Kensington es uno de los barrios más honorables de Londres, y uno de los de mayor tradición literaria, aunque afirmar algo así siempre sea osado, puesto que, en esta ciudad, cualquier barrio, por marginal que sea, esconde algún rincón en el que ha vivido, trabajado o se ha emborrachado algún escritor. Nuestra paseata dominical empieza por el parque homónimo. Entramos por la puerta que da a los jardines italianos, tras echar un vistazo a una exposición de pintura callejera, que se extiende a lo largo de la verja del parque, en la que nos hemos interesado solamente por unos paisajes también italianos, pintados con gracia y delicadeza; la pintora, a su vez, se ha interesado por la razón por la que llevo sandalias (sin calcetines) en un día frío como este. Al poco de entrar en el parque, se topa uno con la estatua de Peter Pan, con la que no creo que ningún niño de Londres no se haya fotografiado. Es trágico saber, sin embargo, que los niños reales -los Llewellyn Davies- que James Barrie conoció en este lugar, y que adoptó tras la muerte de sus padres, no se beneficiaron de la infancia, ni de la vida, eterna que inventó para ellos el escritor; por el contrario, se mostraron resuelta y precozmente mortales: de los cinco, Michael se ahogó en el Támesis a los 20 años; George murió en la Primera Guerra Mundial, a los 21; y en 1960, Peter -que había inspirado el personaje de Peter Pan- se suicidó arrojándose a las vías del tren, en Sloane Square. Peter era editor, pero no se ha demostrado que los sinsabores del oficio lo condujeran a tan fatal resultado. Atravesamos los Kensington Gardens disfrutando de las vistas: no hay mucha gente por los senderos y, aunque la haya, nunca parece mucha: este lugar es tan grande, que todo se difumina en una aparentemente interminable extensión verde, ahora -una luminosa mañana de noviembre- cincelada por un aire lavado, que no parece filtrar el sol, sino magnificarlo: los perfiles adquieren una nitidez tajante; los colores, hiperbólicos, pierden su condición superficial y, de tan intensos, parecen sustituir a la materia; los árboles, los estanques, todas las formas, por nimias que sean, golpean, restallantes, las pupilas. A la salida del parque, que hacemos un poco más allá del Albert Memorial, esa aguja dorada que resguarda la figurada adorada del príncipe Alberto, de cuyas prendas personales ya he hablado en otras entradas de este diario, empezamos el callejeo por el barrio. En De Vere Gardens, dejamos atrás una grúa ciclópea que está depositando en el suelo, desde una altura enorme, la cabina de un vehículo, y observamos la cercanía de las casas de Henry James, que vivió en el número 34, y Robert Browning, que lo hizo en el 29. Fueron vecinos entre 1887 y 1889, cuando murió el autor de Sordello, que es, por cierto, uno de los poemarios más abstrusos de la literatura occidental contemporánea -y mira que ha habido-, aunque fuese, años después de su publicación, vigorosamente reivindicado por Algernon Swinburne y Ezra Pound. Browing, sin embargo, que acaso no fuera el mejor crítico de su propia obra, creía que Sordello era diáfano: antes de publicarlo, se lo envió a un amigo, John W. Martson, para que lo leyera, diciéndole: "Ahora ya no podrán acusarme de escribir cosas ininteligibles". El público, empero, se sintió más confuso que nunca. Thomas Carlyle, por ejemplo, escribió: "Mi mujer ha leído Sordello, sin haber podido dilucidar si Sordello es un hombre, una ciudad o un libro"; y Douglas Jerrold, que convalecía de una grave enfermedad, creyó al leerlo que, a resultas de su trastorno, había perdido el juicio: "¡Oh -exclamó-, me he vuelto idiota!". De esa terrible conclusión lo sacaron su mujer y su hermana, que tampoco entendieron una palabra del libro. "Gracias a Dios -dijo entonces Jerrold-: no me he vuelto idiota". Siguiendo las calles que se dirigen a Kensington High Street, nos encontramos con el lugar en el que vivió -y murió- T. S. Eliot, en Kensington Court Place: una casa austera, casi sombría, aunque de ladrillo formidablemente rojo, cuya única concesión ornamental es el breve friso blanco de la entrada en el que se distinguen, en un tumulto de follaje, dos granadas semiabiertas. No lejos de allí, por encima de Kensington High Street, vivió, en dos pisos distintos, el gran Ezra Pound, coautor de La tierra baldía; y lo es, porque, como es sabido, Eliot sometió el manuscrito de uno de los libros fundacionales de la poesía contemporánea a la consideración