Me encuentro, de nuevo en Laie, con Virginia Trueba, que fue la directora de mi tesis doctoral, y que ahora, felizmente, es mucho más: amiga. Virginia acaba de publicar una excelente edición crítica de la Antígona de María Zambrano -esa gran poeta disfrazada de filósofa- en Cátedra, y lleva varios meses asistiendo a congresos y reuniones relacionados con el personaje clásico y con la pensadora española. Acaba de volver de Tampa, en Florida, que le ha parecido un lugar desolado, y de París, cuyas muchedumbres la turban, como a mí las de Londres: ha pasado, pues, del vacío a la multitud con la misma sensación de desajuste y exilio; pero quizá en eso consista vivir. Mientras hablamos de mi vida en Inglaterra y de la suya en Barcelona, ocurre algo extraordinario: por la puerta que da a la galería de Laie en la que nos encontramos, aparece María Ángeles Pérez López, una de mis mejores amigas, poeta extraordinaria y profesora de la Universidad de Salamanca. A María Ángeles hacía más de un año que no la veía, aunque siempre habíamos procurado encontrar un hueco para reunirnos en su casa de Salamanca: Ángeles y no nos acercábamos desde Hoyos, que está a una hora y media en coche de distancia. Pero el verano pasado no fue así, por diversas circunstancias relacionadas con nuestra pronta marcha a Gran Bretaña. La veo ahora, y se me antoja increíble. Ha venido a Barcelona para participar en un homenaje a Gonzalo Rojas, cuya poesía completa acaba de publicar el Fondo de Cultura Económica, en el que también ha intervenido Juan Carlos Mestre. No me había avisado de su visita, porque me hacía en Londres, claro. Sin embargo, según me cuenta tras los abrazos que nos damos en medio del gentío que atesta Laie, esta misma mañana otro poeta amigo, Toni Clapés, con el que se ha visto, le ha informado de que yo estaba en Barcelona, con motivo de la presentación de Insumisión en la ciudad. Inverosímilmente, esa misma mañana el propio Toni me ha enviado un correo electrónico para agradecerme la reseña que ha aparecido en el Avui sobre un poemario -Rendezvous, de Jordi Larios- publicado en la colección que él dirige, Jardins de Samarcanda. Cuando suceden estas cosas, este insólito enmarañamiento de coincidencias y de afectos compartidos, uno cree que el mundo tiene algún sentido, aunque el único sentido verdadero -no lo he olvidado- sea el del azar. Nos sentamos los tres -Virginia, María Ángeles y yo- un rato juntos, pero he de marcharme casi de inmediato, para presentar Rendicción, el último poemario de otro buen amigo, Mario Martín Gijón. La presentación -de Rendicción, publicado por Amargord, y de la poesía completa de Rafael-José Díaz, por La Garúa- es en la librería Herder, un lugar privilegiado en el centro de Barcelona, delante de la universidad, pero que siempre me parece vacío. Hoy no es una excepción. En el espacio de las presentaciones sufrimos el ruido del intenso tráfico de la calle Balmes; lo sufrimos los cuatro componentes de la mesa (Mario, Rafael-José, Agustín Calvo Galán, presentador de este, y yo) y las ochos personas que integran el público, entre ellas Aurelio Major, con el que es la segunda vez que coincido en un acto de estas características. La lectura transcurre con normalidad (esto es, con toda la normalidad que permiten los poemas de Mario, uno de los cuales, por ejemplo, dice: "Per(ex)istiré aunque cie/ go/ zaremos [y] seremos/ contra la ce(gu/rt)e(r/z)a"), aunque, necesariamente, se alarga más de lo previsto. A las ocho y media, cuando Mario empieza a hablar, los encargados apagan las luces de la librería, como hacen algunos bares para expulsar a los parroquianos contumaces. Salimos por fin al frío de la ciudad, que ahora corta como una cuchilla, y a una curiosa iluminación navideña que no es transversal, sino que sigue el propio curso de la calle Balmes: aunque muchos la encuentran cursi, a mí me gusta la originalidad de este gigantesco farolillo serpenteante, que quiebra la rigidez de los adornos tradicionales. Yo todavía tengo otro acto, una lectura de Libro libre con más amigos, Alfredo Gavín, Juan López-Carrillo y Ramón García Mateos, en un tugurio de la Rambla del Raval, pero desisto de ir: cuando llegue, la lectura casi habrá acabado, el clima es cruel y no me encuentro demasiado bien: el resfriado que me he traído de Inglaterra no se ha apaciguado, sino, por el contrario, recrudecido; el pecho me arde, y no de pasión. Pese a ello, me siento reconfortado: bañado en palabras, envuelto, otra vez, por la amistad.
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