pasado abril- media docena de poetas revestidos de la ferocidad que les proporcionaba el anonimato. Aquello también fue satisfactorio, porque la mención no la otorgaban los integrantes del colectivo, sino los propios lectores. En la lista de ayer de El País -y me centro en la poesía, tanto en español como traducida, porque es el ámbito que conozco mejor-, no me sorprende la victoria de la obra completa de Blas de Otero, publicado por Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, un libro esencial y, tras tantos años de publicaciones parciales (alguna de las cuales he reseñado yo mismo, como Hojas de Madrid con La galerna, en 2010), imprescindible, para cuyo alumbramiento me consta que ha sido fundamental el empuje y la coordinación de mi buen amigo Jordi Doce. Aplaudo sinceramente, pues, la elección de los críticos. Los demás compañeros de podio han sido, por orden decreciente, Julia Uceda, con Escritos en la corteza de los árboles, Antonio Hernández, con Nueva York después de muerto, y Ada Salas, con Limbo y otros poemas. En poesía traducida, los agraciados han sido, en primer lugar, William Blake y sus Libros proféticos, y luego Mahmud Darwix, Arthur Rimbaud, Jorge de Sena y Anne Sexton. Llama la atención, de entrada, la ausencia de algunas de las editoriales, digamos, clásicas del país, como Tusquets, Visor o Hiperión, que no han colocado a ningún autor entre los seleccionados en ambas categorías. Particularmente, celebro que se asomen a las listas sellos minoritarios (si es que no es una tautología, tratándose de poesía), o menos difundidos, como Calambur, Bartleby o Linteo, y me felicito también por que esté ahí la traducción de Illuminations, un nuevo trabajo de Xoán Abeleira, uno de los mejores -y más laboriosos- traductores del país. En el extremo contrario, discrepo de la elección de la Poesía completa de Anne Sexton, que se me antoja una poeta sobrevalorada, a la que ha perjudicado, además, la abominable traducción de José Luis Reina Palazón (y que también he reseñado: http://www.letraslibres.com/revista/libros/rats-live-no-evil-star). Las listas son, sí, discutibles, relativas y, a veces, estúpidas, pero también inevitables, indicativas y, a veces, razonables. La de ayer, con todos sus defectos, me dio una alegría, como también me la dieron los amigos que me escribieron o me telefonearon para felicitarme. Hoy me siento agradecido, aunque mañana vuelva a sentirme solo y confuso ante la página en blanco, y convencido de que el destino de lo que escriba será, muy probablemente, el silencio.
sábado, 28 de diciembre de 2013
En Cal Jep
Pasamos el día con Agustín y José Antonio en Cal Jep, su casa y su finca de helicicultura. Allí suelen organizar encuentros con los amigos, a veces muy concurridos. Son memorables, como creo haber contado ya en este diario, las calçotades, esas orgías de devoración de los célebres cebollinos catalanes (y no me refiero con ello a ceremonias antropofágicas de políticos de la tierra), bien untados en romesco, que suelen concluir con los comensales desparramados en los asientos, entregados a una digestión pedregosa. Pero hoy solo estamos Agustín, José Antonio, Ángeles y yo. Feli, la madre de Agustín, nos ha preparado unos burritos de espinacas, en atención a los triglicéridos desmelenados de su hijo (y, aunque ella no lo sepa, también de los míos), unas setas a la brasa y la pièce de resistance, un rabo de toro con patatas y alcachofas. Yo, aunque me defino como bípedo racional (a veces) y omnívoro, no soy muy amigo del rabo de toro, que acumula demasiada grasa y demasiado hueso: comer debería ser un proceso directo, desembarazado, como el buen lenguaje, y no una minuciosa pelea con la anatomía de lo comido. Esta escasa predilección por el platillo me ha supuesto alguna situación incómoda en Córdoba, cuna del condumio, donde el dueño de un bar en el que nos habíamos acomodado, al saber que no me gustaba, y sintiéndose ofendido en su espíritu patriótico-gastronómico, me trajo, pese a mis protestas, una buena ración a cuenta de la casa, porque no podía ser que a alguien, y más si era foráneo, no le gustase el rabo de toro; y debo admitir que ha sido el mejor que he comido nunca, aunque en mi fuero interno siguiera maldiciendo aquella gelatinosa acumulación de nervios, cartílagos, vértebras y otros grumos inmasticables. Acabado el ágape, salimos los cuatro a pasear, para bajar algo la comida. La acumulación de tiberios navideños, a los que se suma este, inesperado, ha convertido nuestros estómagos en una suerte de espacio aluvial, donde se van depositando los alimentos en capas freáticas, en estratos geológicos. Despejar este amontonamiento pétreo va a requerir muchos días de bicicleta elíptica y de ascesis. Al dejar la casa de José Antonio y Agustín, observamos a los gatos en otro amontonamiento: tres se han juntado, en el alféizar de una ventana, uno encima de otro, para darse blandura y calor. Agustín observa que el mayor de ellos, Mariano, que tiene ya catorce o quince años, está dando muestras de una senilidad preocupante. Siempre había sido muy activo, pero ahora se mueve con parsimonia. Quizá no sobreviva a este invierno. Los paisajes que rodean a Cal Jep son extraordinarios: una bellísima extensión de valles y llanuras entre lomas y serranías, en la que se alternan las arboledas y los campos de labor. El día es de una claridad dolorosa. Ayer hubo viento, y se llevó todas las brumas, todas las borrosidades. Vemos, a lo lejos, pero como si estuviera muy cerca, Montserrat, con sus pináculos de granito. Caminamos por senderos irregulares, flanqueados por pinos, almendros y árboles frutales. De vez en cuando, una rapaz nos sobrevuela, y hasta se cierne sobre nosotros, como si considerara la posibilidad de hacernos su presa. No hace frío: parece una jornada otoñal. Charlo con Agustín de literatura. Me pregunta por este blog, y me dice que a veces le sorprende su crudeza. Le doy la razón en que, en ocasiones, he cedido a la tentación de decir, no solo el pecado, sino también el pecador, y que hacerlo supone una acritud probablemente innecesaria. Por eso, en todos los casos, he retirado al día siguiente el nombre del, para mí, pecador, y dejado solo una alusión anónima. Sin embargo, creo también que, a menudo, la claridad se confunde con la crudeza. Estamos tan poco habituados a ser estrictamente informativos, a decir sin tapujos lo que queremos decir, a hablar sin eufemismos, circunloquios, enrevesamientos ni ambigüedades, que cualquier mensaje directo, inmediatamente accesible, nos resulta incómodo, casi chirriante. Esto lo había observado ya en la Administración Pública. Como es el reino del barroquismo idiota, de la vaciedad técnica, de la cháchara impersonal y despersonalizadora, cualquier mensaje claro, o sencillamente humano, se interpreta como una agresión. Allí se trata de que las cosas se entiendan lo menos posible: toda superfluidad es bienvenida. Pero en el mundo de la literatura -que no deja de ser, simplemente, otro registro lingüístico-, eso también se produce. El blog, como cualquier forma autobiográfica o confesional, solo debe ser discreto si es imprescindible que lo sea. Ha de rehuir la crueldad gratuita, pero no la exposición franca de los hechos y los sentimientos. El blog, tal como yo lo veo, no está para velar, sino para desvelar. Lo que no significa que haya de hurgar, porque sí, en asuntos bajos o comportamientos deleznables, pero sí ha de comunicar, sin otras máscaras que las requeridas por la elegancia, lo que afecte al dicente: lo que constituya su ser, y la razón de su habla.
viernes, 27 de diciembre de 2013
Cruzando las Españas
Ayer fuimos en coche de Madrid a Barcelona. Anteayer lo habíamos hecho de Hoyos a Madrid. Las primeras veces que hicimos este recorrido, se me antojaba un viaje casi de descubrimiento, lleno de aventuras posibles y paisajes fascinantes. Hoy me parece, simplemente, espeso. Ha ganado la familiaridad de lo que se ha hecho muchas veces, y eso lo aplana, le roba toda rareza. Envejecer es que nada se viva ya por primera vez. Sin embargo, en este itinerario tan fatigado y tan fatigoso, en el que el tiempo parece dilatarse como la estepa soriana, uno aprende a descubrir lo sorprendente en lo más nimio, en lo más cercano. Como en la vida cotidiana, en realidad. Me siento fascinado, por ejemplo, por los locales de carretera, y, cuando entro en alguno de ellos, no puedo dejar de pensar en mi amigo Agustín Fernández Mallo, que ha hecho de estos espacios híbridos, fronterizos, en la linde justa entre la arquitectura y la nada, un lugar de reflexión y de alumbramiento poético. En el viaje de ayer, entramos en un motel. Sí, como en las películas americanas: un motel de carretera, cuya placa azul a la entrada lucía, no una hache, sino una eme mayúscula, encima de dos estrellas. Ni siquiera sabía que esta categoría hostelera existiese en España. Las habitaciones se sucedían, una al lado de la otra, bajas, con una puerta y, casi pegada a ella, una ventana, exactamente igual que en el motel de los Bates, en Psicosis, aunque todo era aquí un poco más rústico, y el paisaje que se desplegaba ante nosotros no era una carretera, sinuosa y enigmática, entre colinas, sino una autopista sin ninguna doblez, castellanamente recta, entre desiertos. En el bar del motel, tomamos un par de cafés con leche. Nos divirtió observar que el pan de leña se vendía por un valor de un euro. Así lo decía el papelote en el que se anunciaba el producto: "Pan de leña. Valor: 1 euro". Otra asociación literaria me llevó a Antonio Machado: "Todo necio confunde valor y precio". El precio era un euro; su valor, para alguien que entrara con hambre y con frío, era muy superior. No le hice ninguna de estas observaciones a la camarera -mulata y, por su acento, seguramente de algún lugar del Caribe- que nos atendió, y que seguramente pensaba que la palabra "valor" es mucho más valiosa que "precio". El precio es común, vulgar, proletario: todo tiene un precio y, en consecuencia, carece de elevación, de singularidad alguna. En cambio, no todo tiene valor: el valor es algo excepcional y, por lo tanto, prestigiante. Su pan de leña cobraba, con esa denominación, un aura de mérito que ningún panadero había imaginado hasta el momento. En realidad, el proceso mental que había llevado a la mulata, o a los responsables del bar, a escribir "valor" en lugar de "precio" era el mismo que aqueja a tantos -sobre todo, a políticos, ejecutivos y periodistas-, y que consiste en sustituir una denominación sencilla, directa, por otra polisilábica o innecesariamente alargada. Creen que tecnificando, que enrevesando la expresión enriquecen el pensamiento, cuando es justamente al revés: lo enfangan y, lo que es más grave, revelan escasa confianza en su propia razón, que no consideran suficiente, si se muestra desnuda, para seducir o convencer. Nuestra siguiente parada, doscientos kilómetros más allá, fue en otro restaurante de carretera. Este, sin embargo, era más clásico: uno de esos locales de toda la vida, que se pueden encontrar, sin diferencias discernibles, en Cádiz y en Pontevedra, en Albarracín y en Gerona. Allí me sentía como en casa. Ah, esos jamones colgados encima de la barra, con esos paragüitas al revés pinchados abajo, para recoger la grasilla que sueltan; ah, esas longanizas, esos lomos tan bien dispuestos, en ristras castrenses, despidiendo olor a establo; ah, esos muebles castellanos, de madera y esparto, ideales para la desviación de la columna vertebral; ah, esos cedés de Los Chunguitos, de Raphael o de Juanito Valderrama, anunciando delicias musicales sin cuento; ah, esas pelis del Oeste de los años 40, o de Paco Martínez Soria de los 50, o de Ursus, aquel gigantón de los peplums de los 60 que yo veía en el cine del colegio, las tardes de domingo, por un duro, mientras comía Conguitos; ah, esas frutas escarchadas, esas tabletas -que más bien parecen tablones- de chocolate, esos mantecados, o polvorones, o sobaos de la tierra apilados en un rincón del local, junto a las revistas guarras y a los juguetes de plástico; ¿y qué decir de los baños, con ese perfume a zotal, con esas guirnaldas de orina al pie de la taza -vueltas, al cabo de unas horas, una película amarillenta y untuosa-, esos inodoros sin papel y esos lavamanos sin jabón? Allí tomamos otro café, que nos sirvió un camarero infinitamente aburrido. Llevaba pajarita. Y mientras uno miraba por los ventanales que daban a más desiertos, por los que soplaba un cierzo criminal, aquella pajarita revoloteaba a nuestro alrededor, limpiando vasos, o la barra, o recolocando las napolitanas de chocolate o las morcillas de Burgos petrificadas en el mostrador, o espantando alguna mosca contumaz, hasta posarse otra vez en una quietud desesperada, hecha de tedio y vaciedad y repetición. Aquella pajarita volaba por el local como un colibrí de luto en una cueva sin nadie.
