En realidad, no es navidad todavía, pero amenaza con serlo. Hoy, 24 de diciembre, decido acercarme por la mañana a la librería Alcaná para examinar, y quizá comprar, un ejemplar de las Obras completas de Walt Whitman, que he visto anunciado por internet. Tengo muy avanzada la traducción del norteamericano, pero nunca viene mal sumar otra referencia a la biblioteca de consulta. Por las calles se ve a gente con gorritos navideños y con esos otros tocados, más ridículos aún, si cabe, que imitan, en fieltro, la cornamenta de los ciervos. También se ven más pedigüeños que de costumbre: se conoce que los necesitados creen que el espíritu navideño estimula el ejercicio de la caridad. Y se oyen villancicos, claro: en algunas tiendas y en los pasillos del metro, donde los músicos callejeros los interpretan con glúcida perseverancia. Son los dos extremos de la sociedad mercantil: los escaparates y las catacumbas. Alcaná, en el barrio de Tetuán, muy cerca de Bravo Murillo (donde, hace más de treinta años, tuve una novia, Olga, de la que supe, sorpresivamente, hace poco: madre de familia, vive ahora en una capital de provincia, capeando el temporal de la existencia con antidepresivos y sedantes), es una librería de viejo muy bien organizada: los dependientes llevan chalecos con el nombre del establecimiento impreso en el pecho, desplazan cajas ordenadas en carretillas, manejan ordenadores portátiles como si fueran bolígrafos. Y eso es sorprendente en España, donde casi todas las librerías de lance son coliseos de polvo y espeluncas de la zafiedad. Pido por el libro que me interesa, y lo examino en el mostrador. No lo voy a comprar: la traducción de la poesía de Whitman es de Pablo Mañé Garzón, aparecida en la editorial Río Nuevo, y que ya tengo; y otra buena parte del volumen recoge la correspondencia del escritor, que no va a formar parte de mi edición. No vale, pues, la pena pagar los 60 euros que cuesta por apenas una breve franja de textos. Pero me duele dejar la librería sin llevarme nada; siempre me duele. Ojeo los estantes de la tienda. La sección de poesía es muy pequeña, como en casi todas partes, pero doy con un poemario de Laureano Albán, aquel poeta costarricense que vivió en España y que ganó, en los años 70, si no recuerdo mal, el premio Adonáis. El libro está publicado en la colección "Provincia" de León, que siempre -o, al menos, mientras la dirigió Antonio Gamoneda- es una garantía de que va a tener algo que ofrecerme, y, además, consta autografiado por el autor. Para mayor atractivo, es defectuoso: las primeras páginas se repiten, y eso hace que, como los sellos, aumente de valor. Lo compro por cuatro euros, y también otro volumen que probablemente interese mucho a un buen amigo, y que quiero regalarle. Al salir, en busca de la parada del metro de Tetuán, paso por delante de un restaurante en cuya luna se ha inscrito un fragmento de La Regenta, que describe a unos mocosos asomarse, ganosos, a una pastelería. No alcanzo a entender el vínculo del pasaje con el lugar -que no es una pastelería, ni se llama Ozores o Clarín, ni parece de Oviedo-, pero celebro que se difunda la literatura en la calle, aunque, al lado del establecimiento, se haya apostado un mendigo rumano que consigna todas las desgracias del mundo en un trozo de cartón.
