Ayer cenamos con unos italianos. Eran Caterina, una compañera de trabajo de Ángeles, su novio, Davide, su hermano, Edoardo, y la novia de este, de cuyo nombre no consigo acordarme. Nos reunimos en The Grosvenor, nuestro pub, que ahora lo es un poco menos, dado que nos hemos trasladado a otro barrio (aunque todavía no, por fortuna, al otro barrio). Caterina, neumóloga, es una joven bellísima, con esa belleza desaforada de algunas italianas, y una simpatía que desmiente el hieratismo, o la inaccesibilidad, de las que se saben muy hermosas. Su novio, Davide, no le va a la zaga: es un tipo espigado, con algo de la distinción amable de Marcello Mastroianni (cuyo nombre siempre se me aparece pronunciado por los labios de blandiblub de Anita Ekberg) y mucha cultura: aunque es neumólogo también, no solo sabía quién es Dino Campana -mi poeta italiano favorito: sus Cantos órficos son un prodigio delirante, hercúleo-, sino que hasta nos recitó versos suyos. El otro Eduardo del grupo, a diferencia de mí, es un hombre fuerte, de mirada limpia, de comprensiones limpias: es electricista de automóviles, pero se interesa por el lenguaje poético (¿por qué -me preguntó- los versos que se escriben hoy me suenan a viejos? ¿por qué lo que dicen me parece arcaico?), por la frustración de los artistas, por la contradicción que supone desinteresarse del parecer del público sobre la propia obra, pero a la vez desear que ese mismo público, el mayor posible, la conozca. Quizá ese interés obedezca al hecho de que su padre es escultor y ahora, en su vejez, performer. La novia de Edoardo, por su parte, es psicóloga, e hizo un erasmus en Badajoz. Tiene la sensibilidad suficiente como para creer, al igual que yo, que la ciudad no es fea (yo he oído calificarla como la más horrible de España, junto con Lérida), y admira la gastronomía extremeña. Lo importante de anoche, no obstante, no era la condición personal de los contertulios, sino su mero encuentro amistoso. Cambiábamos de un idioma a otro con alegre promiscuidad -inglés, castellano, italiano-, aunque Caterina se empeñara en dirigirse en inglés a su hermano, que no lo maneja con fluidez, y a alguna larga y enrevesada pregunta de aquel, ella, que no la había oído bien, respondiera: "What?". Hablábamos, sí, con la familiaridad de quien se conoce desde hace tiempo, o de quien no se conoce, pero está habituado a comunicarse llanamente con los demás: a entender que la conversación abierta, que la manifestación, incluso ruidosa, de nuestros sentimientos e ideas, nos acomoda en el mundo y contribuye a nuestra felicidad. Me hacía falta algo así. Me hacía falta esta comunión cultural: la percepción de que se comparten unos valores -y también unas pátinas, unos colores- en la forma de estar en el mundo. La conversación con los ingleses tiene algo de actuación ferroviaria, siempre discurriendo por los raíles de la discreción o del ingenio, siempre temerosa de expresarse con exceso, siempre sincopada y ceremoniosa y recesiva. Fue un gusto hablar ayer con estos italianos a los que era la primera vez que veíamos, y discutir de literatura, y de medicina, y de la familia de unos y otros, y de comida, y de todo y de nada, que es como se hacen las buenas conversaciones. Fue -sin connotación negativa alguna- como chapotear en el barro: un acto de libertad o, más bien, de liberación, que me reconcilió con mis semejantes.
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