jueves, 26 de diciembre de 2013
25 de diciembre
Paseo por la mañana por el Retiro, un lugar con límites, pero siempre inacabable. Hay poca gente por las calles, pero bastante en el parque. Enseguida me llama la atención un jogger, de los muchos que cruzan la ciudad (será que la crisis ha hecho que la gente haya dejado de ir al gimnasio y empezado a hacer ejercicio gratis), que corre casi desnudo, solo con unos pantalones cortos y las zapatillas deportivas. A su alrededor pasamos todos envueltos en bufandas y anoraks, pero el maciste luce el músculo sin cáscara. No le deseo ningún mal, pero no me disgustaría que pillara una buena neumonía. Algo más allá, llego a la glorieta de la Sardana, el rincón catalán del parque. Me sorprende darme cuenta de que nunca la había visitado. Lo que atrae aquí mi atención es el monumento a Jacinto (así, con la o) Verdaguer, cuya inscripción lo define como "el mayor poeta épico de España". Y me maravilla que, hace no tanto, se considerara a un poeta catalán, que escribía en catalán, "poeta español". También Juan Ramón Jiménez, un señor de Huelva, se emocionó hasta las lágrimas al oír por la radio, en su exilio de Puerto Rico, a la escolanía de Montserrat entonar el "Virolai", una canción popular catalana, en catalán. Hoy esto seguramente no sucedería. Entre todos -aunque unos más que otros- hemos conseguido deshacer esos vínculos de ciudadanía -y también de identidad- entre gentes de orígenes, y hasta de idiomas, distintos, que hasta hace poco nos unían, o, por lo menos, nos acercaban. Rodeo el monumento a Alfonso XII del Gran Estanque (cuya monumentalidad impide, precisamente, que se aprecie la figura del rey) y bajo hasta el "Bosque del Recuerdo". Quiero averiguar qué se recuerda ahí. Es, como intuía, un monumento a las víctimas del terrorismo, discreto, en el que predominan, por razones obvias, los cipreses. Lo que capta mi ojo aquí es la leyenda dispuesta al pie del montículo: "a todas las víctimas del terrorismo, cuya memoria permanece viva en nuestra convivencia y la enriquece constantemente". Aparte del redundante "todas" (si el monumento es "a las víctimas del terrorismo", y no se indica nada que las acote o reduzca, ya se entiende que son todas) y de las cacofónicas rimas internas (permanece, enriquece, constantemente), chirría que su memoria permanezca "en la convivencia". La memoria permanece en las personas, que es donde surge y donde radica. La "convivencia" es un concepto y, como tal, carece de recuerdos. Que la palabra aparezca aquí obedece solo a la voluntad de subrayar el valor que se considera antitético a lo denunciado por el monumento: es, pues, una operación ideológica como cualquier otra, aunque basada en el hecho trágico del asesinato. Me pregunto si no podría haberse encontrado una redacción menos burda: algo que recordara a los muertos y condenara la barbarie del terrorismo sin esta torpeza ñoña, algo que atendiera, desnudamente, al hecho terrible de la desaparición de algunas personas por la saña de quienes subordinan la humanidad a la ideología. Cuando dejo el "Bosque de los Recuerdos", atravieso el de "los planteles", que es uno de mis rincones favoritos del parque: umbrío, poco transitado, agreste sin ser enmarañado. En este bosque -que, a diferencia del anterior, sí lo es- abundan los animales: los perros de los paseantes, las urracas, los patos y ocas de los estanques, y hasta un gato que parece un tigre. Salgo de "los planteles" por el Palacio de Cristal, a cuya transparente airosidad se suma la de los movimientos de taichí que practica un joven en una plazoleta cercana. Conforme deshago el camino, vuelvo a oír el "Jingle, Bells" que lleva tocando toda la mañana un saxofonista monomaníaco en algún rincón del Gran Estanque. En realidad, no toca la canción entera, sino solo sus acordes centrales, lo que convierte su actuación en una tortura. Entre las abundantes estatuas que jalonan el parque, hay muchas de próceres y militares, pero muy pocas de literatos. Aunque, como para compensar, encuentro dos que tienen que ver con las letras: las de Francisco de Paula Martí Mora, el inventor de la taquigrafía española -y de la pluma estilográfica-, y fray Pedro Ponce de León, el inventor, en el s. XVI, del método oral puro para enseñar a hablar, leer, escribir y contar a los sordomudosde. Consolado por su hallazgo, salgo a la Puerta de Alcalá y vuelvo, sin dejar de caminar, a casa.
miércoles, 25 de diciembre de 2013
Navidááá, navidááá, dulce navidááááááá..
En realidad, no es navidad todavía, pero amenaza con serlo. Hoy, 24 de diciembre, decido acercarme por la mañana a la librería Alcaná para examinar, y quizá comprar, un ejemplar de las Obras completas de Walt Whitman, que he visto anunciado por internet. Tengo muy avanzada la traducción del norteamericano, pero nunca viene mal sumar otra referencia a la biblioteca de consulta. Por las calles se ve a gente con gorritos navideños y con esos otros tocados, más ridículos aún, si cabe, que imitan, en fieltro, la cornamenta de los ciervos. También se ven más pedigüeños que de costumbre: se conoce que los necesitados creen que el espíritu navideño estimula el ejercicio de la caridad. Y se oyen villancicos, claro: en algunas tiendas y en los pasillos del metro, donde los músicos callejeros los interpretan con glúcida perseverancia. Son los dos extremos de la sociedad mercantil: los escaparates y las catacumbas. Alcaná, en el barrio de Tetuán, muy cerca de Bravo Murillo (donde, hace más de treinta años, tuve una novia, Olga, de la que supe, sorpresivamente, hace poco: madre de familia, vive ahora en una capital de provincia, capeando el temporal de la existencia con antidepresivos y sedantes), es una librería de viejo muy bien organizada: los dependientes llevan chalecos con el nombre del establecimiento impreso en el pecho, desplazan cajas ordenadas en carretillas, manejan ordenadores portátiles como si fueran bolígrafos. Y eso es sorprendente en España, donde casi todas las librerías de lance son coliseos de polvo y espeluncas de la zafiedad. Pido por el libro que me interesa, y lo examino en el mostrador. No lo voy a comprar: la traducción de la poesía de Whitman es de Pablo Mañé Garzón, aparecida en la editorial Río Nuevo, y que ya tengo; y otra buena parte del volumen recoge la correspondencia del escritor, que no va a formar parte de mi edición. No vale, pues, la pena pagar los 60 euros que cuesta por apenas una breve franja de textos. Pero me duele dejar la librería sin llevarme nada; siempre me duele. Ojeo los estantes de la tienda. La sección de poesía es muy pequeña, como en casi todas partes, pero doy con un poemario de Laureano Albán, aquel poeta costarricense que vivió en España y que ganó, en los años 70, si no recuerdo mal, el premio Adonáis. El libro está publicado en la colección "Provincia" de León, que siempre -o, al menos, mientras la dirigió Antonio Gamoneda- es una garantía de que va a tener algo que ofrecerme, y, además, consta autografiado por el autor. Para mayor atractivo, es defectuoso: las primeras páginas se repiten, y eso hace que, como los sellos, aumente de valor. Lo compro por cuatro euros, y también otro volumen que probablemente interese mucho a un buen amigo, y que quiero regalarle. Al salir, en busca de la parada del metro de Tetuán, paso por delante de un restaurante en cuya luna se ha inscrito un fragmento de La Regenta, que describe a unos mocosos asomarse, ganosos, a una pastelería. No alcanzo a entender el vínculo del pasaje con el lugar -que no es una pastelería, ni se llama Ozores o Clarín, ni parece de Oviedo-, pero celebro que se difunda la literatura en la calle, aunque, al lado del establecimiento, se haya apostado un mendigo rumano que consigna todas las desgracias del mundo en un trozo de cartón.
Por la tarde, y haciendo tiempo antes de ese momento delicioso, de esa apoteosis del entrañable vínculo familiar que es la cena de Nochebuena, voy paseando hasta el Café Gijón. Llueve algo, pero no hace demasiado frío. El fresco de la tarde, en cualquier caso, me sienta bien. Para mi sorpresa, el local está casi vacío, lo que no es óbice para que un encargado -en el mítico café, hay dos tipos de sirvientes: los encargados, que llevan traje, como los directores de las sucursales de La Caixa, y los camareros, ataviados como el tiempos de Galdós: con chaquetilla blanca y pajarita y pantalones negros, y con el mismo espíritu garbancero- me impida sentarme en una mesa junto a la ventana y me indique, con una retórica suavizante, plagada de diminutivos, que puedo hacerlo en cualesquiera otras del local. Durante un par de horas, leo e intento escribir, aunque nunca haya sido bueno en esto de hacerlo en lugares públicos, a diferencia de tantos, como César González-Ruano, que compuso casi toda su obra literaria en los cafés (y la mitad, como mínimo, en este); José Hierro, que no podía concentrarse en el silencio de su casa, y que necesitaba el desbarajuste obrero de los bares para que acudiera la musa (que debía de hacerlo con mono de trabajo y los dedos pringosos de calamares); o, más cerca de nosotros, Tomás Segovia, a quien he llegado a ver en los veladores del Café Comercial, garabateando poemas, absorto, con aquella microscópica letra suya. Yo no lo consigo. El parroquiano que está a mi vera, un señor que parece un cura, y que está leyendo un libro de un autor para mí desconocido, publicado por Alfaguara, no deja de chasquear la lengua, no sé si para que se le desprendan de las muelas los restos de la palmera de chocolate que se ha propinado, adolescentemente, antes de abrir las páginas del libro, por el placer que le produce la lectura, por hábito irredento o solo para molestar. Su chasquido es como el gotear de un grifo en una noche de insomnio: un diapasón perverso que acaba convirtiéndose en el único sonido del universo. El camarero contribuye a mi dispersión pasando dos veces por la mesa: la primera para verificar que me hubiese dejado la nota, y la segunda para recogerla del suelo. Y, un poco más allá, un grupo de turistas aúlla sus cuitas como si quisieran que se oyesen también en el edificio de Correos. Consigo pergeñar algunos versos, pero son una mierda. De hecho, lo mejor que me podía pasar -como, de hecho, me pasa- es que, al salir del café, se me caigan los folios en los que los había escrito al suelo mojado. La humedad desdibuja las palabras, lo que constituye una notable contribución a la salud de la literatura y, quizá, una buena metáfora de nuestra relación con el lenguaje y con la vida. Pero de esto puede que hable en otra entrada. Ahora solo queda echarme otra vez a la calle, a la lluvia, y coger fuerzas para la cena de Nochebuena.