Por la tarde, y haciendo tiempo antes de ese momento delicioso, de esa apoteosis del entrañable vínculo familiar que es la cena de Nochebuena, voy paseando hasta el Café Gijón. Llueve algo, pero no hace demasiado frío. El fresco de la tarde, en cualquier caso, me sienta bien. Para mi sorpresa, el local está casi vacío, lo que no es óbice para que un encargado -en el mítico café, hay dos tipos de sirvientes: los encargados, que llevan traje, como los directores de las sucursales de La Caixa, y los camareros, ataviados como el tiempos de Galdós: con chaquetilla blanca y pajarita y pantalones negros, y con el mismo espíritu garbancero- me impida sentarme en una mesa junto a la ventana y me indique, con una retórica suavizante, plagada de diminutivos, que puedo hacerlo en cualesquiera otras del local. Durante un par de horas, leo e intento escribir, aunque nunca haya sido bueno en esto de hacerlo en lugares públicos, a diferencia de tantos, como César González-Ruano, que compuso casi toda su obra literaria en los cafés (y la mitad, como mínimo, en este); José Hierro, que no podía concentrarse en el silencio de su casa, y que necesitaba el desbarajuste obrero de los bares para que acudiera la musa (que debía de hacerlo con mono de trabajo y los dedos pringosos de calamares); o, más cerca de nosotros, Tomás Segovia, a quien he llegado a ver en los veladores del Café Comercial, garabateando poemas, absorto, con aquella microscópica letra suya. Yo no lo consigo. El parroquiano que está a mi vera, un señor que parece un cura, y que está leyendo un libro de un autor para mí desconocido, publicado por Alfaguara, no deja de chasquear la lengua, no sé si para que se le desprendan de las muelas los restos de la palmera de chocolate que se ha propinado, adolescentemente, antes de abrir las páginas del libro, por el placer que le produce la lectura, por hábito irredento o solo para molestar. Su chasquido es como el gotear de un grifo en una noche de insomnio: un diapasón perverso que acaba convirtiéndose en el único sonido del universo. El camarero contribuye a mi dispersión pasando dos veces por la mesa: la primera para verificar que me hubiese dejado la nota, y la segunda para recogerla del suelo. Y, un poco más allá, un grupo de turistas aúlla sus cuitas como si quisieran que se oyesen también en el edificio de Correos. Consigo pergeñar algunos versos, pero son una mierda. De hecho, lo mejor que me podía pasar -como, de hecho, me pasa- es que, al salir del café, se me caigan los folios en los que los había escrito al suelo mojado. La humedad desdibuja las palabras, lo que constituye una notable contribución a la salud de la literatura y, quizá, una buena metáfora de nuestra relación con el lenguaje y con la vida. Pero de esto puede que hable en otra entrada. Ahora solo queda echarme otra vez a la calle, a la lluvia, y coger fuerzas para la cena de Nochebuena.
Por la tarde, y haciendo tiempo antes de ese momento delicioso, de esa apoteosis del entrañable vínculo familiar que es la cena de Nochebuena, voy paseando hasta el Café Gijón. Llueve algo, pero no hace demasiado frío. El fresco de la tarde, en cualquier caso, me sienta bien. Para mi sorpresa, el local está casi vacío, lo que no es óbice para que un encargado -en el mítico café, hay dos tipos de sirvientes: los encargados, que llevan traje, como los directores de las sucursales de La Caixa, y los camareros, ataviados como el tiempos de Galdós: con chaquetilla blanca y pajarita y pantalones negros, y con el mismo espíritu garbancero- me impida sentarme en una mesa junto a la ventana y me indique, con una retórica suavizante, plagada de diminutivos, que puedo hacerlo en cualesquiera otras del local. Durante un par de horas, leo e intento escribir, aunque nunca haya sido bueno en esto de hacerlo en lugares públicos, a diferencia de tantos, como César González-Ruano, que compuso casi toda su obra literaria en los cafés (y la mitad, como mínimo, en este); José Hierro, que no podía concentrarse en el silencio de su casa, y que necesitaba el desbarajuste obrero de los bares para que acudiera la musa (que debía de hacerlo con mono de trabajo y los dedos pringosos de calamares); o, más cerca de nosotros, Tomás Segovia, a quien he llegado a ver en los veladores del Café Comercial, garabateando poemas, absorto, con aquella microscópica letra suya. Yo no lo consigo. El parroquiano que está a mi vera, un señor que parece un cura, y que está leyendo un libro de un autor para mí desconocido, publicado por Alfaguara, no deja de chasquear la lengua, no sé si para que se le desprendan de las muelas los restos de la palmera de chocolate que se ha propinado, adolescentemente, antes de abrir las páginas del libro, por el placer que le produce la lectura, por hábito irredento o solo para molestar. Su chasquido es como el gotear de un grifo en una noche de insomnio: un diapasón perverso que acaba convirtiéndose en el único sonido del universo. El camarero contribuye a mi dispersión pasando dos veces por la mesa: la primera para verificar que me hubiese dejado la nota, y la segunda para recogerla del suelo. Y, un poco más allá, un grupo de turistas aúlla sus cuitas como si quisieran que se oyesen también en el edificio de Correos. Consigo pergeñar algunos versos, pero son una mierda. De hecho, lo mejor que me podía pasar -como, de hecho, me pasa- es que, al salir del café, se me caigan los folios en los que los había escrito al suelo mojado. La humedad desdibuja las palabras, lo que constituye una notable contribución a la salud de la literatura y, quizá, una buena metáfora de nuestra relación con el lenguaje y con la vida. Pero de esto puede que hable en otra entrada. Ahora solo queda echarme otra vez a la calle, a la lluvia, y coger fuerzas para la cena de Nochebuena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario