Las obras del metro: todos los fines de semana, todos, tramos de la red del metro de Londres y de los ferrocarriles -que aquí gestionan muchas compañías, puesto que el servicio está liberalizado- están cerrados por obras; de mejora, dicen. En una ciudad tan extendida y populosa como esta, cerrar el metro supone un grave trastorno para, literalmente, millones de personas. Y eso sucede, repito, cada fin de semana, y también algunos días laborables. La compañía sustituye los vagones por autobuses -aunque no siempre: en algunas rutas, se limita a informar sobre las líneas alternativas más cercanas-, pero los retrasos, los planes que se chafan y la confusión general están garantizados. A veces quedan suspendidas incluso las conexiones a los aeropuertos, lo que puede conducir directamente al desastre. Ir a Heathrow, por ejemplo, en algo que no sea el metro, es un drama, y si uno averigua, cuando entra en la estación, que está cancelado, puede dar por perdido el vuelo, salvo que esté dispuesto a pagar un potosí -no: varios potosíes- por un taxi. En cincuenta años de vida en España, yo no he visto nunca que las líneas de metro se cerraran por obras. Y, si alguna vez ha sucedido, no ha sido con esta frecuencia. Se suele alegar que el metro de la capital es muy antiguo, y que eso requiere abundante trabajo de mantenimiento. Pero la primera línea del metro de Barcelona, el más antiguo de España, data de 1925, y no deja de funcionar nunca.
La defensa de los inquilinos. El mundo de los alquileres, como ya he narrado en alguna de estas entradas, es lo más parecido a la selva amazónica -o al bosque de Sherwood- que he encontrado en esta ciudad, no exenta de selvas. En ese cosmos salvaje, el inquilino es el eslabón más débil, y las agencias inmobiliarias -que no están sujetas a ninguna regulación legal específica-, los capataces inmisericordes que hacen restallar el látigo en su lomo. Si uno ha tenido la suerte de encontrar un piso que le guste y, más difícil todavía, que pueda pagar, no podrá reservarlo mediante la entrega de una paga y señal: habrá de abonar, prácticamente en el mismo instante en el que toma la decisión, la cantidad total debida, si no quiere que el inmueble siga en el mercado y, por lo tanto, otro se lo arrebate. Esa cantidad incluye el primer mes de alquiler, un mes y medio de fianza, y la comisión de la agencia. Pero ni siquiera eso te asegura que puedas disfrutar del piso: hay que firmar el contrato, por supuesto, pero también adjuntar una fotocopia del documento de identidad (en nuestro caso, del pasaporte) y aportar una carta de referencia, no solo de su titular, sino de todos los ocupantes del apartamento -alguien, pues, se ha de tomar la molestia de escribir que eres una gran persona, que satisface modélicamente sus deudas-, y un documento que acredite que has ordenado a tu banco que el alquiler se pague con tres días de adelanto al inicio de cada mes de alquiler. Si alguno de estos requisitos no se cumple, no te entregan las llaves. La devolución de la fianza no está sometida a menos controles: una comisión inquisitorial de la agencia se persona en el piso, con el inventario de los bienes presentes al inicio del alquiler en mano, y verifica, artículo por artículo, que no falte ni una copa. Si es así, no deberán devolver el dinero al instante, como hay que hacer si se desea entrar, sino al cabo de unos laxos diez días, en el supuesto de que no haya problemas bancarios.
El teléfono. Es imposible conservar el número de teléfono que uno tiene asignado, si se cambia de domicilio. Habrá que dar de baja el antiguo y de alta uno nuevo. Si uno sugiere la posibilidad de conservarlo, la telefonista que lo atiende a uno profiere un incrédulo y casi indignado "¡Nooooo! Eso es imposible, señor...".
La comunicación. El otro día, en el gimnasio, vi que unos niñitos entraban y salían del vestuario, como buscando algo. Debajo de mi bolsa, apareció un candado. Cuando volveron a entrar, les pregunté: "¿Estáis buscando algo?". Y me contestaron: "Sí". Eso dijeron, "sí": nada más. No dijeron: "Sí, un candado", solo "sí". Les pregunté: "¿Estáis buscando un candado?". Y me respondieron otra vez: "Sí". Nada más, tampoco. Nada de "¿Lo ha encontrado?" o "¿lo ha visto por ahí?". En absoluto. En Inglaterra no se habla más que lo estrictamente necesario, y mucho menos con desconocidos, que, además, están en calzoncillos. Les di entonces el candado, dijeron "gracias", que sonó como un crujido, y se marcharon. El domingo pasado, Ángeles y yo visitamos la catedral de Westminster y vimos que se anuncia un café en la cripta. Quisimos visitarlo, pero no sabíamos por dónde entrar. Le pregunté dónde estaba el local a una de las dependientas de la tienda de recuerdos, que me respondió: "Al otro lado de la nave". Cuando llegamos a la puerta, estaba cerrado: su horario concluía dos horas antes. La dependienta no había considerado oportuno añadir a su información: "pero ya está cerrado". Si yo le preguntaba dónde estaba, ella me respondía dónde estaba, y nada más. Cualquier información adicional dependía expresamente de que se hubiera solicitado.
(Continuará).
(Continuará).
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