Por la tarde, y haciendo tiempo antes de ese momento delicioso, de esa apoteosis del entrañable vínculo familiar que es la cena de Nochebuena, voy paseando hasta el Café Gijón. Llueve algo, pero no hace demasiado frío. El fresco de la tarde, en cualquier caso, me sienta bien. Para mi sorpresa, el local está casi vacío, lo que no es óbice para que un encargado -en el mítico café, hay dos tipos de sirvientes: los encargados, que llevan traje, como los directores de las sucursales de La Caixa, y los camareros, ataviados como el tiempos de Galdós: con chaquetilla blanca y pajarita y pantalones negros, y con el mismo espíritu garbancero- me impida sentarme en una mesa junto a la ventana y me indique, con una retórica suavizante, plagada de diminutivos, que puedo hacerlo en cualesquiera otras del local. Durante un par de horas, leo e intento escribir, aunque nunca haya sido bueno en esto de hacerlo en lugares públicos, a diferencia de tantos, como César González-Ruano, que compuso casi toda su obra literaria en los cafés (y la mitad, como mínimo, en este); José Hierro, que no podía concentrarse en el silencio de su casa, y que necesitaba el desbarajuste obrero de los bares para que acudiera la musa (que debía de hacerlo con mono de trabajo y los dedos pringosos de calamares); o, más cerca de nosotros, Tomás Segovia, a quien he llegado a ver en los veladores del Café Comercial, garabateando poemas, absorto, con aquella microscópica letra suya. Yo no lo consigo. El parroquiano que está a mi vera, un señor que parece un cura, y que está leyendo un libro de un autor para mí desconocido, publicado por Alfaguara, no deja de chasquear la lengua, no sé si para que se le desprendan de las muelas los restos de la palmera de chocolate que se ha propinado, adolescentemente, antes de abrir las páginas del libro, por el placer que le produce la lectura, por hábito irredento o solo para molestar. Su chasquido es como el gotear de un grifo en una noche de insomnio: un diapasón perverso que acaba convirtiéndose en el único sonido del universo. El camarero contribuye a mi dispersión pasando dos veces por la mesa: la primera para verificar que me hubiese dejado la nota, y la segunda para recogerla del suelo. Y, un poco más allá, un grupo de turistas aúlla sus cuitas como si quisieran que se oyesen también en el edificio de Correos. Consigo pergeñar algunos versos, pero son una mierda. De hecho, lo mejor que me podía pasar -como, de hecho, me pasa- es que, al salir del café, se me caigan los folios en los que los había escrito al suelo mojado. La humedad desdibuja las palabras, lo que constituye una notable contribución a la salud de la literatura y, quizá, una buena metáfora de nuestra relación con el lenguaje y con la vida. Pero de esto puede que hable en otra entrada. Ahora solo queda echarme otra vez a la calle, a la lluvia, y coger fuerzas para la cena de Nochebuena.
martes, 24 de diciembre de 2013
Con Luis Ingelmo en Salamanca
Luis Ingelmo ha sido para mí, durante mucho tiempo, un hombre situado en un círculo de cordialidad, pero razonablemente desconocido. Ese "círculo de cordialidad", como un anillo de Saturno (¿o era de Júpiter?), viene determinado por la existencia de amigos comunes, de encuentros fugaces -recuerdo que, hace muchos años ya, asistió a una lectura mía en la Universidad de Salamanca, y me regaló una edición bilingüe de Bécquer, traducida por él, al alimón con Michael Smith-, de comunicaciones ocasionales y de cercanías estéticas; en el caso de Luis, además, ha habido una mutua atención a las respectivas labores creativas y, particularmente, a la traducción, que no es menos creativa que la composición de versos o de relatos, y que ambos hemos practicado. Por mi parte, y en este mundo trufado de medianías empingorotadas o, sin más, de ineptitudes oceánicas, siempre he considerado a Luis un traductor excelente. A él se deben pulquérrimas ediciones de Derek Walcott o Wole Soyinka, por poner dos ejemplos de poetas destacados (aunque también de prosistas menos célebres, como Larry Brown y sus relatos de Amor malo y feroz), y también una extraordinaria labor de difusión de la poesía española en los países de habla inglesa, por la vía de la traducción de autores contemporáneos como Claudio Rodríguez o Aníbal Núñez, pero también de clásicos como Fernando de Herrera, cuyos poemas quiere verter ahora, para pasmo del mundo, al idioma de Shakespeare. Sin embargo, la ingente labor de ingelmo no nos había conducido al encuentro prolongado, al intercambio cercano: a la amistad. Hace poco, y como resultado de uno de esos procesos mentales que siempre resulta difícil desentrañar, en el caso de las personas cuyo cerebro funciona sin descanso, como Luis, tuvo la ocurrencia de traducir una antología de mis poemas al inglés, y me escribió para poner en marcha el proceso. Lamentando el sufrimiento que semejante iniciativa vaya a irrogarle, yo he aceptado, claro: será un honor y un placer que me vierta a un idioma que tanto él como yo consideramos también nuestro. Nos encontramos, pues, en Salamanca, a donde acudimos, él desde Zamora, donde vive, y yo desde Hoyos, donde estaba pasando unos días de vacaciones. A la entrada del café Novelty, en la plaza Mayor, pude apreciar la figura robusta y el aire bukowskiano de Luis, que venía cargado con una bolsa de libros. Como dos matuteros en una permuta, ambos veníamos con nuestros alijos de literatura y cara de pocos amigos: el frío, el gentío, la navidad: todo eso, supongo, nos malhumoraba. Pero en el refugio del bar, bajo la presencia inspiradora de Gonzalo Torrente Ballester, cuya estatua de bronce a la entrada escruta a los parroquianos, y reblandecidos por el aroma de un té, la personalidad lúcida y amabilísima de Luis no tardó en manifestarse. Hablamos entonces del proyecto que nos había llevado allí, sí, pero también de nuestras estancias en los Estados Unidos, de nuestros vidas en España (y en Inglaterra), de nuestras actividades e intereses y tribulaciones. Y yo advertí enseguida un rasgo singular: Luis sabe escuchar. Puede parecer poca cosa, pero es muchísimo. Además, según la ley de la oferta y la demanda, algo así se ofrece poco, casi nada, y, en cambio, se demanda incesantemente. Tiene, pues, en realidad, un valor incalculable. Luis mira, con ojos directos pero no imperativos, abiertos como los oídos, como las manos, como la conciencia, y recibe lo que tengas que decir como quien recibe algo útil o necesario. Y quizá no lo sea. Su actitud receptiva no es teatral. Hay hábiles actores que fingen una escucha que es solo hieratismo. Uno puede llegar a percibir esa mentira en la impermeabilidad de las pupilas o en la velocidad, siempre unas décimas de segundo excesiva, con que replican a lo dicho; de hecho, esa réplica ya se estaba formando cuando uno hablaba, con independencia de lo que dijera. Entre los libros que me traía, Luis ha incluido un ejemplar de La métrica del olvido, un conjunto de relatos en los que practica un realismo sucio muy limpio, depurado tanto de las sutiles gangas estetizantes a las que no saben dejar de acudir muchos de los que alegan practicarlo, como del superfluo engolfamiento en los aspectos más cutres de la dicción, en el que también casi todos incurren. Cuando Ángeles y yo volvemos a Hoyos, ya de noche, los leo casi de un tirón, y me demoro, con especial placer, en uno cuyo protagonista se ha quedado encerrado en el piso y nos cuenta, sin esperanza ni miedo, cómo pasan los días, cómo ultima las provisiones -incluyendo al gato-, cómo se acerca a la nada. A la nada nos acercamos todos, aunque no estemos encerrados en un piso, sino en el mundo, pero siempre es un consuelo hacerlo acariciados por las palabras, sabiendo que alguien escucha nuestros gritos, y hasta los traduce.
