Ayer participé en el translation slam organizado por Spain (Now!), con los poetas Julio Mas Alcaraz y Sara Torres. Se realizaba en un local alejado del centro, en el East End, a pesar de que la calle en que se encuentra ostentara el muy central y aristocrático nombre de Prince Edward Road. Llegar allí fue en ejercicio de paciencia. Hay una estación de overground -el metro de superficie- cerca, pero estaba cerrada, "por obras de ingeniería", según anunciaba la compañía. Esto sucede cada fin de semana: tramos de la red del metro se cierran por obras o mejoras. Es imprescindible enterarse, antes de salir, de cuáles son intransitables, no sea que nos pillen en medio de un desplazamiento y tengamos que buscar alternativas improvisadas, lo cual puede no ser muy agradable cuando llueve, hay muchos miles de personas en la misma situación que nosotros (y buscando las mismas soluciones) y ya llegamos tarde a dondequiera que vayamos. Ayer la alternativa fueron los autobuses, dos, con los que cruzamos toda la ciudad. Era muy interesante observar cómo el paisaje urbano iba cambiando, desde los rutilantes rascacielos de la City hasta los barrios remendados del East End, con fachadas llenas de pintadas, pieles oscurísimas por las calles y paisajes que, en general, siguen recordando bastante a los del Londres futurista de la pretérita La naranja mecánica. En realidad, nos dirigimos a Hackney, el barrio en el que, hace un par de años, hubo alborotos, y manifestaciones, y pillajes: los más pobres de los pobres se hartaron de la marginación y el olvido, y se dieron a dos entretenidas ocupaciones: pegarse con la policía y saquear supermercados. A lo largo de aquellas calles suburbiales, leía nombres curiosos: un local de tatuajes y piercings llamado Metal Morphosis; un restaurante turco llamado Erciyes -como el volcán de Anatolia que escalamos en nuestra visita a Turquía: el personal del hotel de montaña en el que nos alojamos salió a despedirnos, vistiendo guantes blancos, cuando nos marchamos-; un pub perturbadoramente llamado Dirty Dicks. También veo varias sedes del Ejército de Salvación, que aquí parece más necesario que en, digamos, Trafalgar Square. El local en el que se ha de desarrollar el translation slam es una galería de arte, muy pequeña: poco más que un cubículo. No hay sillas -el público se sentará en el suelo- y las paredes están recubiertas de dibujos de personajes admirables: Muamar el Gadafi, George W. Bush, Kim Jong-Un, el gordezuelo e intelectualmente egregio presidente de Corea del Norte, el emperador del Japón, aunque son dibujos paródicos, en los que aparecen flores, pájaros revoloteando y trozos de arcoíris. En esta zona de Londres se acumulan los estudios y las galerías de arte -los alquileres son mucho más bajos que en el resto de la ciudad-, y hay muchos creadores españoles desarrollando su labor. El ambiente del local, pese a las influencias maléficas de sus representados, es relajado y agradable. El acto consiste en una lectura de poemas de los tres poetas invitados, a la que sigue la de su traducción al inglés, hecha por Terence Dooley y Sarah Kelly, asimismo poetas. Los poemas y sus versiones se proyectan simultáneamente en una de las paredes de la galería. Julio me ha dicho que las lecturas de poesía al uso le parecen eucarísticas y, en consecuencia, insoportables, así que, en su turno, hace una pequeña performance: se levanta, lee paseando, se sienta, cambia el tono de voz, se mueve de un lado a otro, golpea una puerta; y, al final, culmina la acción tirando sus papeles al aire, para que lluevan sobre la audiencia. Luego nos tranquiliza: Don't worry: I'll clean up this mess. Yo, menos osado, me limito a leer desde el asiento, con la confianza de que el lenguaje haga su trabajo. Es una confianza excesiva, quizá, teniendo en cuenta que soy el último en intervenir, y que la gente lleva ya una hora larga oyendo versos en el duro y frío suelo, con la espalda gimiente. Me agrada especialmente la sonoridad de nuestros poemas en inglés: el ritmo monosilábico, golpeante, de ese idioma les da una crudeza musical que no tienen en castellano, más analítico, más articulado. El aspecto más sobresaliente del acto es el debate sobre la traducción: Dooley ha hecho versiones rigurosas, impecables, ejemplos de traducción literaria. En cambio, Kelly, maliciosamente azuzada por Silvia Terrón, la organizadora del acto, ha ideado versiones divergentes, muy radicales en algún caso, como en el de los poemas de Sara Torres, que convierte, de hecho, en artefactos visuales, sin nada, o con muy poco, del texto original. Con un poema de Julio ha aplicado muchas veces el traductor de Google, del castellano al inglés, y al revés, hasta decantar una forma extrañamente fija, repetitiva: como si hubiera pasado el líquido poético de un matraz a otro, para quedarse por fin la esencia. Un poema en prosa mío, en fin, lo ha vuelto del revés como un calcetín: lo ha subvertido léxicamente: donde decía algo positivo, ella dice algo negativo; donde ponía "hombre", ahora pone "mujer"; donde brillaba la luna, en su invención brilla el sol. Y no resulta inadecuado. Se evidencia, así, la condición de organismo vivo, de sustancia infinitamente maleable, de objeto que extiende los brazos en todas direcciones, como la diosa hindú, que ostenta el poema. En general, a los poetas nos gusta que nuestras creaciones se preserven tal como han sido concebidas y ejecutadas, porque tendemos a pensar que nuestras opciones, y el resultado en que se han materializado, son las mejores posibles: que ese poema no puede ser dicho de ninguna otra manera, aunque pueda ser interpretado de muchas. Pero Sarah Kelly demostró ayer que esos poemas intachables, e inmodificables, pueden ser también el germen de poemas igualmente inmejorables. Sus versiones re-crearon nuestras creaciones: se habían multiplicado; eran otras, sin dejar de ser las nuestras. Tras la lectura, nos tomamos en la sala un vino, aunque, incomprensiblemente, no español, sino sudafricano, y luego fuimos a comer a una pizzería encajonada entre antiguos almacenes, calles mugrientas, casas de ladrillo rojo y un canal de aguas sospechosamente negras. Al llegar, tuvimos que pedirle a una pareja que ocupaba toda una mesa que se apretara contra la pared, para que pudiéramos sentarnos también nosotros, que éramos nueve. Luego vinieron otros que nos pidieron a nosotros que nos apretáramos: así funciona todo en Londres: de apretura en apretura. Pero ayer, al menos, era un estrechamiento de amistad, un acercarnos, no solo en las palabras, sino también en el gesto, en el cuerpo, en la mirada.
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