Buscar piso es una de las tareas más penosas de la civilización moderna, y uno de los motivos por los que, en España al menos, comprar una casa prevalece, con diferencia, sobre alquilarla: la gente no quiere pasar por esas horcas caudinas (aunque luego le esperen, en tanto que propietario, las no menos sórdidas de asistir a las reuniones de la comunidad de vecinos). Y, si buscar piso constituye una experiencia pavorosa, hacerlo en Londres triplica sus dimensiones siniestras. Gran Bretaña es el país europeo en el que la profesión de agente inmobiliario está menos regulada; de hecho, no está regulada en absoluto: los agentes son, pues, una mezcla de vendedor de biblias y de Jack el Destripador, aunque hay que precisar que, si se trata de mujeres, es muy probable que revistan unas hechuras espectaculares. Los folletos con las fotos de las vendedoras de algunas agencias parecen más bien el book profesional de una agencia de modelos. Por ejemplo, la recepcionista de Garton & Jones, en el Chelsea Wharf Development, al otro lado del puente de Chelsea, tendría, en mi modesta opinión, posibilidades reales de ganar el concurso de Miss Mundo. Esta es, lo admito, una a veces no magra compensación por la ingratísima tarea de buscar techo. Pero todo lo demás asociado con esa labor depara un gran sufrimiento. Para empezar, buscar piso supone avisar de que no se va a renovar el contrato que se tenga actualmente, y eso, a su vez, desencadena un alud de visitas de posibles arrendatarios futuros a la que todavía es tu vivienda. Algunas agencias, como Foxtons, la más próxima a un club de luchadores de lucha libre que he conocido, garantizan que tu piso siempre esté disponible para las visitas: una cláusula de su contrato de alquiler así lo especifica. En consecuencia, uno puede estar desayunando en pijama, o haciendo el amor con su mujer, o enfrascado en arduas cogitaciones filosóficas, o cagando, que alguien aparecerá a la puerta, con uno o varios desconocidos a su vera, para inspeccionar el piso, aunque, en cualquiera de esas circunstancias, uno crea más bien que lo están allanando. Hay que rezar para que le guste pronto a alguien: solo así acabará esa tortura. Encontrar un nuevo alojamiento en Londres supone, de entrada, planificar la estrategia como en una operación militar: determinar cuáles son las zonas que se quieren ocupar, cuáles, las necesidades logísticas y de transporte (cuyo coste se ha de añadir al de la renta mensual: vivir en la zona 6 puede implicar varios miles de libras más en desplazamiento al año), y qué franja de precios se está dispuesto a asumir (teniendo en cuenta, por ejemplo, que un piso de 50 m2 y una habitación, en un barrio de clase media, puede costar 2.000 libras mensuales, es decir, alrededor de 2.400 euros). Diseñado el plan, arduamente matemático y, por lo tanto, íntimamente vinculado con la realidad, se entra a continuación en una fase de negación de la realidad, aunque esto me consta que también sucede en otras partes del mundo. Habría que estudiar esta condición filosófica de negadores de la evidencia de los agentes inmobiliarios, que los acerca, interesantemente, a la de los escépticos radicales o los nihilistas. Los agentes también serían un fascinante objeto de estudio para los lingüistas y, en particular, para los fonetistas: como no suelen ser gente educada en Oxford, su acento es radicalmente inglés y radicalmente incomprensible. La palabra "square", por ejemplo, que cualquiera de nosotros, que hemos estudiado el idioma de Shakespeare en el colegio y que hasta lo hemos practicado con soltura en algún país anglófono, pronunciaríamos scuer, ellos las pronuncian scuaaahhh, como si no quisieran pronunciarla entera, o como si no quisieran terminar de pronunciarla nunca. Pues eso, multiplicado por cada uno de los términos que emplean, entre los que, por cierto, abundan los de carácter técnico (alternador, fusible, mantenimiento, calefactor), configura una discurso semejante al siseo de los áspides o a la parla de los bosquimanos. Pero decía que los agentes británicos, con licencia para matar arrendatarios, niegan la realidad, y es completamente cierto: gracias a sus poderes de transmutación, un cuchitril inmundo es un lugar con muchas posibilidades, que te permite ahorrar mucho dinero; una casa cuyo dormitorio principal da a la calle, de forma que los transeúntes tienen una vista privilegiada de tus evoluciones nocturnas, ya sean oníricas o sexuales, es un sitio cómodo y desenfadado; un apartamento cuyo comedor da a las vías del tren, cuyo estruendo no te permite oír al vendedor (que en ese momento está diciendo que se trata de un oasis de paz), es un oasis de paz; y, en fin, un ground floor, en el que, cuando entra un rayo de sol, se le da la bienvenida con alfombra roja y banda de música, es un rincón coqueto y luminoso. Junto con sus poderes alquímicos, algunos descuellan también por su falta de profesionalidad: ayer vi un piso a oscuras, es decir, toqué un piso, intentando reconocer sus características físicas igual que los ciegos palpan la cara de sus interlocutores, porque la llave de la luz estaba cerrada, y encerrada bajo llave, de la que la agente carecía. Luego visité otro apartamento, que era el equivocado: en lugar de un precioso y amplio dúplex, como rezaba el anuncio de la agencia, me encontré en un sótano tenebroso, lleno de trastos y con las camas sin hacer. Claro que esa falta de diligencia suya también juega a veces a nuestro favor: en una visita, abrí un armario (yo abro siempre todos los armarios y todos los grifos: es una forma a escala de comprobar la calidad de la construcción), y me quedé con el tirador en la mano. Mi primera reacción, como la del niño al que se le ha caído una cucharada de helado en la alfombra, fue mirar a mi alrededor, por si alguien me había visto. Pero no: el vendedor, lejos, estaba muy ocupado cantándole a Ángeles la palinodia del cuarto de baño. Luego, intenté, como Mr Bean, recolocar el adminículo, pero no encajaba: no solo se había separado el ganchito, sino también la placa que lo encastraba en la madera. Dejé, pues, de nuevo como Mr Bean, a la víctima de mi curiosidad (y de mis dedos de morcilla) en una mesa apartada de la vista, y me reincorporé, como si tal cosa, a la visita que seguía desarrollándose, ahora en un dormitorio que parecía la mazmorra del dragón. Y si uno, después de muchas vueltas y revueltas, tiene la suerte de encontrar un lugar que le guste y que pueda pagar, aún queda el asunto de la economía: habrá de abonar el primer mes de alquiler y un depósito que más bien parece la fianza de un proceso penal, la comisión de la agencia, la limpieza profesional del alojamiento que deja y la mudanza, y muy pronto recibirá una carta del council tax, esto es, de la hacienda municipal, en la que se le indicará, amablemente, el impuesto local que ha de pagar por residir donde haya decidido hacerlo. Satisfechos todos los peajes, y culminada una empresa que empequeñece a la de Leónidas en las Termópilas, o la carga de la Brigada Ligera en Balaclava, tendremos por fin el placer de instalarnos en un pisito con moqueta y sin persianas. Y, con un poco de suerte, hasta seremos felices en él.
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