lunes, 23 de diciembre de 2013
El meandro del Melero
Comemos con Javier Pérez Walias y su mujer, Teresa, en Ríomalo de Abajo, en la comarca de Las Hurdes, que tan cerca tenemos de Hoyos, aunque siga siendo para nosotros una gran desconocida. Debo confesar, no sin cierto encogimiento de corazón, que la primera visión que tuve de Las Hurdes me la proporcionó Buñuel y su escalofriante Tierra sin pan. Aunque siempre he repudiado que se repudie a las obras de arte por que ofendan a quienes representan, debo admitir que entiendo que, presentada en crudo, descontextualizada, pueda molestar a algunos extremeños. Es un documento brutal que, si bien fotografía una realidad, hoy solo tiene, por suerte, carácter histórico. Tierra sin pan no puede esgrimirse como un insulto, sino como una denuncia, pertinente pero remota, y ya resuelta. Si se expone -y se contempla- con ese sentido antropológico y didáctico, ha de ser siempre bienvenida. Pues bien, a Ríomalo de Abajo, el último pueblo de la comarca, acudimos, después de que Javier haya recibido un golpe en el coche, por parte de alguien que maniobraba sin mirar, en el aparcamiento de la cooperativa Jacoliva, de Pozuelo de Zarzón, donde nos hemos encontrado. El día empieza bien, he pensado. Para la comida, Javier ha encargado cabrito. Hay que encargarlo, desde luego, porque, si no, el bicho no se deja cocinar. (En Potes, en Asturias, donde Ángeles y yo pasamos unas vacaciones, el dueño del restaurante al que solíamos ir nos preparaba las fabadas con un día de antelación: aquellas alubias, mantecosas, estallaban en la boca, y luego en el estómago, y luego más allá, pero no vamos a describir todo el proceso fisiológico; baste decir que necesitábamos varias jornadas de paseo por los valles para digerirlas). Al ungulado preceden unas patatas meneás -también llamadas revolconas, aunque nos gusta más la primera denominación-, una ensalada de canónigos y una fuente de níscalos aderezados con huevo, todo ello regado con un tinto del cámbrico, que no es que sea un caldo prehistórico: es que se llama así. De postre, helado de naranja y miel. Cuando acabamos el condumio, yo me siento como una boa constrictor y, como en El principito, lo que me he zampado, que se me dibuja en la tripa con todos sus detalles, parece un sombrero. Para ayudar a digerir esta monstruosidad hurdana, nos aventuramos a excursionar hasta el meandro del Melero, el fabuloso bucle que forma el río Alagón en ese paraje escabroso. Son solo tres kilómetros y medio de marcha, en una suave pendiente, que no debería llevarnos más de cuarenta minutos. Pero cubrir esa distancia con un artiodáctilo y media botella de morapio en el buche es como arrastrar una mochila pesadísima debajo de la piel. Tardamos más de lo previsto en alcanzar el Meandro, y lo hacemos entre rebufos, pero, cuando llegamos al mirador, entendemos por qué el esfuerzo ha valido la pena. El Melero se extiende ante nosotros como una lágrima enorme, con uno de los extremos estrechado, casi estrangulado, por el curso sinuoso del río, y el otro, amplio, redondo, cubierto por una arboleda espesa y unos bordes herbosos, que se traga el agua cuando baja en abundancia, pero que ahora están a la vista, como el tapete de una mesa de casino. A la pulcritud de este verde quizá contribuyan los ciervos que bajan aquí a beber y a pastar. Ahora mismo hay tres, un macho, más oscuro, mayor, y dos hembras, que ramonean con una tranquilidad solo interrumpida por breves carreras. El agua del Meandro -que acabará segando el extremo delgado y convirtiendo esta lágrima en una isla- es un espejo negro, una cinta de trémula obsidiana. Y el silencio es absoluto. En el horizonte se divisan las cumbres nevadas de la Sierra de Béjar. A nuestro alrededor, el último sol baña los picos de las montañas: la luz huye, vuelve al aire, expulsada de la tierra por unas sombras que la empujan sin tregua, urgentemente. Los casquetes dorados que rematan las cumbres se afilan, se empequeñecen, pero, antes de desaparecer, dibujan angosturas brillantísimas, franjas de una limpidez porosa que semejan una piel en movimiento. Cuando volvemos a Riomalo, por un camino en el que no nos cruzamos con nadie, advertimos esa misma luz ya cuajada en una rojez ígnea, pero ahora en el cielo, entre nubes, diluida en llamaradas horizontales.
domingo, 22 de diciembre de 2013
Feliz navidad y feliz 2014
Esta entrada será muy breve. A mí me gustan poco las navidades, por lo que tienen de celebración religiosa, de imposición colectiva y de apoteosis mercantil. Sin embargo, a veces no queda más remedio que abandonarse a las costumbres de todos, aunque sea para repudiarlas. Así pues, feliz navidad a todos, y ojalá, también, que 2014 sea mejor que 2013. No será difícil.
sábado, 21 de diciembre de 2013
La prosa de Whitman o cosas de la traducción
Mi traducción de la obra de Whitman incluye algunas de sus prosas: los prólogos de las sucesivas ediciones de Hojas de hierba, una selección de Días cruciales de América -sus notas autobiográficas- y algunos otros textos, como la carta con que respondió a la muy elogiosa que le envió Ralph Waldo Emerson, tras leer la primera edición de Hojas de hierba (una carta que, por cierto, Whitman reprodujo, sin encomendarse a Dios ni al diablo, a modo de prólogo, en la segunda edición, para gran disgusto de Emerson). Como es lógico, consulto todas las traducciones que pueda haber de esos textos, entre las cuales figura una muy reciente, Perspectivas democráticas y otros escritos, publicada por Capitán Swing en 2013. En este volumen, Jesús Pardo traduce "Perspectivas democráticas", un largo ensayo político de Whitman, y Carlo Zotti, "Días cruciales de América". En la parte traducida por este, me encuentro con el siguiente párrafo:
"En el centro de la isla se extendían los llanos de Hempstead, que eran por aquel entonces (1830-1840) como praderas, abiertos, deshabitados, casi estériles, cubiertos de malas hierbas y de zarzas, y a pesar de ello con excelentes pastos para el ganado, que pastaba allí por centenares, incluso por millares, y que en verano (también las llanuras eran propiedad de los pueblos, y por lo general tal era el uso que les daban) podían verse camino de casa desde sus respectivos campos..."
Consulto el original de Whitman, y esto es lo que dice: More in the middle of the island were the spreading Hempstead plains, then (1830-'40) quite prairie-like, open, uninhabited, rather sterile, cover'd with kill-calf and huckleberry bushes, yet plenty of fair pasture for the cattle, mostly milch-cows, who fed there by hundreds, even thousands, and at evening, (the plains too were own'd by the towns, and this was the use of them in common,) might be seen taking their way home, branching off regularly in the right places...
Aparte de la puntuación imprecisa, las repeticiones (pastos-pastaban), las literalidades (by hundreds: por centenares) y el ritmo espeso, torpe, advierto que se aplica un adjetivo, "estéril", a un campo, cuando parece más propio de las personas; mejor, para la tierra, usar "yerma". También, que kill-calf and huckleberry bushes se ha traducido, al por mayor, como "malas hierbas y (...) zarzas", cuando kill-calf significa "laurel de montaña" (que es, en efecto, una mala hierba, pero que tiene nombre) y huckleberry bushes, "arándanos" (la planta, que da el fruto homónimo, a la que Whitman se refiere con una de sus muchas denominaciones en inglés). Luego, la especificación de que el ganado que pasta en esos terrenos es mostly milch-cows, es decir, "sobre todo, vacas lecheras", sencillamente ha desaparecido. A continuación, y para mi pasmo, el at evening del original, o sea, "por la tarde", "al atardecer", se ha convertido en "en verano". Lo señalado por Whitman entre paréntesis -que aquellas llanuras eran propiedad de los ayuntamientos, y que se les daba un uso comunal- aparece groseramente desdibujado en la traducción: "tal era el uso que les daba". ¿Cuál? ¿Qué uso? Por último, lo que hacen las vacas no es volver a casa "desde sus respectivos campos", sino enfilar juntas el camino de regreso, y abandonarlo cada una de ellas al llegar a su destino: taking their way home, branching off regularly in the right places.
Doy, pues, mi versión del pasaje: "Hacia el centro de la isla se extendían las llanuras de Hempstead, que eran por aquella época (1830-1840) como praderas, abiertas, deshabitadas, casi yermas, cubiertas de arándanos y laurel de montaña, aunque con buen pasto para el ganado, sobre todo vacas lecheras, que pacían allí a centenares, o incluso a miles, y que, al atardecer (aquellas llanuras eran propiedad también de los municipios, y su uso era comunal), podían verse volver a casa, y dirigirse cada una a la suya desde el camino principal...".
Toda la traducción de Zotti es así: plagada de omisiones, equívocos e irregularidades. Parece, como decía Gil de Biedma (que era un poeta insulso, pero un prosista elegante y un excelente traductor), un mal corte de pelo, lleno de trasquilones. Lo más sorprendente, sin embargo, no son los defectos apuntados -que se dan, por desgracia, en muchas traducciones-, sino algo que los excede y hasta los anula. Antes de leer este Perspectivas democráticas y otros escritos, había consultado, en la biblioteca de la Universidad de Barcelona, una selección de los apuntes autobiográficos de Whitman, publicado bajo el título Días ejemplares de América por Parsifal Ediciones en 1992, con traducción de Alberto Donázar. Y en ella se traducía así el pasaje transcrito:
"En el centro de la isla se extendían los llanos de Hempstead, que eran por aquel entonces (1830-1840) como praderas, abiertos, deshabitados, casi estériles, cubiertos de malas hierbas y de zarzas, y a pesar de ello con excelentes pastos para el ganado, que pastaba allí por centenares, incluso por millares, y que en verano (también las llanuras eran propiedad de los pueblos, y por lo general tal era el uso que les daban) podían verse camino de casa desde sus respectivos campos...".
La versión de Zotti parece "Pierre Menard, el autor del Quijote", ¿verdad?
Pues eso.
viernes, 20 de diciembre de 2013
Grullas en El Borbollón
Toña, nuestra amiga de Hoyos, que es ingeniera agrónoma y forestal, nos propone ir a ver, al atardecer, las grullas que pasan el invierno en el embalse de El Borbollón. El pantano se encuentra a los pies de la montaña en cuya cúspide está enclavado Santibáñez el Alto, uno de los pueblos de la sierra. Por encima de las casas de Santibáñez, blancas, apiñadas como dientes mal dispuestos, se divisan los restos del castillo. De una fuente de la zona, de la que brotaba el agua a borbotones, ha tomado el nombre el embalse, que este invierno está muy bajo. El nivel máximo de las aguas se dibuja en las sinuosidades del lodo reseco, que dejan al descubierto, en algunos puntos, las raíces de los robles. Cuando llegamos al lugar de observación elegido por Toña, vemos ya algunas grullas en la islita que se alza en el centro del pantano, un leve promontorio parduzco que parece una tonsura del agua. Sin embargo, la grulla es un animal muy asustadizo, y, aunque estamos muy lejos, advierten nuestra presencia y se echan a volar. Lo es tanto, que se ha utilizado tradicionalmente, en heráldica y en otros ámbitos, como paradigma del centinela y, por extensión, de las virtudes de la prudencia. En las bandadas, algunas montan la guardia para que las demás duerman; y lo hacen sosteniéndose sobre una sola pata y sujetando una piedra en la otra, para que, si ceden al sueño, el ruido que haga al caer las despierte. Por eso han inspirado la divisa del jefe vigilante: Nihil me stante timendum. Aunque hemos espantado a los pájaros, nos sentamos a la orilla del estanque con la esperanza de que se tranquilicen y vuelvan a sus lugares de descanso. Y así lo hacen. Poco a poco reaparecen los grupos de aves, como si el cielo se deshilachara. No sabemos de dónde vienen, pero ahí están. A veces compuestos por pocos individuos, a veces numerosos, pasan a poca distancia, o incluso por encima de nuestras cabezas, con su trompeteo característico: sus tráqueas larguísimas dan un sonido singularmente agudo a sus voces. Admiramos su vuelo con los prismáticos que ha traído Toña. (No es fácil, por cierto, mirar por ellos: yo me los pongo, primero, al revés, y luego tardo un lapso de tiempo que hace dudar a todos de mi inteligencia en entender que las ruedecitas del aparato sirven para enfocar lo mirado; soy, tristemente, de ciudad). Las grullas, que en tierra son magníficamente verticales -son los jugadores de baloncesto de la naturaleza-, en el aire se horizontalizan: el cuello y las patas se sitúan a un mismo nivel, y las alas, muy grandes, se despliegan, perpendiculares, configurando un aspa ingrávida, que maniobra con tranquila elegancia. A veces, las bandadas -o los bandos, como los llama Toña- llegan en formación: en una de esas flechas o uves que adoptan cuando migran desde el helado norte hasta sus refugios invernales en España y África. Pienso entonces en la leyenda, inspirada por las grullas, que describe al príncipe rector: omnia dirigit una. El sol poniente anaranja sus cuerpos, que parecen lacrimales, o vasijas, pero las sombras tiznan esos matices dorados hasta iluminarlos de negrura. El perfil de los encinares que nos rodean se difumina en el crepúsculo voraz. Las nubes, de diferentes hechuras, algodonosas o difusas, cenicientas o agónicamente blancas, se mezclan en un cielo metálico, que se despinta por momentos, aunque los últimos rayos del sol lo golpean de rojos aquí y allá, entre las montañas o sobre el horizonte. Sus reflejos en el agua son un grito de color. Antes de marcharnos, contemplamos los amontonamientos de pájaros en las lenguas de arena del pantano y oímos su trompeteo incesante, que, desde más cerca, sería ensordecedor. Parecen ahora una de esas colonias de mamíferos australes que saturan las islas en las que viven: no hay apenas sitio para más; por todas partes divisamos cuerpos longuilíneos y picos como paraguas plegados. Nos retiramos, por fin, y Toña nos cuenta, al pasar junto a una encina solitaria en lo alto de un promontorio, que no da bellotas, sino preservativos. Se conoce que da cobijo a los mozos y mozas que sienten la llamada de la naturaleza y no disponen de ninguna intimidad para atenderla. Me sorprende que elijan un lugar tan obvio y despejado: el aparcamiento sexual exige rincones apartados y sombríos, aunque, por otro lado, es poco probable que nadie se acerque de noche al embalse de El Borbollón, salvo las grullas, que, por cierto, se emparejan de por vida, como los católicos. No hay ningún coche, en aquel momento, en cuyo interior atisbar con los prismáticos. Cuando llegamos al nuestro, ya ha oscurecido casi completamente. Del trompeteo de las grullas solo queda un hilo finísimo en el aire.
