El inglés Alan Turing fue un matemático y criptógrafo excepcional. Su biografía está salpicada de hechos que anuncian ese carácter singular: aprendió a leer por sí solo en tres semanas, y su determinación por saber era tan grande que, a los dieciséis años, y pese a la huelga general que paralizaba al país, recorrió las 60 millas que separaban la ciudad de Southampton del internado en el que estudiaba para asistir a clase. Sin haber concluido siquiera los estudios de cálculo, ya resolvía problemas irresolubles e infería de los trabajos de Einstein las críticas que este no había llegado a formular a las leyes de Newton. Pero no sentía el mismo interés por el estudio de los clásicos y las humanidades que por el de las matemáticas. Por eso suspendió algunos exámenes y solo pudo entrar en el King's College de Cambridge, en lugar de en el Trinity, que es donde le habría gustado hacerlo. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Turing era ya un científico reputado, cuya intervención fue decisiva para descifrar los códigos de la máquina Enigma, aquel artilugio diabólico que los nazis habían diseñado para que sus comunicaciones fueran indescifrables, y que estaba haciendo que los submarinos alemanes machacaran a los cargueros que iban y venían de las Islas Británicas en el Atlántico, cuyos suministros resultaban esenciales para la supervivencia de la isla y, por lo tanto, para resistir a Hitler. El trabajo de Turing fue, pues, esencial para el esfuerzo bélico, y acortó la guerra, según algunas estimaciones, más de dos años. Eso supuso que se salvaran miles, quizá millones de vidas en el conflicto. Acabado este, siguió investigando en el mundo de la computación y la inteligencia artificial, y estableció, de hecho, las bases de la informática moderna. Así, en 1946, presentó en el Laboratorio Nacional de Física un estudio que se convertiría en el primer diseño detallado de un ordenador automático. Sin embargo, y pese a todos estos méritos y aportaciones, Turing tenía un problema, además de sus orejas despegadas: era homosexual. Su homosexualidad había determinado ya algún hecho muy relevante en su vida: en 1930, su compañero de juventud, Christopher Morcom, había muerto repentinamente, y Turing había renunciado a su fe, convencido de que no podía haber un Dios que permitiera semejante crueldad. En aquella época las prácticas homosexuales eran ilegales en Gran Bretaña, pero la sociedad británica atemperaba la dureza de la ley con el bálsamo de su hipocresía, y fingía no reparar en ellas si no resultaban escandalosamente evidentes. Por desgracia, en 1952, Turing presentó una denuncia ante la policía, porque alguien había entrado a robar en su casa -al parecer, con la complicidad de su entonces amante, Arnold Murray-, y, en el curso de las investigaciones policiales, él mismo reconoció su sodomía. Los agentes de la autoridad le acusaron entonces de "indecencia grave y perversión sexual", los mismos cargos que habían recaído en Oscar Wilde hacía medio siglo. Turing no creía que tuviera nada de qué disculparse y renunció a defenderse. Fue declarado culpable, aunque se le permitió elegir entre ingresar en prisión o someterse a la castración química. Optó por esto último. Las brutales inyecciones de estrógenos que recibió durante un año le hicieron engordar, que le crecieran mamas y que sufriese impotencia. En 1954, murió por haber comido una manzana de su laboratorio impregnada de cianuro, aunque todavía no se sabe si fue un descuido -como alegó su familia-, un suicidio -como sostiene la tesis oficial- o un asesinato -como han elucubrado los inevitables partidarios de la conspiración-. Muchos creen también que el símbolo de Apple, una manzana mordida con los colores del arco iris, es un homenaje a Turing: a su muerte y a su homosexualidad. Hace pocos días, se ha sabido que la reina de Inglaterra ha dictado el perdón definitivo a Turing, después de que el Parlamento británico se lo negara en 2010, alegando que no podía exonerarse a nadie por actos que constituían delito cuando fueron cometidos. (Falta por saber si Turing sería tan magnánimo con la reina de Inglaterra y el Parlamento británico: él es, realmente, quien debería impartir, o no, el perdón). Si está bien que los poderes públicos sepan rectificar las injusticias (y los ingleses, que solo han tardado en este caso cincuenta años en hacerlo, han demostrado una celeridad que pulveriza al Vaticano, que ha necesitado quinientos para reconocer que se le fue la mano con Galileo, por ejemplo), resulta terrible pensar que un país que alega ser la cuna del liberalismo y abanderado de la civilización pueda castigar a alguien que le ha hecho tanto bien por el delito de amar a personas de su mismo sexo. Hoy en día, en muchos países del mundo las actividades homosexuales todavía son delito (salvo que se crea que la homosexualidad no existe en ellos, como en Irán, donde todos son muy machos; enturbantados, pero machos), y los gays pueden acabar en la cárcel y hasta ejecutados, por no hablar de la persecución cotidiana y el rechazo social que padecen. Las religiones tienen mucho que ver con este acoso y esta condena. La iglesia católica, en particular, que se alía con dictadores y bendice matanzas, pero que no disculpa el menor desliz sexual, se ha significado históricamente por su denostación del amor per angostam viam. Hace poquísimo, los obispos españoles, esos adalides de la modernidad, seguían proclamando que la relación homosexual es una relación contra natura y "moralmente desordenada". Lo que a mí me parece contra natura es el celibato, que ellos ejercen (aunque lo alivien con algún mozalbete propicio o alguna muchachita temerosa de Dios), y que está por completo ausente de la naturaleza, a diferencia de la homosexualidad, cuyas prácticas se han documentado en más de 800 especies animales; y lo que se me antoja moralmente desordenado es que personas ignorantes del sexo y del amor condenen las conductas de adultos conscientes en virtud de unos preceptos particulares dictados por un Dios que solo existe en sus mentes. En el manual de instrucciones del cristianismo, Jesús dijo: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado"; y también: "Ama al prójimo como a ti mismo". No dijo: "Amaos los unos a los otros, siempre y cuando seáis de distinto sexo, como yo os he amado", ni "Ama al prójimo, pero solo heterosexualmente, como a ti mismo". Habría que impartir un cursillo de actualización a los curas, y a los clérigos de toda laya, para que recordaran que lo importante es el amor, y no el sexo del amado. Bendito sea, pues, Alan Turing y todos los que comparten su forma de querer. Ojalá hubiera menos sacerdotes, y muchos más como él.
Y además, muy guapo!!
ResponderEliminarBenedict Cumberbatch, se le parece. Buena elección para la peli.
Una extraordinaria presentación de Turing (al que admiro mucho) y un discurso argumental muy bien razonado, coherente y de conclusiones que comparto plenamente. "Ojalá hubiera menos sacerdotes, y muchos más como él". Ojalá, pienso también. Ojalá.
ResponderEliminarGracias, Ayla, por tus palabras. Sí, Turing es un modelo de ser humano. Qué sangrante es que su propio país lo repudiara.
ResponderEliminarUn beso.