Visitamos Cambridge, de la mano de Dacia Viejo-Rose, una investigadora hispano-norteamericana dedicada a la arqueología y la preservación del patrimonio cultural, que ha trabajado para la UNESCO y que profesa, desde hace ocho años, en la Universidad de Cambridge. Dacia nos recoge en la estación y nos introduce en la ciudad. Dada la preeminencia absoluta de la universidad y de los colleges, uno creería que es a esta, a la universidad, a la que le ha crecido una ciudad, y no al revés. Pero Cambridge ya existía antes de que en 1209 se creara aquella: era, sobre todo, un mercado. En 1234, Enrique III le concedió el monopolio de la enseñanza de la plaza, y en 1284 se fundó el college más antiguo, Peterhouse, que perdura hoy. Luego hubo otro acontecimiento señero, que ha determinado la condición privilegiada de Cambridge entre las universidades del mundo, en contraste con las españolas, tan influidas siempre por la Iglesia: en 1536, el rey Enrique VIII, el de las seis esposas, ordenó la disolución de la Facultad de Derecho Canónico y el cese de las clases de filosofía escolástica. Así pues, en lugar de dedicarse al derecho canónico, los planes de estudio de los colleges abrazaron a los clásicos grecolatinos, las escrituras sagradas y las matemáticas. Algo así me recuerda a lo que sucede en muchas localidades inglesas: el principal edificio del lugar no es la iglesia, como sucede en España, sino el ayuntamiento: una metáfora de la prevalencia de la vida civil sobre la religiosa, de la autonomía del pensamiento -y del acuerdo ciudadano- sobre la imposición doctrinal. Quizá eso haya tenido algo que ver con el desarrollo cultural, tecnológico y de las libertades civiles en los países anglosajones, frente al secular subdesarrollo hispano. Cambridge me parece, al primer golpe de vista, abigarrada: una sucesión de edificios monumentales -medievales, renacentistas y victorianos-, mezclados con toda suerte de bloques de oficinas, inmuebles de vecinos y negocios modernos. No presenta la homogeneidad estética que yo me había imaginado. Pero esa impresión cambia paulatinamente, conforme nos adentramos en el núcleo antiguo de la ciudad. El primer college al que nos asomamos es Downing, el más neoclásico, un hermoso conjunto de edificios sobrios, regulares, con columnatas y frisos, y el cíngulo rectangular de las extensiones de césped. A la puerta está el porter's lodge, donde los porteros vigilan, con mayor o menor laxitud, el acceso al recinto. Siempre que pienso en un portero de universidad -una figura inexistente en las españolas; lo que más se le acercaba, en la facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, a principios de los 80 del siglo pasado, eran aquellos disciplinados bedeles que se asomaban al final de las clases que se impartían en el aula magna, para anunciar solemnemente: "¡Doctor! ¡La hora!"-, pienso en los que retrata Tom Sharpe en la impagable serie de Wilt, con su bombín y su mala uva. Como ya es la hora del almuerzo, Dacia nos acerca a su college, el Darwin, para comer en la cantina de los estudiantes. Nos sentamos junto a uno de los profesores con los que trabaja, el Dr. Nicholas Jardine, un teórico de la ciencia, que de inmediato despliega la proverbial habilidad de los ingleses -y, sobre todo, de los académicos ingleses- por la conversación ligera, ingeniosa, en la que no hay discurso, sino solo anécdotas. Jardine nos cuenta, mientras se asesta un postre de merengue "indescriptiblemente dulce", según nos refiere, cómo visitó España y Portugal en los años 70, y fue detenido en ambos países, aunque los policías españoles los trataron con mucha más amabilidad que los portugueses. Se conoce que en Lisboa había conocido a un cura que facilitaba la huida del país a opositores de Salazar, y aquello, comprensiblemente, no le había gustado a los sicarios de Salazar. La comida acaba abruptamente cuando un indio toca un gong. El gong significa que van a cerrar. Y, si van a cerrar, van a cerrar: el indio pasa a continuación por las mesas y te retira el plato, aunque el tenedor todavía esté viajando del plato a la boca. Luego, Dacia nos enseña el college por dentro: la biblioteca, el bar, especializado en whiskies y regentado solo por estudiantes -de hecho, los que vemos están preparando la versión cantabrigense de la Oktoberfest, y su aspecto no es, precisamente, el de Rupert Brooke tomando el té-, la sala del café y la sala de los periódicos, con vistas a un recodo idílico del río Cam, con sauces y castaños, y dos isletas que pertenecen al college, sembradas de bancos en los que, en verano, remolonean los estudiantes, y que ahora, en otoño, sobrevuelan los patos, de cuellos eléctricos. Las paredes de las instalaciones están cubiertas de retratos de la familia de Charles Darwin, el biólogo, que ha dado nombre al college y cuya casa, en la que nos encontramos, constituye su origen. Es sorprendente la familiaridad con la que entra uno en contacto aquí con figuras eminentes de la historia del pensamiento humano, con cuyas vidas jamás habría creído que pudiera