jueves, 19 de diciembre de 2013
El otro despilfarro
Hace tres días se publicó en El País un artículo de opinión, "El otro despilfarro", firmado por Francisco J. Laporta, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, en el que se decía lo siguiente: "Siempre que hay en España unas elecciones, de cualquier ámbito que sea, se producen cambios numerosos y drásticos en parte -y no poco importante- del personal que presta sus servicios en la Administración Pública. Los nuevos mandarines proceden inmediatamente a nombrar en subdirecciones, vocalías, cargos de confianza, consejos y figuras parecidas, a funcionarios o profesionales que pertenecen a sus partidos, círculos o simpatías. En definitiva, gentes de la propia persuasión, de la propia cuerda. Lo que resulta de ello es que la mayoría de aquellos que desempeñaban tales funciones pasan ahora a habitar un espacio profesionalmente incierto. Se trata de cientos, acaso de miles, de profesionales de alta formación, cuya potencial aportación a la fuente de la riqueza social se ignora, se despilfarra". Suscribo hasta la última coma lo escrito por Laporta, entre otras cosas, porque yo mismo he sido víctima de lo que denuncia. Cuando Convergència i Unió ganó las penúltimas elecciones autonómicas y acabó con el segundo gobierno tripartito, casi todos los equipos directivos se sustituyeron por otros afines al vencedor. Eso incluyó, en no pocos casos, a subdirectores generales, que son cargos de libre designación (y, por lo tanto, de libre remoción), pero no de naturaleza política, sino técnica, es decir, la subdirección general no es un puesto eventual, creado ad hoc para dar cobijo a los asistentes de los que mandan, sino estructural: se trata del último escalón de la carrera funcionarial, y, en consecuencia, está reservado a funcionarios. En mi caso particular, yo había sido jefe de sección y de servicio durante los muchos años de gobierno de Convergència en la Generalitat, y propuesto como subdirector por un director de servicios que había servido a la Generalitat bajo los gobiernos tanto convergentes como del Tripartito. Nada de todo ello condicionaba mi actuación como funcionario, ni la de quien me propuso, cuya filiación política ignoro, como él ignora la mía: si uno es profesional y decente, trabaja aplicando la ley, con independencia de que comparta o no los criterios políticos que sustentan la actuación pública. Decía, pues, que con la salida del poder de socialistas, republicanos y ecocomunistas, también a mí me defenestraron. La nueva directora de servicios del Departamento en el que trabajaba, hija de un exrector de la Universidad de Barcelona al que se recuerda por su represión del movimiento estudiantil antifranquista, y hermana de una exministra de Aznar, hasta entonces una oscura funcionaria, pero resucitada por Convergència para aplicar, en el ámbito de sus competencias, las inclementes políticas de recortes que el partido traía in pectore, fue también la encargada de la limpieza del personal: había que desembarazarse de los rojos indeseables, o de cuantos se les parecieran, o de sus simpatizantes, o de los que se sospechase que podían serlo. Cuando me tocó a mí, lo hizo, además, con mentiras. Como ni siquiera había venido a saludarme al incorporarse al puesto, y no era difícil sospechar que sus intenciones no eran las de ratificarme en el mío, le pregunté sin tapujos si seguía contando con mis servicios. Me respondió que sí. Diez días después, me destituyó. No se preocupó por saber si yo era un funcionario competente, ni si mi labor de cinco años como subdirector había sido buena o mala, ni si mis ideas para el futuro del Departamento eran las adecuadas; tampoco me pidió la opinión, ni se interesó por mis preferencias, ni me dio la oportunidad de demostrarle que podía hacer un trabajo meritorio. En último término, le dio igual si mi sustitución y mi nuevo destino iban a beneficiar o no a la propia Administración, que había invertido una enorme cantidad de dinero en mi formación. Lo que sí tenía claro es que le beneficiaba a ella, que podría ocupar mi puesto, como dice Francisco J. Laporta, con alguien de su cuerda. Salí, pues, de aquel destino y fui rodando, cuesta abajo, hasta topar con una plaza sombría, de nivel muy inferior, en la que pené dos años y medio. Allí, como bromeábamos con algunos compañeros, tenía la sensación, al entrar cada mañana, de ponerme un casco de minero y apretar el botón del ascensor que me bajaba hasta el pozo 27. El trabajo era gris, de grisú. Y, solo dos años más tarde, mientras hacía ese trabajo recóndito, me enteré de que la que me había decapitado a mi, había sido, a su vez, decapitada, y por sus propios compañeros. Ignoro los motivos del cese, pero, conociendo su desempeño conmigo, no me resulta difícil imaginármelos. Ahora está, ella también, en el pozo. Pero es un pozo 12, con despacho, tarjeta de empresa y algunos resquicios de luz.
miércoles, 18 de diciembre de 2013
Por la Sierra de Gata
Ayer por la mañana fuimos a Acebo, un pueblo a tres kilómetros de Hoyos. Lo hicimos con Toña, una amiga vallisoletana que vive aquí, con su marido, José Antonio, desde hace casi veinticinco años. Entre Acebo y Hoyos hay la típica rivalidad de los pueblos cercanos y parecidos, pero creo que no me ciega la parcialidad si digo que Hoyos es más bonito que Acebo: su casco histórico, coherente y monumental, supera al entramado urbano acebano, demasiado heterogéneo para mi gusto. Por haber, en Acebo, hay hasta una casa suiza, que a Toña le recuerda al castillo de Simancas: tiene una torre cónica y unos tejados de pizarra que resultan tan propios del lugar como un dromedario. El pueblo, no obstante, alberga algunas tradiciones meritorias: el encaje de bolillos, por ejemplo, traído a estas tierras por los repobladores medievales, gallegos y asturianos (los mismos que dejaron en tres pueblos de la sierra la fala, un dialecto galaico-portugués que los extremeños de Eljas, San Martín de Trevejo y Valverde del Fresno todavía hablan), y que hasta hace poco las mujeres seguían haciendo a las puertas de las casas (hoy apenas se ve ya, y solo un puñado de lugareñas, como la señora Marciana, conservan esta filigrana inverosímil); y el vino de pitarra, ese caldo familiar, guardado en pequeñas tinajas de barro, que se ha elaborado tradicionalmente en algunos pueblos extremeños, y que procura al libador una agradable y momentánea enajenación, como tuvo ocasión de comprobar, hace años, mi buen amigo Juan Manuel Macías, que pasó aquí algunas semanas de verano con la conciencia permanentemente alterada, a causa de la ingesta pertinaz del tintorro local. En la plaza mayor hay obras. Las obras no escasean en los pueblos extremeños, a pesar de la crisis: siguen siendo una forma de paliar el paro, y un recurso de urgencia para todo ayuntamiento necesitado. Al menos, no se construye un aeropuerto: el dinero invertido redundará en beneficio de los ciudadanos. En una de las fachadas principales de la plaza ahora levantada, y en la que un operario aburrido, el único que divisamos, martillea con un mazo de caucho, sin demasiado afán, una losa levantisca, se puede leer una placa conmemorativa muy particular. La familia de un militar joven, muerto en alguna de las catastróficas guerras africanas de principios del siglo XX, le dedica un recuerdo emocionado, y lo firma así: "De tus padres, hermanos, primos, etcétera". Aprovechamos la estancia en el pueblo para sacar dinero del cajero automático. En Hoyos han eliminado todos los cajeros que no fuesen de la Caja de Extremadura, y utilizar estos comporta el pago de una comisión. Y mi política de relación con los bancos se resume así: cuanto menos relación tenga con ellos (y, en consecuencia, cuanto menos les pague por cualquier concepto), mejor. La tomé, muy joven aún, de Ramón Areces, el fundador de El Corte Inglés, cuando le preguntaron por el secreto de su éxito: "No trabajar para bancos". Camino del cajero, pasamos por delante de la biblioteca municipal, a la que se accede por una escueta puerta, ahora cerrada. Hay un aviso clavado en ella. Se informa a los vecinos de que el ayuntamiento prevé crear una revista cultural, en la que podrán colaborar todos los acebanos. El anuncio advierte, no obstante, de que no se admitirá ningún artículo que pueda "atentar contra la integridad física o moral de los vecinos". Y nos preguntamos cómo puede un artículo -o, para el caso, la revista entera- atentar contra la integridad física de alguien, salvo que la publicación se enrolle y se utilice como supositorio, algo que nos resulta difícil imaginar que pueda suceder en estos apacibles parajes serranos. Ante estas joyas del lenguaje popular, los "huevos rebueltos" y las almóndigas que se anuncian en el pizarrón de uno de los bares de la plaza, se nos antojan un detalle insignificante, incluso pintoresco.
