Ahora que nos hemos mudado, descubrimos nuevos paisajes, nuevos rincones. En el número 55-56 de Oakley Street, por ejemplo, a la salida del puente Alberto, está la casa en que viviera Robert Falcon Scott, el explorador que pereció en el Polo Sur, en su desesperada carrera por hollarlo antes que su rival, el noruego Roald Amundsen. Choca el contraste entre esa fachada apacible y burguesa, y la infinidad blanca de la nieve, la vastedad de las extensiones heladas, en las que se desarrolló su malhadada expedición; cuesta imaginar que alguien que viviera en Oakley Street, en el barrio de Kensington y Chelsea, pudiese luego embarcarse, como si tal cosa, en una aventura semejante. (Un poco más adelante, en esa misma calle, hay una entrada encima de cuya puerta, en un cristal, aparece escrita la palabra LOVE, así, en mayúsculas: ignoro si es el apellido de su ocupante o un deseo ecuménico de fraternidad; si fuera lo segundo, sorprenderían sus resabios hippies en una vecindad como esta). Amundsen ganó, es cierto, aquella competición, pero Amundsen era noruego: serio, eficaz, aburrido; y también ladino: al iniciar su expedición, hizo creer a todo el mundo que se dirigía al Polo Norte. Por lo demás, como buen nórdico, utilizó perros en lugar de caballos -los elegidos por Scott- como medio de transporte, y no se entretuvo en investigaciones científicas ni otras zarandajas, como el inglés, sino que fue a lo que iba: cubrir kilómetros y plantar la bandera noruega en el norte magnético cuanto antes. Lo consiguió, sin duda, y los libros de historia lo consignarán siempre así, pero será una consignación sin gloria. La gloria pertenece a Scott y a su panda, que llegaron tarde, por pocos días, a la meta, y que murieron después en el hielo, a pocas millas del campamento que les habría permitido salvarse. Entre sus compañeros, destaca el capitán Lawrence Oates, un oficial de caballería que se sumó a la expedición -para atender, precisamente, a los caballos-, sin apenas experiencia en el mundo polar, y que, en el infernal regreso del grupo, consciente de que, a causa de la congelación y la gangrena que sufría, era una rémora para los demás, y comprometía sus posibilidades de supervivencia, pronunció su inmortal frase: I am just going outside and may be some time ("voy a salir; puede que tarde un rato"). Y, en calcetines, se perdió en la tormenta de nieve que en aquel momento azotaba la tienda donde todos agonizaban. Antes de su fatal expedición, en 1912, Scott había polemizado con otro explorador antártico, Ernest Shackleton, sobre la conquista del Polo Sur. Básicamente, Scott no quería que Shackleton, que había anunciado su intención de emprender viaje hasta allí, atravesara territorios sobre los que consideraba tener derechos exclusivos. Shackleton desistió de aquel propósito, pero no de la intención de recorrer la Antártida, como finalmente hizo en 1914. Para reclutar a sus compañeros de viaje, insertó este anuncio en el Times de Londres: «Se buscan hombres para viaje peligroso, sueldo bajo, frío extremo, largos meses de completa oscuridad, peligro constante, no se asegura el regreso con vida, honor y reconocimiento en caso de éxito». Como para abalanzarse a la entrevista. Pues bien, respondieron más de 5.000 personas: eran otros tiempos. Con 28 de las seleccionadas –a bordo del pertinentemente bautizado Endurance: «Resistencia»–, Shackleton zarpó hacia la Antártida el 5 de diciembre de 1914, y muy pronto se encontró atrapado en una banquisa de hielo, a la deriva. Así permanecieron, presos del hielo, hasta noviembre de 1915, en que el casco del «Resistencia» ya no resistió más y se hundió en las gélidas aguas del mar de Weddell. La embarcación de Shackleton y sus hombres pasó a ser entonces el propio témpano en el que habían acampado, sujeto igual, pero aún más peligrosamente, a las corrientes marinas. Tras muchos meses de errancia y navegación azarosa, los expedicionarios arribaron por fin a la isla Elefante, a 550 km de donde había naufragado el Endurance. Pero el inhóspito islote no garantizaba la supervivencia: alejado de toda ruta marítima, solo albergaba glaciares y algún pingüino barbijo. Así que Shackleton decidió emprender un viaje de 1.300 km en un bote de apenas siete metros de eslora, con cinco de sus hombres, con la esperanza de alcanzar las estaciones balleneras de las Georgias del Sur. Tras desafiar vientos huracanados y olas gigantescas, llegó, en efecto, a las costas meridionales de aquellas islas, pero aún tuvo que recorrer mas de cincuenta kilómetros de altas montañas, por una ruta nunca transitada, ni siquiera por los aguerridos balleneros noruegos, para llegar a Stromness el 16 de mayo de 1916. Por fin, con una escampavía de la armada chilena, Shackleton pudo rescatar al resto de la tripulación aislada en la isla Elefante, el 30 de agosto de 1916. Por increíble que parezca, todos los miembros de la expedición sobrevivieron a la aventura. No sé si Shackleton vivía en Chelsea, pero, a la vista de su resolución, semejante a la de Scott, aunque más afortunada que la de este, no me extrañaría.
Posdata: el poeta catalan Mateo Rello ha publicado hace poco un poemario singular, Meridional asombro, sobre la aventura de Shackleton. Lo recomiendo: es uno de los escasos ejemplos modernos, en la literatura española, de poesía de aventuras, y un libro bien resuelto, que, como todo libro de viajes que se precie, no solo un viaje a un lugar, sino, sobre todo, un viaje a uno mismo.
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