de Pound, y este, con un lápiz casi tan rojo como el color de la fachada de la casa de Eliot, tachó la mitad de lo escrito. En un muy insólito gesto de humildad, pero que revela, en realidad, su inteligencia crítica, Eliot aceptó las eliminaciones, y publicó el poemario tal como lo había dejado Pound. Creo, pues, que no es irrazonable considerarlos coautores a los dos. (Por cierto, hace poco leí una traducción del título mucho mejor que la que siempre se le ha dado, propuesta por un escritor argentino: El yermo; otra, en esta línea de pensamiento, podría ser El erial). Antes de llegar a las casas de Pound, visitamos los Kensington Roof Gardens, unos inverosímiles jardines instalados en el tejado de un edificio de oficinas. El acceso es libre, salvo que alguien los haya reservado para una fiesta privada. Los jardines, en realidad, son tres: uno español, de estilo morisco, inspirado en la Alhambra, con fuentes, enredaderas, palmeras enanas y hasta un conventillo con su espadaña; otro, tudor, con arcadas y recovecos, lleno de rosas y lilas; y un bosquecillo inglés, con más de treinta clases de árboles diferentes, un arroyo y un estanque en el que ramonean cuatro flamencos: Bill, Ben, Splosh y Pecks. Que todo esto quepa en un tejado da que pensar. La próxima vez que vaya a ordenar el cuarto de la plancha intentaré tener presente su ordenación. Al salir de los jardines y del edificio que los alberga, hacemos una pausa para comer en una crepería. Es indudablemente francesa, pero también minúscula. Muchos locales lo son en Londres: para quien empieza un negocio, es prácticamente imposible pagar los alquileres monstruosos de lugares más espaciosos. Pese a ello, el comedor es agradable y la comida, decente, aunque ir al baño constituye una experiencia devastadora: la puerta del cubículo se abre directamente a la cocina, lo que perfuma los croque messieurs que el cocinero está manipulando en ese momento de un modo indescriptible; y el suelo tampoco parece muy limpio, francamente. Ah, si supiéramos todo lo que sucede en las cocinas que nos preparan esos platos de los que tanto disfrutamos. Llegamos por fin a las residencias de Pound en el barrio, aunque una de ellas, la situada en el 5 de Holland Place Chambers, no está marcada por la omnipresente placa azul: aquí fue, precisamente, donde Eliot y Pound se conocieron. En la otra, en el número 10 de Kensington Church Walk, Pound sufría la indeseada compañía de la campana de la iglesia de St. Mary Abbots, que pende de la aguja más alta de Londres. "Hacer sonar la campana -escribió Pound- simboliza el proselitismo religioso, y supone una intromisión sin sentido en el sosiego de los demás". No sé cómo este hombre soportó la vida en las ciudades italianas, ni cómo la habría soportado en muchos pueblos españoles; en Medinaceli, por ejemplo, donde estuvo. Y tampoco creo que el repicar de las campanas fuera tanto una expresión de proselitismo, como, más bien, una característica singular de la vida colectiva en Londres. Un duque alemán que visitó la ciudad, ya en en 1602, dejó escrito: "Al llegar a Londres, oímos un estruendoso repicar de campanas hasta muy entrada la tarde en casi todas las iglesias, y también los días siguientes hasta las siete o las ocho de la tarde. Nos comentaron que los jóvenes de la ciudad las tocan para divertirse y hacer ejercicio, y a veces apuestan grandes sumas de dinero a ver quién puede tocar una campana más rato o quién lo hace con mayor aceptación popular. Las parroquias invierten mucho dinero en comprar campanas que suenen armoniosamente, ya que ello supone convertirse en la preferida por tener las mejores campanas". La tarde declina ya -ahora empieza a oscurecer poco después de las cuatro- y ya solo tenemos tiempo de echar un vistazo a una pequeña librería de viejo que hay cerca, y en la que da gusto estar solo por la música barroca que suena todo el rato. Al volver al metro, dejamos atrás la casa en la que vivió James Joyce en 1931, en Campden Grove -y que no le gustó: la gente que pasaba por la calle le parecían "momias" y la calle, decía, debería llamarse "Campden Grave": la tumba de Campden-; la casa natal de Chesterton, aquel gordo genial; y la residencia del poeta Siegfried Sassoon, en la distinguida Campden Hill Square, aunque nada indica que también fue la casa en la que vivieron los niños Llewellyn Davies entre 1907 y 1918, y que Barrie ayudó a comprar.
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