Al mediodía, vamos a comer a O Paladar, un restaurante de Monfortinho, al otro lado de la frontera. Hoyos está a apenas media hora de la raya con Portugal, y estas comarcas del país vecino ofrecen lugares muy atractivos: Sortelha, Penha Garcia, Monsanto, Idanha-a-Velha. Monfortinho es una localidad termal: hay varios balnearios y algunos hoteles de lujo, como el Fonte Santa, donde nos hemos alojado en alguna ocasión, y del que hay trazas en un poema de Bajo la piel, los días. Por lo demás, el pueblo es una mera acumulación de casas bajas, a cuatro vientos, sin apenas núcleo urbano. Nos sorprende, en verdad, este contraste entre la suntuosidad de las termas y los alojamientos, y la desolación de las calles. O Paladar se encuentra a la entrada del pueblo, en una vía sin salida. Lo regenta una familia, cuyo patriarca luce un pelo blanco milimétricamente peinado hacia atrás: tras la nuca se le recogen, como una llama horizontal, los mechones adheridos con firmeza al cráneo. El hombre habla un castellano fronterizo y exhibe unos modales ceremoniosos. Después de estrecharnos la mano, nos hace sentarnos delante de la chimenea, en la que arde, con esfuerzo, un tronco enorme. Nos trae allí la carta y allí nos toma la comanda. En el restaurante no hay nadie más que nosotros y Cristiano Ronaldo, que habla, con la humildad que lo caracteriza, por televisión. Tomamos sopa, arroz con pulpo, bacalao a la dorada y vino verde. El arroz viene en un perol: calculamos que hay suficiente para una compañía de la Legión. Hacemos, pues, que nos preparen el bacalao para llevárnoslo a casa, y prescindimos del postre. Alvaro y yo echamos luego un par de partidas de billar en una sala anexa. El dueño del restaurante nos mira mientras jugamos. En un lance de la partida, me pregunta por qué no emboco una bola en un agujero. Le digo que no sabré hacerlo. Coge entonces el taco, dobla el brazo en ele, aproxima muchísimo la cara al marfíl, como si quisiera observar algo diminuto en su superficie, y, con una lentitud y una suavidad infinitas, golpea la blanca y mete la de color en la esquina. Y, mientras realiza la operación, ejecutada con la precisión de un cartógrafo, yo admiro su pelo blanco, que ondula en estratos sucesivos hasta un cogote minuciosamente afeitado. Con una majestuosidad en la que se mezclan el orgullo y la modestia, se retira y me cede los trastos. Cuando nos vamos, queremos pasear un rato por el pueblo, aunque sabemos que no hay apenas nada que ver. Pero nos apetece estirar las piernas. Enfilamos una calle larga, recta y desierta, salvo por las casas -muchas de las cuales se venden; otras parecen abandonadas- y una iglesia blanca, desnuda, pero empieza a llover y decidimos volver. De regreso a Hoyos, contemplamos los montes ahora ocres, con jirones de colores otoñales, algunos de los cuales conservan todavía el encendimiento de su caducidad: las hojas fulgen cuando mueren. Muchas franjas de bosque están ya peladas, y casi tan cenicientas como el pelo del señor del restaurante. El frío se pega a los cristales del coche como un manto húmedo. El cielo se consume en grises, en desapariciones.
martes, 17 de diciembre de 2013
Hoyos
Hace dos años publiqué, en la exquisita editorial de José Noriega en Valladolid, El Gato Gris, un libro inspirado por el paisaje extremeño, El desierto verde, que un año más tarde tuve la oportunidad de reeditar en la Editora Regional de Extremadura -la que ha sido, y sigue siendo, la mejor editorial institucional de España-, gracias a la generosidad y diligencia de Rosa Lencero y María José Hernández. El prólogo de ese libro -un breve conjunto de quince poemas: uno versal y catorce en prosa- daba cuenta de mis estancias "en una casa vieja de un pueblo viejo, envuelto por un sol que nunca se pone —aunque las oscuridades sean muy espesas— y por personas de las que me siento muy alejado, pero con las que encuentro un extraño placer en rozarme por las calles o hacer cola en el supermercado —una cola laxa, dialogada, como son siempre las colas en los supermercados de los pueblos—. Ese pueblo viejo se llama Hoyos, pero está en alto. En realidad, no hay en ello ninguna contradicción: su nombre viene del latín joius, alegría: la que procuran, en los días de calor, la sombra de sus castaños y palmeras, el frescor del agua que lo atraviesa, el sosiego de sus piedras; la misma alegría que inspira la palabra catalana joia o la inglesa joy, entre muchas otras. Los pueblos, como las personas, se revelan en sus detalles: el resonar de los cascos de las caballerías que aún cruzan sus calles; las flores gordas que tachonan las masas de vegetación apelotonadas en cualquier lugar; los arcos polilobulados de las ventanas de la iglesia, que recuerdan una concha y son indicio inequívoco de la vinculación del lugar con el camino de Santiago; o el propio nombre de la iglesia, Nuestra Señora del Buen Varón, tan contundente como su planta —y tan sutilmente erótico—. Hay aquí menos cigüeñas que en otras localidades de Extremadura —cohibidas, quizá, por su obligatoria convivencia con muchas otras rapaces— y, a veces, el viajero, acostumbrado a su crotorar constante, percibe en el aire un malestar: el de su ausencia. El silencio de Hoyos es un silencio empozado, alto, manchado del azul del cielo y el verde y bronce de los campos, que retumba en los muros como si fuera también un caballo que pasase. A la entrada del pueblo —o a la salida, que eso depende del humor del paseante—, un caño infalible da agua a un abrevadero en el que ya no beben las bestias, pero todavía se refrescan las personas, y un arroyo se convierte en torrente si las lluvias —cada vez más raramente— son propicias en primavera. Más allá, queda el esplendor trunco de un convento, barbado de zarzas, y la delicada sencillez de la ermita, solo perturbada por las avispas, y luego se abren las extensiones abruptas de eucaliptos y olmos, de encinas y álamos, de chopos y canchales. También hay olivares y campos de labor, con perros que ladran como si fueran a devorarte, pero que transforman su ladrido en un husmear sumiso si te atreves a acercarte, y ovejas que se mueven como bandadas, con esa oscilación muscular, regida por una inteligencia inmaterial, de los muchos pájaros en el aire. Abundan los ríos, que acarrean el agua y las piedras, el ruido abrasador de lo azul y la multiplicidad líquida de lo que nunca cambia".
El paisaje es ahora invernal. La exuberancia del verano se ha vuelto del revés: los árboles están vaciándose; las avispas no incomodan; las cigüeñas y las flores han desaparecido; y en los campos, cubiertos por una quietud escarchada, no se trabaja. La luminosidad sudorosa de los meses centrales se ha convertido en una claridad punzante, en un cielo como aluminio incorpóreo. Vivir aquí, refugiarse aquí, es como protegerse con un caparazón de aire y de piedra. Aún no hemos salido a pasear por los robledales, pero lo haremos: admiraremos entonces los volúmenes pétreos, pero porosos, de los árboles, con cuyo musgo se entrelazará el canto de los pocos pájaros que aún se atrevan a cantar. El agua sonará con un crepitar distinto, como si fuera una sucesión de láminas transparentes, acariciada por las espinas del frío. Y veremos caer la noche con urgencia, a eso de las seis, como si el mundo no pudiera resistir más esa luz aterida, cuya desnudez lacera. Entonces nos cobijaremos donde el fuego, donde el sueño.
lunes, 16 de diciembre de 2013
100
Cien: el numero de entradas que llevo, con esta, en el blog. Cien, como los cien días de gracia que se le otorgan a todo nuevo gobierno; como las cien (mil) vírgenes o los cien (mil) hijos de San Luis. Cien: el número que simboliza a Dios, el buen augurio, el dígito salutífero: Piero di Cascia sostenía que beber un vaso con cien gotas de agua limpia de manantial aseguraba la longevidad. Cien: un número inverosímil cuando di principio a este diario, y no porque no supiera de mi propia fuerza de voluntad, que es, seguramente, la única fuerza que me ha dado la naturaleza, sino porque me constan las numerosas dificultades a las que se enfrenta todo diarista: la dispersión, el aburrimiento, la reiteración, la pérdida de confianza, la falta de público y, como todo ser humano, la mala suerte, por no hablar de los enojos técnicos a que ha de hacer frente: traslados, desconexiones, pifias. Lo inicié, sobreponiéndome a mi analfabetismo funcional informático, a los pocos días de haberme trasladado a Londres, y solo lo conseguí gracias a la benemérita sencillez de Blogger. No quise incorporarle imágenes: este es un blog textual, que reivindica, con su práctica y con su estética, la función -y la importancia, si es que algo de lo que digo consigue tenerla- de la palabra. Texto, pues, solo texto. Y continuidad, desde luego: el desafío era escribir una entrada diaria, reivindicando asimismo la etimología del término: diario, algo que se escribe cada día. Su propósito no era otro que mantenerme en comunicación con la gente: con la mía, y también con cualquiera que quisiera leerme. Hablar es fundamental, aunque no haya respuestas, o pocas: saberse escuchado es fundamental. En un contexto de cambio, y, a menudo, de soledad, decir te sustancia ante el mundo y ante ti mismo: envuelto por tu propia voz, y por la certeza del oído ajeno -que ojalá sea también atento-, te hace sentir un poco menos solo. La mecánica para mantenerlo es siempre la misma: me levanto, desayuno y escribo la entrada. A veces, tengo claro lo que quiero contar: una anécdota, una reflexión, una impresión de lectura, un recuerdo. Otras, no. Entonces me agarro a lo que leí alguna vez en el Diario de César González-Ruano: escribir un artículo -decía él- de la nada, con pura nada, y que no sea nada, sino algo persuasivo y hasta rotundo: ese es el mayor mérito del articulista, y, por extensión -añado yo-, del hombre de letras. Escribir el diario me divierte: quizá esa sea la principal razón, no sé si de su éxito, pero sí de su supervivencia. Me divierte componer entradas no muy largas, con la frescura de lo inmediato, de lo cotidiano, pero también con una atención devota a la palabra, con bagaje literario y vital, y, en la medida en que sea capaz, con humor. Escribir la entrada diaria me justifica y me libera: cuando ya la he colgado, me siento legitimado para dedicarme a otras tareas, literarias o no: para disfrutar de la vida. Y es una cosa bien modesta: unas líneas que ni siquiera están plasmadas en papel, unas líneas volátiles, en rigor inexistentes, y que acaso lean, en el mejor de los casos, unas pocas docenas de personas. Objetivamente, nada, pero, para mí, mucho. Qué lugar tan extraño, y tan insignificante, ocupamos en el mundo. Pese a ello, somos tan importantes para nosotros mismos. No sé si este diario continuará: pese a todos sus efectos terapéuticos, sigue sometido a las asechanzas de lo humano, sobre todo, de la inconstancia. En ocasiones, desganado o pajaril, no me resulta fácil componerlo, o, como diría Bartleby, preferiría no hacerlo. Pero me aferro a su existencia, me entrego a la perseverancia como otros se dan a la bebida o al insulto. De momento, aquí sigue: aquí sigo. Y durante algunas semanas, este diario, que se pretendía de mi vida en Inglaterra, lo será de mi vida en España. Hasta el día de Reyes, al menos, cuyo regalo -que no sé si es carbón- será otro viaje, otra partida.
