Juan Luis Calbarro es un especialista en islas: ha vivido en Fuerteventura y Mallorca, y ahora lo hace en Gran Bretaña. Quizá el hecho de que sea de Zamora explique su pasión por el mar. También es poeta -su último libro es el excelente Museos naturales-, escritor, portavoz de UPD en las Islas Baleares -bueno, nadie es perfecto- y, sobre todo, excelente amigo desde hace casi veinte años. Ayer nos encontramos en Brighton, donde ahora reside por razones familiares. Mi noción de las distancias en Inglaterra aún no es muy precisa, así que me sorprendió la cercanía de la ciudad con Londres: desde la estación de Victoria, el viaje dura apenas cincuenta minutos. Alguien que ha vivido allí me había dicho que Brighton es la ciudad británica con más horas de sol al año. Pues nadie lo habría dicho ayer: el cielo estaba enladrillado, y no parecía que se pudiera desenladrillar aquella masa compacta y gris, proclive al negro. Chispeaba, y soplaba un viento atlántico con la peor de las intenciones. Aún no hacía un frío extremo, pero solo de imaginarme las temperaturas que podrían alcanzarse allí, por ejemplo, una noche de febrero, me entraba una tiritona terrible. Juan me acompañó a ver lo más interesante de la ciudad. El destino natural de cualquiera que visita por primera vez Brighton es la playa, no de arena, como las delicuescentes mediterráneas, sino de guijarros, reciamente anglosajona. Uno no se explica cómo una parte de esa misma playa pedregosa puede ser, un poco más allá, nudista: tumbarse, sin sujeción ninguna, en esa masa de cantos hostiles es una invitación a la circuncisión traumática. Desde allí se observan los dos piers -muelles- de la ciudad: el del oeste, reducido ahora a un esqueleto de metal herrumbroso, como consecuencia de los dos incendios que lo devastaron en 2003, y el Brighton Pier -antes llamado Palace Pier, para distinguirlo del del oeste, aunque ahora, con la destrucción de este, ya no hace falta diferenciarlos, y el superviviente se ha quedado con el monopolio del topónimo-, uno de los más antiguos del mundo: se abrió al público en 1899, y sigue siendo uno de los más visitados. No es extraño: en su más de medio quilómetro de longitud, hay instalada una feria permanente, con norias, montañas rusas, puestos de perritos calientes, trenes de la bruja, balancines que garantizan la cefalea y el vómito, y una sucesión de arcades, esto es, de salones recreativos, en los que abundan aquellas máquinas tan sofisticadas en las que uno echa una moneda en una plataforma y espera, ávida e infructuosamente, a recoger las que caigan de otra, como consecuencia del empujón que nuestra moneda haya dado a las que ya hubiera. Estos muelles británicos, no obstante, tienen un raro encanto. Cuando Juan y yo lo recorremos, apenas hay nadie todavía: es pronto. El viento demuestra una fuerza pavorosa, y uno no se imagina cómo sobrevivir a su embate si está montado en cualquiera de sus atracciones. Al asomarnos al mar, advertimos la gradación de colores del agua: marrón cerca de la playa, rodeando al pier, y verde, casi turquesa, más allá, donde el fondo es demasiado profundo como para que las corrientes lo enturbien. También en el cielo se apunta un escalón muy lejano: el de las nubes que nos martirizan con su grisura, y el de un firmamento limpio, desnudamente azul, donde se derraman los rayos del sol, a lo lejos, constituyendo un horizonte celeste, paralelo al del mar. Cuando salimos del muelle, vemos a una de las gaviotas que permanentemente lo sobrevuelan lanzarse en picado contra una paseante e intentar arrebatarle el hot dog que se está comiendo. Casi se lo saca de la boca. Tener una ganzúa como es el pico de las gaviotas tan cerca de los labios no debe de ser una experiencia agradable. Nunca me han gustado estos bichos, a pesar de lo que disfruté, en mi adolescencia, con Juan Salvador Gaviota. Le pregunto a Juan si se sabe de alguna gaviota que, como los dingos en Australia, se haya llevado alguna vez a un niño, y me dice que lo ignora, pero que no le extrañaría. También las ardillas de los parques, me cuenta, son muy osadas: pueden llegar a morderte las pantorrillas, si te descuidas. Que esos simpáticos animalitos, con sus colas como vilanos, casi transparentes, se hayan vuelto antropófagos por nuestra funesta manía de ofrecerles cacahuetes, debería hacernos reflexionar. Al dejar el muelle de Brighton, volvemos al centro de la ciudad atravesando el Royal Pavillion y el barrio de Kemp. El primero es un delirante palacio, de apariencia hindú, mandado construir por Jorge IV, cuando todavía era regente, para acoger sus escarceos con una dama de la ciudad. Los ciudadanos de Brighton lo consideran una atracción magnífica, pero a uno le parece una gigantesca tarta de cumpleaños, llena de barquillos y oscuridades. En