Es un domingo húmedo y triste, pero queremos aprovechar la última luz del día, que a las cuatro de la tarde ya se habrá extinguido. Salimos a pasear por una de esas calles laterales, escondidas, de Pimlico, que, no obstante, asombran por su elegancia y su amplitud. A veces uno las descubre por azar, o al doblar una esquina equivocada, y casi se espanta de no haber reparado en ellas: ¿dónde estaban estas calles, georgianas y melancólicas? ¿Cómo, tan cerca de las vías conocidas, no se me habían aparecido nunca? Caminamos en silencio, contemplando los pórticos de las entradas, la regularidad de las casas, que se incurvan ligeramente para seguir el arco de la calzada, la blancura constante de las fachadas, interrumpida, aquí y allá, por los colores exaltados de las puertas, el oro exangüe de las aldabas y picaportes, y el negro delicado de la numeración viaria. Después de un rato, divisamos entre los edificios la torre de San Eduardo de la catedral de Westminster, y nos aventuramos a visitarla. No hay que confundirla con la abadía de Westminster, que es el centro de la religión anglicana (esa que se inventó Enrique VIII para poder fornicar sin entorpecimientos), y vecina del Parlamento. La catedral tiene un aspecto extraño: es la mayor iglesia católica de Inglaterra y Gales, y templo principal de esa fe en ambos países, pero parece ortodoxa; de hecho, arquitectónicamente, lo es: su estilo neobizantino se debe al arquitecto John Francis Bentley, que empezó a construirla en 1895, pero que no la vio terminada: murió poco antes de que abriera sus puertas, en 1903. En realidad, ni Bentley ni nadie la ha visto nunca acabada, porque no lo está: la bóveda de cañón que constituye su espinazo no está decorada, y permanece a oscuras, en una tiniebla de mortero y piedra. Quizá esa oscuridad permanente acrezca la luz que irradian las once capillas laterales. Los mosaicos que las adornan son deslumbrantes: una constelación sináptica de teselas de oro, que se disponen alrededor de los iconos y las figuras hieráticas. Mientras las admiramos, se oficia una misa. No hay mucha gente, aunque es más de la que suele acudir a las misas dominicales en España, un páramo de ancianos y desheredados. Aquí observamos a gente mayor, sí, pero también a hispanoamericanos fervientes, a filipinos diminutos y hasta a un especimen de alguna tribu urbana, un cincuentón que calza botas militares, viste gabardina de cuero y exhibe un cráneo rapado en el que se ha tatuado ideogramas chinos, y de cuyas orejas penden, muy adecuadamente, crucifijos que, por su tamaño, harían las delicias de cualquier miembro del Opus Dei. El macarra, devoto, hace una pausa en su deambular, se persigna y se marcha. En la misa canta un coro, que nos hipnotiza. Las notas, de una extraordinaria entereza, pero a la vez de una delicadeza casi quebradiza, nos obligan a sentarnos. Ángeles retoma los ritos de su infancia, se arrodilla y reza. Yo me limito de escuchar la música, que se expande como un murmullo de fuego. Cuando salimos, nos dirigimos a Vincent Square, otro de los agujeros verdes que salpican la ciudad, y que habíamos visto demasiado deprisa en alguna de nuestras excursiones en busca de piso. Es, literalmente, un espacio vacío, un enorme cuadrado de hierba, sin monumentos, ni construcciones -salvo una someras instalaciones deportivas-, ni boscajes. Se trata de una plaza privada: el propietario es una escuela local, que reserva su uso para sus alumnos. Londres está lleno de estas plazas de las que solo pueden disfrutar sus dueños, por lo general vecinos, pero también, como aquí, colegios o entidades, y nos sorprende que estas herencias feudales hayan sobrevivido a las necesidades de la comunidad, a lo que en España llamaríamos "el interés público": que sigan ahí, cotos inaccesibles al público, en medio de la ciudad y su interminable bullir. A Vincent Square la circunda una hilera de plátanos gigantescos, que parecen ents de El señor de los anillos. El contraste entre esas enormes piezas de vegetación y la nada verde que es la plaza, se nos antoja magnífico: una contradicción señorial, una forma de afirmar la ruptura, y la inconcreción, y la transparencia. Recorremos todo el perímetro de la plaza, admirando asimismo las casas que la flanquean, en el interior de la mayoría de las cuales se puede atisbar, porque, ansiosos como siempre han estado por atrapar toda la luz posible en este país de luces elusivas, los arquitectos ingleses diseñan plantas bajas llenas de tribunas, y ventanas grandes, y toda suerte de aberturas. Es curiosa esta contradicción entre el celebrado amor por la privacidad de los británicos y su indiferencia por que su vida doméstica quede a la vista de todos. Ángeles y yo somos, ahora, como dos diablos cojuelos, aunque a ras de suelo, que ven todo lo que sucede. Y también cómo el cielo se ha cerrado, definitivamente, en una masa compacta de oscuridad, cuya única fisura es una luna que esplende como una hoz.
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