domingo, 15 de diciembre de 2013
Las cosas del volver
El invierno es largo en Londres -y eterno al norte del país. Además, es acaparador: se queda con casi todas las horas del día: a las cuatro, empieza a oscurecer. No me habitúo a esta precocidad de la noche. Lo pienso mientras devoramos un comistrajo en uno de los sedicentemente llamados restaurantes del aeropuerto de Gatwick (de nombre Garfunkel; ¿dónde estará Simon?), a la vista de unas pistas de aterrizaje, seguramente secundarias, por las que apenas circula ningún avión, mientras el sol declina con rapidez. En realidad, no lo vemos ponerse: está oculto por las nubes; la pátina dorada que, hace poco, tiznaba todavía la humedad algodonosa del cielo, ha menguado y, por fin, desaparecido, abandonándolo todo a su grisura esencial. Nos atiende un camarero portugués, otra de las modalidades de la categoría "camarero extranjero" en la que tan pródigamente militan los españoles. En el avión que nos trae a Barcelona, leo a David Rosenmann-Taub, un excelente poeta chileno al que publicamos en DVD hace algunos años, y sobre el que he recibido el encargo de escribir un ensayo. No es fácil hacerlo: las turbulencia de su verso se mezcla con las de la aeronave, y el resultado es una agitación que me afecta al estómago. Sin embargo, dejar de tener ocupada la mente en algo mientras vuelo me resulta muy perjudicial: me hago dolorosamente consciente entonces de la incomodidad que sufro, del nicho que ocupo -es más: en el que reboso- en el espacio desquiciantemente hermético del avión, y esa conciencia incrementa la incomodidad, el dolor. Opto por jugar al ajedrez con mi iphone (qué palabra más horrible, y qué pija; antes de escribirla, he tenido que preguntar si el teléfono que tengo es un iphone, un ipod o un ipad: ignoro las diferencias), ahora que puedo hacerlo. En el momento del despegue, en que también estaba jugando, un azafato calvo me ha pedido que lo apagara. Cuando le he dicho que no estaba conectado a internet, el aeromozo me ha ordenado que lo apagara, y lo ha hecho con taxatividad castrense, igual que se le pide a un atracador que tire el alma y se entregue a la justicia. Lo he hecho, claro: una pequeña humillación más en esta sucesión de humillaciones diminutas, o no tanto, que es la vida. Para llegar a casa, y como Pablo está de viaje en Italia, hemos tenido que coger un taxi: nos ha costado 51 euros. Hace no demasiados años, una carrera del aeropuerto a Sant Cugat costaba 30 o 35 euros: ha subido tanto, que parece la factura de la electricidad; más o menos lo ha hecho en la misma proporción en que mi sueldo ha bajado. En casa ya, nos reciben, colgadas de los balcones de nuestros vecinos, multitud de estel·lades. Ángeles las mira con nerviosismo; yo, con una mezcla de indiferencia y desprecio. En el buzón me espera un montón de correo. En uno de los sobres hay dos ejemplares del libro que acaba de publicar una escritora amiga, con un prólogo mío. Observo que no hay copyright del prólogo -un error, por algún extraño motivo, común: ya me ha pasado en otras editoriales- y que la autora no incluye mi nombre entre los agradecimientos. Esto es menos común, y supone un brevísimo pinchazo, otra muesca, minúscula, en la lista de humillaciones que engroso cada día. Pero en esto, como todo lo que tiene que ver con el mundo literario, me he entrenado para olvidar inmediatamente: si no olvidara, la amargura se me comería, y me niego a ser devorado por un bicho tan repulsivo. Hay que mantener la cabeza lo suficientemente limpia, lo suficientemente despejada, como para seguir escribiendo, que es lo único que importa. Ceno apenas, me entero de que el Barça ha ganado y el Madrid, empatado 2-2 con el Osasuna (¡benditos navarros!), y luego me engancho a una película infame, Pirañas 3D, pero con una protagonista -cuya participación en el film ha sido obviamente alimenticia- a la que he tenido ocasión de admirar en otras producciones, Elisabeth Shue. Aunque mantiene una garrida prestancia, advierto alrededor de sus ojos, en la base del cuello, en la piel de las manos, la vejez incipiente, en forma de arrugas y destensamientos: eso que parecía imposible en aquel cuerpo, compacto como el ónice, que parecía creado con el solo fin de seducir. Pero ahora esa derrota física que ya se insinúa humaniza a la actriz, y pienso que quizá le dé, paradójicamente, la posibilidad de desempeñar papeles más hondos, pluridimensionales. Por otra parte, hacía tiempo que no veía nada como esta película que se regodeara con tanto detalle -detalle digital, claro- en el desgarro de la carne, en la devoración de los ojos y los penes (aunque, como el pene es el del malo de la película, la piraña que se lo ha zampado acaba vomitándolo), en la sangre y el sufrimiento. Sigue sorprendiéndome que en los Estados Unidos se organice un escándalo nacional por que en una gala musical a una cantante se le salga un pezón, pero que se proyecten en las salas de cine y en las pantallas de televisión engendros como este, cuya violencia, por más freak que sea, supera cualquier medida humana, cualquier consideración racional. Las pirañas, por cierto, devoran como la noche, como la amargura, como la humillación.
sábado, 14 de diciembre de 2013
Las muchas casas de John Keats
En Londres abundan las casas de escritores. El respeto que muestran los ingleses por el legado de sus creadores, en sintonía con su aprecio general por las tradiciones, excede vergonzantemente al que campea en España, donde, por ejemplo, la casa de Vicente Aleixandre, en la calle Velingtonia, que fue un centro de irradiación de la poesía en nuestro país, sigue en un malhadado abandono, fruto de la desidia de las administraciones, que no es sino reflejo del desinterés de nuestros gestores públicos –y de la sociedad– por la cultura. Dos de esas casas, en Londres, están en el barrio de Hampstead: la de Sigmund Freud y la de John Keats. La del psicoanalista está atiborrada de libros y objetos: Freud sentía, como Neruda, como Breton, como González-Ruano, una necesidad compulsiva de acumular cosas, como si eso atenuara el vacío doloroso del espíritu, o poblara de materia amable un mundo hostil. La del poeta, en cambio, es de una desnudez asombrosa, casi zen. Keats solo vivió allí solo dos años, de 1818 a 1820, cuando, habiendo empeorado la tuberculosis que sufría, los médicos le recomendaron abandonar el insalubre clima inglés y establecerse en la soleada Italia. Sorprende la vaciedad del lugar, un espléndido caserón de paredes blancas y suelos de madera, en cuyas paredes cuelgan retratos del poeta, de su familia y amigos. Su fondo bibiográfico, empero, es interesante: contiene cartas de Keats –su correspondencia, traducida por Cortázar, es un fabuloso tratado de estética– y algunos manuscritos: aquí escribió, por ejemplo, «Oda a un ruiseñor»:
Me duele el corazón, y un pesado sopor aqueja
a mis sentidos, como si hubiera bebido cicuta
o apurado un opiáceo, hace apenas un instante,
y me hubiese sumido en el Leteo;
no porque tenga envidia de tu suerte,
sino porque soy feliz con tu dicha,
cuando, ligera dríade alada de los árboles,
en algún melodioso lugar
de verdes hayas e innumerables sombras
cantas al estío con voz enajenada.
También es muy acogedor el jardín, de hierba pulcra y dilatada, donde se puede uno tumbar, para oír solo a las gaviotas y gorriones. Me pasma el contraste entre la esencialidad, casi la desolación, de esta casa londinense, y el abigarramiento de la casa a la que se trasladó en Roma, en la plaza de España; un abigarramiento del que participa el entorno, saturado de españoles, japoneses y otras plagas viajeras. En esta casa murió, desmintiendo trágicamente aquella recomendación de los médicos de que el clima italiano le sentaría bien. De hecho, la residencia no parece haber favorecido a sus inquilinos: Shelley, que también vivió aquí, y que asistió a la agonía de Keats, murió pocos meses después, ahogado estúpidamente –si es que alguna muerte no es estúpida– en el golfo de La Spezia. El lugar, aunque tiene tres pisos, es angosto, y por todas partes acumula muebles, pinturas, cortinajes, recuerdos y, sobre todo, libros: aquí se contiene una de las bibliotecas más importantes del mundo sobre el Romanticismo. Pese a su estrechez, pese a la incomodidad de las sillas, pese al olor acre a madera vieja, aquel lugar me pareció un oasis de paz. Apenas había visitantes, y por las ventanas –las mismas por las que Keats atisbaba La fuente de la barcaza, de Bernini, cuyo brollar inspiró su epitafio: «Aquí hace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua»– se veían las hordas de turistas, subiendo y bajando tenazmente las escalinatas de la plaza, en dura competencia con las feroces palomas y los vendedores de helados, no menos despiadados. Solo rompía el silencio el suave crujir de los listones del suelo, bajo las pisadas respetuosas, incluso sobrecogidas, de los visitantes. Keats y su fallecimiento en Roma han inspirado uno de los libros más hermosos de Juan Carlos Mestre, La muerte de Keats; y también el poema de Borges:
Oh sucesivo
y arrebatado Keats, que el tiempo ciega,
el alto ruiseñor y la urna griega
serán tu eternidad, oh fugitivo.
Fuiste el fuego. En la pánica memoria
no eres hoy la ceniza. Eres la gloria.
Quizá fuese este poema –o cualquier otro, da igual– lo que estaba leyendo, en el jardín de la casa de Hampstead, el grupo de personas que vi, sentadas en círculo, durante mi visita. Leían, en voz baja, pero lo suficientemente alta como para que todos la oyeran, y luego se quedaban callados un rato, reflexionando. Su discreción condecía con la del lugar, y era un homenaje susurrado a aquella otra personalidad, de fuego, que atravesó brevísimamente el firmamento de la literatura, pero que dejó en él una huella inabarcable.
viernes, 13 de diciembre de 2013
Poesía catalana y poesía inglesa
Gracias, otra vez, a la hospitalidad de Jordi Larios, vuelvo hoy a la Universidad Queen Mary para hablar de la poesía catalana actual. Le he dado un título genérico a la sesión: "Nombres y tendencias". La ponencia, en realidad, será la versión hablada, y abreviada, de mi introducción de Medio siglo de oro. Antología de la poesía contemporánea en catalán, la selección que he preparado para el Fondo de Cultura Económica. No me gustaría que nadie hiciera una interpretación errónea del título, aunque, en los tiempos que corren, es una posibilidad que no se puede descartar. No es que, al decir medio siglo de oro, esté menospreciando a la literatura catalana, situándola por debajo del siglo -y hasta los siglos- de oro de la española. Me refiero al hecho de que mi compendio solo reúne a autores nacidos a partir de 1950, cuya existencia configura, precisamente, medio siglo de oro. Es, pues, una cuestión estrictamente cronológica, que no supone juicio o valoración (y, si lo supone, es favorable, porque mi prólogo se asienta en una pregunta para la que no he encontrado respuesta: ¿cómo es posible que, en un dominio lingüístico tan pequeño, que no tiene hoy más de 10 millones de hablantes, hayan surgido tantos buenos poetas en los últimos 150 años?). La charla se desarrolla con normalidad, aunque vuelvo a encontrar entre el distinguido público (así se dirigía casi siempre el gran Diego Jesús Jiménez a sus audiencias, porque, especificaba, "los distinguía a todos") a la misma estudiante somnolienta de ayer. Hoy parece algo más despierta, pero dedica la atención que le permite su vigilia al escrutinio de una tableta que mantiene debajo de la mesa; al final de la sesión, ya no aguanta más la incomodidad y la pone, formando un trípode, encima. Está bien así: que cada cual se dedique a lo que le interesa. Por mi parte, doy una visión panorámica de la evolución de la poesía en catalán hasta nuestros días, y concluyo leyendo poemas de algunos de mis antologados: Miquel Desclot, Maria-Mercè Marçal, Joan-Elies Adell, David Castillo. Luego, como no podía ser de otro modo, me voy a comer con Jordi.
