domingo, 1 de diciembre de 2013

Agustín Calvo Galán

Estos días he visto dos veces a Agustín Calvo Galán: en mi presentación de Insumisión, entre el público, y en la de los últimos poemarios de Rafael-José Díaz y Mario Martín Gijón: él presentaba al primero, y yo, al segundo. Agustín es un amigo reciente: solo hace seis años que lo conozco, aunque, bien pensado, y dada la volatilidad de casi todas las relaciones que establecemos en estos tiempos de ligereza, quizá este lapso de tiempo me autorice ya a considerarlo un viejo amigo. Recuerdo que nuestro primer contacto se estableció porque Agustín me pidió, sin conocernos personalmente, que presentara su libro Poemas para el entreacto, publicado por una minúscula editorial sevillana, "Jirones de azul". Lo hice, con placer, en el Ateneo de Barcelona, y ya entonces pude apreciar el gusto de Agustín por la poesía compacta y el dictum breve, que se quintaesenciaba, a menudo, en aforismos. El poema "Autoridad", por ejemplo, lo compone un solo dístico: "Construyo obstáculos deseados/ y con amor los destruyo". "Otredad" revela su ingenio lingüístico: "La analogía tiene sinónimos/ que no entienden de similitudes". Pero pronto descubrí que la actividad raigal de Agustín era la poesía visual, y hoy puedo afirmar que Agustín Calvo Galán es uno de los más importantes poetas visuales del país, junto con Antonio Gómez y Gustavo Vega. Esta disciplina es una suma de fusiones: se hace con palabras, pero también con imágenes, o al revés; maneja los materiales de la pintura y las artes gráficas, pero su intención es inmaterial; practica la metáfora -es más, es metáfora-, que se define como una figura traslaticia, en el inmóvil mundo de los objetos. La poesía visual es poesía porque aspira, con una representación, a significar otra, o muchas. A mí me gusta husmear en el taller de Agustín, que más parece una carpintería o una imprenta antigua que un obrador de poeta. Me complazco allí en los olores resinosos, en las virutas de madera y de cartón, en los instrumentos de dibujo y los papeles recortados -siempre hay papeles recortados-, en el caos deliciosamente absoluto que lo preside todo, y del cual surgirá una obra perfectamente hilvanada, matemática. Ese taller está en Cal Jep, donde Agustín vive con su marido, José Antonio, un hombre tan encantador como inteligente. Cal Jep es una masía, cerca de un pueblo que ostenta el inverosímil nombre de Castellfollit del Boix, perdida entre los valles y quebradas de la Cataluña central, en las que abundan los almendros y el cereal. Pero Agustín y José Antonio no se dedican a las labores del campo -aunque posean un buen número de árboles frutales, cuyas ramas no vacilo en saquear cuando los visito: los higos, sobre todo, me enloquecen-, sino a la cría del caracol. Allí, en grandes naves blancas, alimentan alevines hasta que han crecido lo suficiente como para ser vendidos a los centros transformadores, que los disponen para el consumo. Ciertamente, esta fase del negocio es la más rentable: la única preocupación de los criadores es que los huevos eclosionen como es debido y que las caracolitas no fallezcan antes de tiempo. Lo que suceda luego -y pueden suceder muchas cosas: el caracol es, pese a su concha, un animal muy vulnerable- ya no les concierne. El caracol es un bicho curioso. Es hermafrodita, pero ha de copular, porque no puede autofecundarse. En esos acoplamientos, que suelen darse por la noche, como los humanos, y durar, a diferencia de los humanos, entre cuatro y siete horas, los copulantes se lanzan mutuamente una saeta espiral de carbonato cálcico, que desaparece en el interior del receptor, donde se disuelve y libera el esperma. Como se ve, en el caso de estos gasterópodos, el dardo de Eros ha dejado de ser una metáfora del amor, para convertirse en una realidad física, en un comportamiento literal. En Cal Jep, convocados por la generosidad de Agustín y José Antonio, nos solemos reunir, cada tanto, algunos amigos poetas, como José Ángel Cilleruelo, Álex Chico, Juan Vico, Jesús Aguado y yo. Celebramos fiestas semejantes a las reuniones de Bloomsbury, pero sin su sofisticación hiperbórea. En lugar de whisky y té, sorbidos entre brumas acerbas e ingeniosidades cantabrigenses, nosotros bebemos vino, nos atiborramos de calçots y hasta hacemos la bomba en la piscina de la casa, desde la que se divisa el zigazgueo calcáreo del macizo de Igualada. En verano, cuando el calor es oprobioso, no salimos del agua, y allí charlamos de literatura y de caracoles, dos temas apasionantes, sin dejar de beber. Parecemos romanos: solo nos falta comer uvas de una bandeja de plata dispuesta junto al agua. En invierno, la chimenea del comedor sustituye, con su calor ingente, al frescor veraniego, y el ambiente se hace propicio al vino dulce y las confidencias. Algún año, mientras chupábamos espirituosos y nos contábamos secretos, hemos visto nevar, y disfrutado de un frío casi tan compacto como la poesía de Agustín. Su último libro de versos, Viatgen amb mi/Viajan conmigo, que me regaló en la presentación de Rendicción, se ha publicado en otra lacónica colección, "Poética y peatonal", de la editorial de Alzira "Ejemplar Único": Agustín se ha especializado en estos sellos minoritarios, artesanales, casi secretos, que son fundamentales, no obstante, para la salud de la poesía, que esponjan y expanden su respiración, que trasminan amor por la palabra íntima, bien compuesta. Lo integran, como reza el colofón, 28 ejemplares, de los cuales solo 23 son públicos. Transcribo el que ha tenido la generosidad de dedicarme a mí: "Perquè m'entenguis/ erro - Para que me entiendas/ yerro".

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