No diré que añore aquellos tiempos en que el tren de Barcelona a Madrid tardaba once horas, con un trayecto que era también un recorrido por la piel de un país agrícola y resquebrajado, pero sí que la modernización de las comunicaciones, que ha vuelto las estaciones ferroviarias parecidas a aeropuertos -con esa hostilidad impersonal de lo aeronáutico-, le ha restado mucho de aquel encanto viajero, de aquel lanzarse a la aventura que fue, durante mucho tiempo, coger el borreguero a Madrid. Hoy, el AVE en el que me subo no tarda ni tres horas en llegar a su destino, y no hay peligro de que se siente en tu mismo compartimento un familia de Cuenca que viaja con los niños y las gallinas para ver a los parientes de la capital. Aunque siguen sucediendo cosas insólitas y concertándose espectáculos memorables. Hoy, por ejemplo, me ha dado plantón el poeta Yulino Dávila, que me llamó ayer para que nos tomáramos un café juntos antes de marcharme y le dedicase Insumisión. Pues bien: Yulino no ha aparecido por la estación, que es donde habíamos quedado, y se ha sumado así a la escueta lista de personas que no han acudido a una cita concertada conmigo; una lista que encabeza, con honores, Marta, una novia que tuve hace muchos años, con la que me cité en el Museo del Louvre de París (yo venía de recorrer Europa con Interraíl, y ella iba a viajar a París desde Barcelona), y que, gloriosa y comprensiblemente, no apareció, porque había descubierto que aquel verano yo había trasladado mis afectos a la anatomía no menos gloriosa de Wilma, una holandesa liberal. En Sants, la visión del actor Eduardo Soto, que se sube en el vagón posterior al mío, supone también un deslumbramiento. Si Walter Matthau parecía una cama deshecha, Eduardo es como un chicle masticado. Tocado con una gorra negra en cuya parte superior luce algo indefinido, pero que semeja un dragón volador, de plata, y vestido con una camiseta que es un cruce de la de Popeye y la de Wally, Eduardo fuma ostensiblemente -aunque esté prohibido hacerlo en todo el recinto de la estación- y se mueve como si en cualquier momento se le fueran a descuajeringar todas las varillas del cuerpo. En el viaje, leo Instrucciones para fracasar mejor, de Miguel Albero, que me he comprado en Barcelona, escrito bajo la invocación del célebre verso de Samuel Beckett: "Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor". El libro no me defrauda, por su planteamiento y su documentación, de momento, aunque está pésimamente puntuado (¿cuándo aprenderán los escritores a hacerlo?; una prosa mal puntuada es una prosa torpe, grasienta, que nunca alcanzará la eficacia, y mucho menos la elegancia, que se propone), y a pesar, también, de que Albero se empeña en ser gracioso. Remata muchas frases, muchos pasajes, con una observación supuestamente ingeniosa o un comentario humorístico, a menudo tomado del habla coloquial, y con ello se recrea en la suerte, hasta diluir el efecto seco y suficiente de lo afirmado antes del remoquete. La mejor ironía es la que destila una prosa acerada, sin que sea necesario engalanarla con farolillos de fiesta. Ya en Madrid, dos cosas me llaman la atención en el metro: los cantantes que tocan -alguno de ellos incluso actúa- en los pasillos larguísimos y desolados, donde no rebota ni un paso, sino solo su voz fatigada; y lo mucho que tardan los trenes en pasar: un cuarto de hora de uno a otro. En Barcelona, la frecuencia de paso no supera los tres minutos; en Londres, el minuto. Aquí se conoce que están ahorrando, y es a costa, como siempre, de la gente. Cuando llego por fin a donde Jordi y Marta, que es con quienes he quedado para cenar, me encuentro a Jordi con la pata quebrada y en casa, como el perfecto casado. Salimos, no obstante, a un bar cercano, donde -me dicen- sirven unas tapas espectaculares y donde cenamos a base de chipirones y ensalada de tomate. Jordi ha de hacer un verdadero esfuerzo por cruzar la calle: nunca me había imaginado que desplazar el propio cuerpo apoyado en dos muletas resultara tan fatigoso. Ya en el bar, tengo el placer de constatar, en efecto, la calidad de su cocina, la campechanía de su dueño -de la que también se habían hecho lenguas mis anfitriones, y que puede sintetizarse en esta máxima: si puedo pegar un grito, ¿por qué hablar bajo?- y también la primera derrota del Barça en la Liga, contra el Athlétic de Bilbao, que es saludada con un rugido de júbilo por parte de los concurrentes. Ni Jordi -que también es culé- ni yo movemos un músculo, no sea que a él tengan que escayolarlo aún más y a mí se me quiten para siempre las ganas de comer chipirones en Eloy Gonzalo, es más, me hagan chipirones allí mismo, pero Marta se suma a la celebración, aunque no ruidosamente, como nuestros vecinos de mesa (que antes hablaban, escalofriantemente, de "pegar una lección de cultura..."), sino con un destello de euforia en los ojos. A Marta, como a cualquier persona inteligente, el fútbol le trae sin cuidado, pero, por algún extraño designio psíquico, ansía que el Barça pierda siempre. Cosas de algunas chicas que se han criado en Barcelona. A los tres se nos van cinco horas y media de charla y carcajadas: cuando el bar ya casi cierra, volvemos a su piso y allí chupamos cadenciosamente unos gin-tonics, bajo la redonda mirada de Bimba, la perrita sin rabo de Marta. Hablamos -llevamos hablando, en realidad, toda la noche- de literatura y, sobre todo, de la trastienda de la literatura: de políticas editoriales, de la dificultad de vender libros por la dificultad de colocarlos en las librerías, de vanidades y banalidades -este capítulo ocupa un buen trecho de la conversación-, de rijosidades y malas artes -este también da mucho de sí-, de ediciones de Valente hechas por quienes se han pronunciado públicamente en contra de cuanto Valente defendía, de listas de mejores libros que sancionan lo inverosímil, de dosieres nauseabundos de poesía en algunas revistas. A las tres y media de la mañana, agotado pero feliz, me marcho. Las calles están tan desoladas como los pasillos del metro. Un taxi sin la luz de libre se me acerca y me pregunta si estoy buscando taxi. Hace frío, pero yo me siento extrañamente caldeado.
Interesante crónica
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