Por la noche, sigo disfrutando de la poesía. La gente del servicio de Anatomía Patológica en el que trabaja Ángeles en el hospital ha organizado, como cada año, la cena de Navidad, y, como mi papel preferido en esta vida es el de cónyuge invitado -sobre todo, a reuniones de médicos: como no lo soy, no estoy obligado a dar conversación, y puedo, por lo tanto, dedicarme por entero a los langostinos-, me he sumado al evento. Soy el último en llegar al restaurante, y, cuando lo hago, los comensales ya están dispuestos a ambos lados de una larguísima mesa rectangular. Descubro entonces de algunas de las tradiciones navideñas británicas: las coronas de papel en la cabeza y los Christmas crackers, unos petardos de pega que esconden regalos. Pero los compañeros de Ángeles han tenido también un detalle ajeno a la tradición, según me dicen, en mi honor: cada uno ha elegido un poema que le gustase y han impreso con ellos una pequeña corona poética. El juego consiste ahora en que descubramos quién ha elegido cada una de las composiciones. No diré que me emocione el gesto, pero sí me parece enternecedor: que se tomen esta molestia por alguien a quien la mayoría no conoce, solo para que se divierta, para que se encuentre un poco menos solo, supone una generosidad a la que no estoy acostumbrado: una de esas generosidades diminutas que enriquecen los días. Hay poemas de Shakespeare, Albert Tennyson, Hilaire Belloc, Edward Lear y Thomas Hardy, entre otros; el elegido por Ángeles es de Juan Ramón Jiménez, el muy borgiano "Yo no soy yo":
Yo no soy yo.
Soy este
que va a mi lado sin yo verlo;
que, a veces, voy a ver
y que, a veces, olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo,
el que perdona, dulce, cuando odio,
el que pasea por donde no estoy,
el que quedará en pie cuando yo muera.
Me llama la atención que un grupo de científicos, o de gente con formación científica, haya sido capaz de seleccionar poemas -buenos poemas, como son en su mayoría- y dedicar el motivo de la velada a la poesía. Me pregunto cuántos integrantes de los servicios de Anatomía Patológica españoles -y hasta de departamentos enteros de las universidades españolas- podrían o estarían dispuestos a hacer lo mismo. Es también muy revelador que ocho de los once poemas seleccionados (todos menos Shakespeare, Jiménez y Tennyson) sean humorísticos o tengan algún contenido irónico: el ingenio, la gracia del lenguaje, sigue siendo importante para los lectores. Por lo demás, la celebración navideña me recuerda al tantas veces citado Julio Camba, cuando describía las fiestas que se organizaban regularmente en su boarding house londinense: a él le parecían funerales, pero, cuando preguntaba a la gente, mosqueado, si se estaba divirtiendo, todos le respondían: "¡oh, sí, nos estamos divirtiendo mucho!", y seguían con su misma expresión de escoba, arrellanados en un sillón de orejas. Me atengo a las normas sociales que exigen que se departa un rato con cada uno de los contertulios que se encuentran a tu alrededor -a mi derecha, tengo a una señora que me pondera los placeres de la vida en Normandía, donde su marido y ella tienen una casa desde hace treinta años; delante, una pareja mixta (él, sonrientemente enrojecido por el tinto australiano que nos estamos asestando; ella, tersa, amable y achocolatada) con la que comentamos los placeres sin cuento que depara alquilar un piso en este país-, charlo asimismo con el jefe del servicio, que viene a saludarnos como un novio a los invitados a su boda, para lo cual todos hemos de sobreponernos al fragor de las mesas vecinas, donde varios grupos de mujeres celebran, con escasa discreción, su condición femenina, e, ingerido el menú, damos las gracias por la invitación, nos despedimos educadamente y salimos al frío reconfortante de la noche.
jueves, 12 de diciembre de 2013
Con Isabel del Río en la Organización Marítima Internacional
He quedado a comer con Isabel del Río, escritora y lingüista, en la Organización Marítima Internacional. A Isabel la conocí en el slam de traducción, organizado por Spain (Now!), en el que participé hace un mes y medio. Hoy me ha invitado a conocer la Organización, cuya sección de terminología y referencias dirige, y a charlar sobre asuntos literarios y laborales. La OMI es el único ente de las Naciones Unidas con sede en Gran Bretaña. Parece lógico, dada la tradición marítima del país (Rule, Britannia, y todo lo demás). Se encuentra en el Albert Embankment, a tiro del piedra del Parlamento. Llego paseando: desde mi casa en Battersea Park solo se tardan 45 minutos en llegar. El camino no es especialmente hermoso: se atraviesa, primero, el nudo ferroviario que conecta Victoria y Clapham Junction, se pasa después por detrás de la Battersea Power Station -a cuyo alrededor crecen ya las grúas y las plataformas de construcción que han de convertirla en un barrio nuevo entero-, se cruza después el puente de Vauxhall, que tampoco es, en la ribera sur, especialmente memorable, y se llega, por fin, al Albert Embankment. A lo largo de la ruta, puede uno ir asomándose, aquí y allá, al Thames path, pero el camino se interrumpe con frecuencia, por edificios, almacenes u obras. Pese a todo, es un día despejado, y hasta luce el sol. Los días limpios y luminosos de invierno en Londres son una delicia: el aire parece de mica, y todo fulge con una intensidad vítrea, como si alguien hubiera pulido el firmamento con lija. Cuando ya estoy acercándome al número 4, donde se encuentra la OMI, me cruzo con una deshilachada pandilla de joggers. Pero no son, en este caso, un grupo de jóvenes musculosos o de mozas garridas, sino la población de algún geriátrico: el más joven debe de tener setenta años. Pasan junto a mí con la expresión descompuesta, jadeando, rojos como granadas, alguno, incluso, emitiendo gemidos parecidos a estertores. Estoy tentado de llamar a una ambulancia. Pero ellos no se detienen: siguen corriendo, es decir, agitándose como paraguas desencajados, braceando ostensiblemente, como si su balanceo hiperbólico los ayudara a impulsarse hacia adelante. La mayoría parecen garzas artríticas, pero también pasa alguno gordo: es como ver correr a Papá Noel sin traje de navidad. Cuando la senecta turba ha desaparecido entre los pasadizos del Thames path, yo ya estoy entrando en la OMI. En el mostrador de seguridad me toman una foto, para lo que el vigilante me indica que debo agacharme un poco. Es curiosa esta seguridad que no está preparada para captar a los muy altos. Mientras avisan a Isabel de mi llegada, observo a mi alrededor: el vestíbulo, nobilísimo, está desierto. Ya en el despacho de Isabel, ella me explica la naturaleza y propósito de la Organización: no es una entidad policial, sino coordinadora y asistencial: lucha contra la contaminación y el expolio de los mares y para mejorar la seguridad de la navegación y las comunicaciones marítimas, entre otras tareas. En cuanto a ella, trabaja como lingüista y traductora de la Organización: traduce documentos, confecciona glosarios especializados, homogeneiza vocabularios. Y, cuando vuelve a su casa, escribe poemas, relatos y novelas. Isabel vive envuelta en palabras; su vida, es de hecho, una selva, o, mejor, un océano de palabras, entre las que se mueve como alguien deliciosamente atrapado por sus aristas, por sus zarzas sonoras. Intercambiamos libros -yo le regalo un ejemplar de Insumisión y ella, su último volumen de cuentos, Zero negative. Cero negativo, en el que cada uno tiene dos versiones, en inglés y en castellano, ambas escritas por ella, naturalmente bilingüe- y luego me enseña la sala principal de la OMI, donde se celebran sus asambleas generales (que tiene esa estructura chata y profunda de casi todas las salas principales de las Naciones Unidas; esta me recuerda mucho a la que vi en el Palacio de las Naciones, en Ginebra, cuando me invitó a leer allí mi amigo, el poeta y diplomático Ignacio Cartagena), y la sección en la que se exhiben todos los presentes hechos por los países miembros al sumarse a la Organización. Como es lógico, predominan las reproducciones de barcos y, en general, los motivos marinos -España, con poca originalidad, le obsequió con una maqueta de las tres carabelas de Colón-, pero hay excepciones: los chinos regalaron un tapiz con una imagen de la muralla china, y los nigerianos, una dama guerrera a caballo (el animal, por cierto, mantiene las patas traseras en una posición inverosímil; habrá que entender esa inverosimilitud, que es más bien deformidad, como una licencia artística). Los griegos, por su parte, aportaron una estatua de Neptuno (o de Poseidón), y sugirieron -que es el término diplomático para significar "exigieron"- que se colocase a la entrada: por eso hoy la imagen de un caballero desnudo, con muchos rizos y un brazo alzado que apunta con una lanza ausente, recibe a todos los trabajadores y visitantes de la Organización. Mientras admiramos la sección patrimonial, observamos, en los sillones de un rincón, a alguien echando la siesta. Pero echándola bien: con los pies en la mesita y la boca abierta. Luego vamos a comer al comedor de la Organización. Yo pido pescado: me parece lo adecuado. El camarero que me lo sirve es español. En el almuerzo, seguimos charlando, e Isabel me da pistas valiosas para mi búsqueda de trabajo, que, aunque no llevo a cabo con demasiado ahínco, todavía no he abandonado. Este no es un país individualista, me dice, sino gremial: si no formas partes de la organización o de las organizaciones profesionales del sector en el que quieras trabajar, no conseguirás nada. Me informa entonces de las asociaciones de traductores más importantes a las que habría que pertenecer, y se ofrece, con gentileza casi excesiva, a llevar a cabo otras gestiones para proporcionarme información o para ponerme en contacto con profesionales relevantes de la que puede llamarse con propiedad industria del lenguaje en este país. Mientras comemos y ella me cuenta todo esto, yo disfruto de las vistas del Támesis, que serpentea hasta perderse tras el London Eye, de camino al mar. Nos despedimos, por fin, y yo vuelvo a casa, sin prisa, por la ribera norte del río, desde Millbank hasta el puente de Chelsea. El día ya está declinando, aunque solo sean las tres y cuarto de la tarde, y el frío aprieta. La bruma se ha levantado -o ha caído, no lo sé bien- en los barrios por los que camino, y a uno le parece estar atravesando bosques inmateriales, o materia espectral. (Anoche también salí a pasear, tras muchas horas de ordenador: el parque de Battersea era una pura sopa de guisantes, como se dice aquí, y, en aquel mar de lánguidas fosforescencias, uno entendía bien los paisajes que alumbraron a Jack el Destripador: solideces laxas, sombras blancas, desdibujamientos que parecen no tener fin). Cuando llego a casa, estoy empapado. Como si me hubiera bañado en el mar.
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