todo caso, la presencia y la intervención de Jorge IV en Brighton marcó el giro que ha dado la ciudad hasta nuestros días: de humilde población de pescadores a centro balneario y turístico internacional. Kemp, por su parte, es uno de los mayores centros homosexuales del mundo, como San Francisco o el gaixample barcelonés. Menudean las banderas arcoirisadas, en algún caso casi tan grandes como la que ondea en la plaza del zócalo de Ciudad de México, y las tiendas de ropas para gays. En una vemos expuestos esos calzoncillos que son como guantes, pero de un solo dedo; el pulgar, generalmente. Lo más irónico es que este barrio, antes pueblo, Kemp Town, fue construido, a principios del s. XIX, por Thomas Kemp, un prohombre notoriamente conservador. Nos alegra pensar que todavía estará retorciéndose en su tumba por que su creación se haya convertido en la versión anglomeridional de Sodoma y Gomorra. Ya en el centro, callejeamos por el núcleo histórico de la ciudad, que es pequeño pero encantador. Hay muchas joyerías, no sabemos por qué, y una plaza con la Torre del Reloj, en la que están esculpidos la reina Victoria y su marido, el príncipe Alberto, lo que no constituye novedad alguna en Inglaterra. Le explico a Juan que hay un piercing llamado "príncipe Alberto" en su honor: al parecer, el adorado cónyuge de la reina tenía un pene tan grande que la forma de disimularlo bajo las ropas ajustadas de su tiempo, para que no escandalizara a las damas ni suscitara la envidia de los varones, era sujetarlo al muslo, para lo cual se le insertó un aro en el glande, por el que se pasaba una correa que lo ataba a la pierna. Muchos sostienen que se trata de una leyenda urbana, pero a mí me divierte pensar que algo así sea cierto, y, además, explicaría aquella irracional pasión de la victoriana Victoria por su consorte. Le regalo a Juan, que es monárquico, la idea de investigar en las proporciones genitales de la realeza europea, que, además de Alberto, incluye a otro monarca proboscídeo, nuestro ínclito Fernando VII, cuyo médico personal le prescribió enrollarse una toalla en la base de su augusto miembro cuando quisiera ejercer el matrimonio con su majestad la reina, para que no fuera como la coyunda de un caballo y una coneja. Parece claro que lo que la naturaleza le había regalado al de las caenas entre las piernas se lo había sustraído del cerebro -la naturaleza busca siempre el equilibrio-, pero un tema así da mucho juego. La visita concluye con un té inacabable y un trozo de pastel de chocolate, naranja y almendras en un local diminuto y deliciosamente inglés. Cuando vuelvo a la estación para regresar a Londres, el cielo sigue estando cubierto, pero yo, dentro, siento luz.
Yo también puedo decir, aunque quede cursi, que fui feliz durante unas horas, así que habrá que repetirlo.
ResponderEliminarTu entrada me ha hecho mucha ilusión, y no menos gracia verme asociado en un mismo texto con la marea gay brightoniana, con el pene de Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha y con las gaviotas del Pier, sin duda descendientes de aquellas que hicieron de extras para Hitchcock. Cuyo apellido, y mira que no lo había pensado nunca, podría significar algo así como “amárrame esa polla”, de manera que es posible que acabemos de descubrir un lejano vínculo genealógico entre el famoso cineasta, el príncipe Alberto y Fernando VII. Ya solo nos quedáis Nacho Vidal y tú.
Gracias y una forta abraçada.
¿Lord Calbarro no lo llevó de visita al Cricket Ground de Hove? Muy coqueto, aunque para espléndidos (y cricketeros) pabellones victorianos el del mítico Lord's de Londres. ¿No le hará alguna visita, Lord Moga?
ResponderEliminarNo, herr Horrach, Lord Limemud no me llevó de visita al Cricket Ground de Hove, ni al mítico Lord's londinense, pero prometió hacerlo. Sí me habló de un amigo suyo, seguramente la única persona en España capaz de distinguir un palo de críquet de un rodillo para amasar, y lo hizo con una mezcla de fascinación y pasmo. Le aseguro que, cuando conozca esos campos esmeraldinos y vea, quizá, las evoluciones de esos caballeros británicos inmaculadamente vestidos de blanco, daré cumplida cuenta de la experiencia en este diario, para su solaz y edificación. Reciba mis saludos más cordiales.
EliminarMuchas gracias, Lord Moga. Hasta hace poco le daba la matraca a Iñigo Gurruchaga, corresponsal del grupo Vocento en Londinium, y que también aprecia el cricket (no llega a mis extremos delirantes, aunque tiene mérito), pero ya se cansó de hablar de cricket en su blog. Y, de verdad, los pabellones victorianos que se pueden encontrar en algunos estadios son fabulosos, obras de arquitectura enormemente bella (http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/1/1f/Lord%27s_Pavillion.jpg).
ResponderEliminarsaludos