Ayer fuimos en coche de Madrid a Barcelona. Anteayer lo habíamos hecho de Hoyos a Madrid. Las primeras veces que hicimos este recorrido, se me antojaba un viaje casi de descubrimiento, lleno de aventuras posibles y paisajes fascinantes. Hoy me parece, simplemente, espeso. Ha ganado la familiaridad de lo que se ha hecho muchas veces, y eso lo aplana, le roba toda rareza. Envejecer es que nada se viva ya por primera vez. Sin embargo, en este itinerario tan fatigado y tan fatigoso, en el que el tiempo parece dilatarse como la estepa soriana, uno aprende a descubrir lo sorprendente en lo más nimio, en lo más cercano. Como en la vida cotidiana, en realidad. Me siento fascinado, por ejemplo, por los locales de carretera, y, cuando entro en alguno de ellos, no puedo dejar de pensar en mi amigo Agustín Fernández Mallo, que ha hecho de estos espacios híbridos, fronterizos, en la linde justa entre la arquitectura y la nada, un lugar de reflexión y de alumbramiento poético. En el viaje de ayer, entramos en un motel. Sí, como en las películas americanas: un motel de carretera, cuya placa azul a la entrada lucía, no una hache, sino una eme mayúscula, encima de dos estrellas. Ni siquiera sabía que esta categoría hostelera existiese en España. Las habitaciones se sucedían, una al lado de la otra, bajas, con una puerta y, casi pegada a ella, una ventana, exactamente igual que en el motel de los Bates, en Psicosis, aunque todo era aquí un poco más rústico, y el paisaje que se desplegaba ante nosotros no era una carretera, sinuosa y enigmática, entre colinas, sino una autopista sin ninguna doblez, castellanamente recta, entre desiertos. En el bar del motel, tomamos un par de cafés con leche. Nos divirtió observar que el pan de leña se vendía por un valor de un euro. Así lo decía el papelote en el que se anunciaba el producto: "Pan de leña. Valor: 1 euro". Otra asociación literaria me llevó a Antonio Machado: "Todo necio confunde valor y precio". El precio era un euro; su valor, para alguien que entrara con hambre y con frío, era muy superior. No le hice ninguna de estas observaciones a la camarera -mulata y, por su acento, seguramente de algún lugar del Caribe- que nos atendió, y que seguramente pensaba que la palabra "valor" es mucho más valiosa que "precio". El precio es común, vulgar, proletario: todo tiene un precio y, en consecuencia, carece de elevación, de singularidad alguna. En cambio, no todo tiene valor: el valor es algo excepcional y, por lo tanto, prestigiante. Su pan de leña cobraba, con esa denominación, un aura de mérito que ningún panadero había imaginado hasta el momento. En realidad, el proceso mental que había llevado a la mulata, o a los responsables del bar, a escribir "valor" en lugar de "precio" era el mismo que aqueja a tantos -sobre todo, a políticos, ejecutivos y periodistas-, y que consiste en sustituir una denominación sencilla, directa, por otra polisilábica o innecesariamente alargada. Creen que tecnificando, que enrevesando la expresión enriquecen el pensamiento, cuando es justamente al revés: lo enfangan y, lo que es más grave, revelan escasa confianza en su propia razón, que no consideran suficiente, si se muestra desnuda, para seducir o convencer. Nuestra siguiente parada, doscientos kilómetros más allá, fue en otro restaurante de carretera. Este, sin embargo, era más clásico: uno de esos locales de toda la vida, que se pueden encontrar, sin diferencias discernibles, en Cádiz y en Pontevedra, en Albarracín y en Gerona. Allí me sentía como en casa. Ah, esos jamones colgados encima de la barra, con esos paragüitas al revés pinchados abajo, para recoger la grasilla que sueltan; ah, esas longanizas, esos lomos tan bien dispuestos, en ristras castrenses, despidiendo olor a establo; ah, esos muebles castellanos, de madera y esparto, ideales para la desviación de la columna vertebral; ah, esos cedés de Los Chunguitos, de Raphael o de Juanito Valderrama, anunciando delicias musicales sin cuento; ah, esas pelis del Oeste de los años 40, o de Paco Martínez Soria de los 50, o de Ursus, aquel gigantón de los peplums de los 60 que yo veía en el cine del colegio, las tardes de domingo, por un duro, mientras comía Conguitos; ah, esas frutas escarchadas, esas tabletas -que más bien parecen tablones- de chocolate, esos mantecados, o polvorones, o sobaos de la tierra apilados en un rincón del local, junto a las revistas guarras y a los juguetes de plástico; ¿y qué decir de los baños, con ese perfume a zotal, con esas guirnaldas de orina al pie de la taza -vueltas, al cabo de unas horas, una película amarillenta y untuosa-, esos inodoros sin papel y esos lavamanos sin jabón? Allí tomamos otro café, que nos sirvió un camarero infinitamente aburrido. Llevaba pajarita. Y mientras uno miraba por los ventanales que daban a más desiertos, por los que soplaba un cierzo criminal, aquella pajarita revoloteaba a nuestro alrededor, limpiando vasos, o la barra, o recolocando las napolitanas de chocolate o las morcillas de Burgos petrificadas en el mostrador, o espantando alguna mosca contumaz, hasta posarse otra vez en una quietud desesperada, hecha de tedio y vaciedad y repetición. Aquella pajarita volaba por el local como un colibrí de luto en una cueva sin nadie.
Hola!
ResponderEliminarYo cuando entro en un baño público, siempre me fijo en el monigote W.C (y sonrío)!! Me gusta mucho ese libro y tu prólogo es estupendo!!
Me gusta: "Acabo de llegar y ya sé, amor, que me vestirás con tus besos"
Un abrazo
El monigote WC es un clásico entre los seguidores de Agustín. Y, sí, yo le dediqué alguna reflexión en el prólogo de Yo siempre regreso... A mí también me gusta mucho ese libro: tiene una frescura y un atrevimiento grandes, y, además, contiene el germen, las bases, de casi todo lo que ha escrito después. Celebro que lo conozcas, y que te guste.
EliminarOtro beso.