cruzarse. En nuestra caminata desde la estación de tren, hemos pasado, por ejemplo, por delante del restaurante chino Seven Days, el favorito de Stephen Hawking. Dacia nos cuenta que algunos días lo ve allí, zampándose con mucho placer un pato laqueado. También nos informa de que, en el Jardín Botánico de la ciudad, sobrevive un manzano que es descendiente del de Isaac Newton, alumno del Trinity College, como, por cierto, Ludwig Wittgenstein, uno de mis héroes intelectuales y poéticos. De camino a los colleges más venerables, entramos en The Eagle, el pub de más prosapia de la ciudad, en el que solían reunirse James Watson y Francis Crick para debatir las teorías que les condujeron al descubrimiento de la estructura del ADN -y, por ello, al premio Nobel-. Reconforta pensar que algo semejante se ha discutido, no entre las asépticas mamparas de un laboratorio, o, por lo menos, no solo allí, sino en las mesas razonablemente mugrientas de una taberna inglesa, mientras se trasiega ale. Una placa recuerda la mesa en que ambos se ponían contentos hablando del ADN, a poca distancia de otra parte del pub dedicada a los aviadores que, desde la base aérea de la ciudad, combatieron en la Segunda Guerra Mundial: muchos de sus nombres aparecen todavía inscritos en el techo: ellos mismos los garabateaban con las llamas de las velas. A la salida del pub, visitamos por fin los colleges más nobles: King's, Trinity y Saint-John's, que están uno al lado del otro en la arteria principal de la ciudad, y que mantienen, desde hace siglos, una cordial enemistad. Aprovechando los vanos de alguna pared medianera, los estudiantes de unos y otros han llegado a tirarse cosas: volúmenes de la Biblia del Rey Jaime, quizá, o escolásticos escupitajos. King's es, en mi opinión, el más espectacular, aunque conserva algunos rasgos de la característica excentricidad inglesa: junto a los prados del campo, inmensos, esmeraldinos, sobre los que no dejan de pasar ánades migratorios en formación, pastan unas vacas, que pertenecen al college. No son animales del laboratorio, ni de la escuela de veterinaria; son, sin más, unas vacas, que acaso representen la cercanía de la universidad al pueblo llano, o quizá, simplemente, mantengan a raya la hierba. Cerca de donde rumian los bóvidos se alza la capilla de la universidad, aunque de capilla solo tiene el nombre: más bien parece una catedral. Las vidrieras, de una luminosidad extrema, ocupan casi toda la superficie de las paredes; recorren el techo infinitas nervaduras, que se imprime en un panel de mármol de una delgadez sorprendente, de apenas unos centímetros de grosor; y más allá del coro, en el ábside, esplende una adoración de los magos pintada por Rubens. La capilla del King's es como la Sainte Chapelle parisina, pero a lo bestia. Trinity, el más opulento de todos, destaca por sus fachadas y portaladas, donde no deja de exaltarse a "Eduardus Tertius fundator", aunque su verdadero patrocinador fuera Enrique VIII, cuyo rijo le llevó a inventarse una nueva iglesia, la anglicana. También su capilla es notable, aunque aquí destaca, sobre todo, el vestíbulo, con las estatuas en mármol de algunos de sus más ilustres hijos: Newton, el filósofo Francis Bacon o el poeta Alfred Tennyson (el que cantara la carga de la Brigada Ligera en Balaclava: "Cañones a su derecha,/ cañones a su izquierda,/ cañones ante sí/ descargaron y tronaron./ Azotados por balas y metralla,/ cabalgaron con audacia/ hacia las fauces de la Muerte,/ hacia la boca del Infierno/ cabalgaron los seiscientos"), aunque confieso que yo habría preferido que también estuviera representada aquí Rachel Weisz, otra hija muy notable -es más: espectacular- de esta Trinidad. Por fin, Saint-John's ("¡Preferiría estar en Oxford que en Saint-John's!", cantan, con malevolencia, los estudiantes del Trinity) es el menos llamativo de los tres, acaso porque su patio central está dividido transversalmente por diversas alas, en ladrillo, del college, y resulta menos magnificente, pero cuenta con algo que lo redime por entero: el puente de piedra sobre el Cam, muy semejante al Puente de los Suspiros veneciano, por debajo del cual pasan, indolentes, barcas llenas de visitantes que se cubren las piernas con mantas, impulsadas por las pértigas de los barqueros. Acabada ya la visita, y de regreso a la estación, Dacia nos hace notar que, en una baldosa de la calle, se dibujan las plantas, metálicas, de unos pies. En realidad, es una estatua, obra de Antony Gormley, solo que, en vez de elevarse en el aire, se incrusta en la tierra. Dacia nos asegura que es magnífica, pero nos resulta difícil apreciar los detalles. Algo más allá, pasamos por delante del Museo Polar, donde se conservan muchos de los efectos personales del explorador Scott, muerto en su lucha con el pérfido Amundsen por alcanzar el Polo Sur, y pensamos que una visita al lugar justifica otra visita a Cambridge, pero quizá en primavera, cuando una explosión de flores devuelva el color a estas piedras centenarias.
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