Ayer presentamos Insumisión. Fue en La Central del Raval, una librería a la que es casi obligado acudir para este tipo de actos, aunque haya realizado últimamente una serie de cambios internos que no sé si favorecen, o más bien dificultan, su realización. Antes, las presentaciones y lecturas se hacían en lo que se llamaba la cripta, un espacio debajo de la planta principal del local que resultaba recogido y que, por estar casi cerrado, tenía una excelente sonoridad. Luego, los actos se trasladaron a un extremo de la planta superior del edificio, en un hueco amplio entre los estantes. El sitio perdía intimidad y comodidad -cabían menos personas que en la cripta-, y también se veía afectado por los inevitables ruidos del negocio, pero ganaba en presencia libresca y en, digamos, amplitud: los libros nos rodeaban, más aún, nos arropaban, en una especie de cúpula multitudinaria y protectora. Ayer, la presentación estaba dispuesta en el otro extremo de la planta superior, literalmente entre las estanterías y las mesas de los libros: apenas había allí hueco reconocible para instalar la de los presentadores, y el público había de sentarse en las sillas dispuestas en los espacios que las separaban. No me quejo, en realidad. La cercanía de los libros siempre me ha agradado y, aunque la zona se veía especialmente afectada por el ruido del local -el teléfono que le sonaba a una dependienta, el que hacía crujir los peldaños al subir por las escaleras, el que tropezaba con una de las sillas, el que hablaba más alto de lo normal para pedir un libro o interesarse por un autor-, hace tiempo que desacralicé las lecturas de poemas: si antes consideraba que debían realizase en un silencio casi litúrgico, ahora creo que, si los versos no son capaces de superar el ruido que los rodee, es que no merecen ser leídos. Si Miguel Hernández ha declamado poemas en las trincheras, y Maiakovsi, en aglomeraciones de soviets, y Gabriel Celaya, en fundiciones siderometalúrgicas, ¿no iba yo a ser capaz de recitar los míos en una educada congregación de licenciados universitarios, en una librería tranquila? Jesús Aguado hizo una presentación certera e inteligente, como todo lo suyo; yo leí tres poemas -iba a leer un cuarto, profundamente antirreligioso, pero la asistencia de un amigo muy querido, y muy creyente, me disuadió de hacerlo-, porque, como mis poemas son inevitablemente largos (salvo cuando se ciñen a formas estróficas, algo que hago con el deliberado propósito de tascar el freno y que no se me desmanden: de gozar de los placeres de la brevedad), no quiero castigar al auditorio con una escucha excesiva; y, finalmente, se abrió un coloquio, en el que se habló, precisamente, del sentido de esa largura, de la estructura velada del libro, y de la razón por la que mis poemas casi nunca tienen título. También se planteó una de esas grandes preguntas que flotan siempre en el acto de la lectura, ya sea pública o individual, y a la que todavía es difícil dar una respuesta convincente-: la validez, o invalidez, de las interpretaciones literarias, esto es, de todas las interpretaciones literarias, de cualquiera de ellas. Sergio Gaspar formuló la pregunta abiertamente, poniéndose incluso de pie, para deslizar su opinión contraria a que todas las exégesis puedan considerarse válidas, aunque a mí me gustaría haber definido antes qué se entiende por "válido". Luego, tras el ritual de la firma de ejemplares, nos fuimos a tomar una cerveza, que es como la coronación del libro: y yo, coherentemente, pedí una coronita. Allí estábamos Jesús, con el ingenio, la bonhomía y la calidez de siempre; Juan Vico y Álex Chico, que están haciendo un excelente trabajo en el nuevo equipo de redacción de Quimera, además de seguir ambos produciendo una obra literaria propia de calidad creciente; Susana, la encantadora compañera de Juan; Andreu Navarra, que es un filólogo sapiente y un hombre exquisito, pero que no tiene empacho en lucir una sudadera de su antiguo grupo de música anarcosatánico, presidida por una estrella trenzada de cinco puntas, uno de los símbolos del Maligno; Mario Martín Gijón, un joven poeta y escritor extremeño, profesor de la Universidad de Extremadura, que ha venido a Barcelona para participar en un congreso sobre literatura y exilio -su otra dedicación académica- en la Universidad Autónoma; David Leo García, otro joven poeta, ganador, en su día, de un premio de poesía que publicaba DVD ediciones, que se acaba de instalar en Barcelona, para lo que todavía no ha necesitado pasaporte; y yo mismo, claro. Concluimos las cervezas, concluimos las bravas y, al cabo de un rato, concluimos también la conversación. Pero, cuando ya me encaminaba al tren para volver a Sant Cugat, rodeado por esos bangladeshíes que tiran molinillos fosforescentes al aire al principio de las Ramblas y por las primeras putas, que se asoman a la noche como quien ve amanecer, pensé que no, que la conversación no había concluido, que la presentación de Insumisión, como todas las presentaciones de todos los poemarios del mundo, y todos los libros que no se presentan, y aun los que no se publican, y todas las conversaciones -o monólogos- que suscitan, no había acabado, ni podía acabar nunca, porque forma parte de ese diálogo universal, inmune al tiempo, en el que llevamos participando los seres humanos desde el principio de la razón, que es, a su vez, el principio del lenguaje, y del que nuestras palabras escritas, o pronunciadas con la encendida turbiedad que procura la cerveza, no son sino fragmentos infinitesimales, partículas de significado sumidas en un flujo inacabable.
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