En Londres puedes cruzarte con un Rolls-Royce en cualquier esquina. Ayer, volviendo de mi paseo vespertino para comprar el periódico, pasé junto a dos, aparcados: uno, un phantom actual, con su característico aspecto de tanque, y el otro, un modelo de los años 70, mucho más fino, pero igualmente indestructible. Ninguno lucía su legendaria estatuilla, el espíritu del éxtasis, porque los Rolls disponen de un mecanismo que permite ocultarla, para evitar que los envidiosos las arranquen y las exhiban en el comedor de su casa como un trofeo de caza, pero eran perfectamente reconocibles, y no solo por la doble R estampada en el capó y el eje de las ruedas, sino por su airosa robustez, por su mamotrética elegancia. (Uno puede pensar que el éxtasis al que alude la figurita es el que se siente al conducirlo, pero quizá se refiera a otro tipo de excitación: la imagen está inspirada en una mujer de ascendencia española, Eleanor Thornton Velasco, con quien mantuvo un tórrido idilio Lord John Walter Edward Scott-Montagu de Beaulieu, editor de la primera revista especializada en coches de la Gran Bretaña, llamada, con poca imaginación, The Car, y muy amigo de Charles Rolls). Otras veces, son ellos los que pasan a tu lado: asoma primero el morro elefantiásico, como anunciando el acontecimiento de su presencia, y luego, durante unos inacabables segundos, el resto del corpachón, que pasa con la misma fluidez con que una orca se desplaza por el océano. Dentro suele haber un señor muy satisfecho, de cuyo cuerpo, que parece integrado en el habitáculo del coche como un engranaje más, solo emerge una cabeza generalmente calva o con turbante. Y, como los Rolls no se averían, es posible aún cruzarse con modelos de principios del siglo pasado, o de la Segunda Guerra Mundial, que arrastran toda la pompa antañona de su diseño. La marca Rolls-Royce se fundó en 1904 por la alianza de Charles Rolls, un vendedor de coches, y Henry Royce, propietario de un negocio de mecánica y electricidad del automóvil. Ese mismo año lanzaron el primer modelo Rolls-Royce, aunque no fue hasta 1906, con la aparición del mítico Silver Ghost, que desarrollaba una potencia descomunal para aquella época, entre 40 y 50 caballos, cuando la empresa afianzó su prestigio. (Rolls-Royce dejó muy pronto de informar sobre el caballaje de sus vehículos: su potencia, dice, es "suficiente", y deja que sean los demás los que discutan quién tiene la potencia más larga). Charles Rolls, por desgracia, no vivió lo suficiente como para disfrutar de su éxito. Aviador intrépido —fue el primero que cruzó el Canal de la Mancha en viaje de ida y vuelta—, se mató en una demostración aérea en 1910, pero no mientras volaba, sino, irónicamente, en un accidente de coche. Desde el principio, Rolls-Royce se ha labrado la reputación de fabricar coches perfectos, más aún, coches que proporcionan una sensación inigualable al volante, y no solo por la extraordinaria suavidad de su conducción —sus motores nacieron con el propósito de no asustar a los caballos, y aun hoy, a más de cien kilómetros por hora, lo único que oyen sus ocupantes es el tic tac del reloj—, sino por garantizar a quien lo maneje el placer de saberse miembro de una cofradía exclusiva: la de poseedores de un Rolls. Encabezan esta hermandad los monarcas de todo el mundo, empezando, como es natural, por la reina de Inglaterra, que inauguró la tradición en 1950, y cuya imagen a bordo de uno de ellos, saludando al vulgo con la simpatía que la caracteriza, es inseparable ya de la corona. Abundan también los sátrapas árabes, a quienes fascina el lujo. En la lista de compradores encontramos también a nuestro querido general Franco, que se hizo con tres unidades en 1952, cuando en España sobraba el dinero, y al que muchos recordamos todavía recorriendo la Castellana montado en el descapotable y escoltado por la Guardia Mora (¿por qué la Guardia había de ser Mora? ¿No podía ser Andorrana, o Jiennense, o, si quería algo internacional, por aquello de luchar contra el aislamiento, Suiza, que habría podido pedirle prestada al papa de turno, y que habría lucido mucho con esa pocholada de uniforme que gasta?). Como es lógico, el peaje que hay que pagar para formar parte de este club tan exclusivo es muy alto, altísimo. El modelo básico de la marca, el phantom, cuesta, al salir de fábrica, 200.000 libras, unos 270.000 euros, más que una casa en muchas partes de España. Su equipamiento excede al de los cohetes de la NASA —e incluye siempre un paraguas, hasta en los que se venden en Oriente Medio—, pero la mayoría de compradores prefiere añadir accesorios a su gusto, que suman una media de 50.000 libras a la factura. No contenta con eso, la marca diseña también modelos especiales para conmemorar algún acontecimiento digno de recordación, como el Phantom Celestial, en 2013, que celebra el décimo aniversario del lanzamiento de los phantom. Este cochecito, el más caro que ha fabricado nunca Rolls-Royce, lleva diamantes en su interior: con ellos y con cientos de piezas del cristal más exquisito se reproduce exactamente el firmamento observado la noche del 1 de enero de 2013, cuando salió la primera unidad de la cadena de montaje. También cuenta con otros complementos, como una cesta de pícnic —algo tan inglés como el paraguas— que reitera los motivos celestes en el cristal y la porcelana de la vajilla, especialmente diseñada para la ocasión, y que apenas cuesta 20.000 libras esterlinas. Este lujo, no asiático, sino muy británico, me resulta profundamente perturbador: necesitar este derroche —y no solo una vez: hay muchos propietarios que los coleccionan— para sentirse feliz solo revela una personalidad desequilibrada. Pero, sin duda, hay muchos zumbados en el mundo: Rolls-Royce produce 3.500 coches al año y los vende todos: el 90%, por cierto, fuera del Reino Unido. La marca se beneficia de una leyenda inmarcesible, por mucho que cambie la situación de la empresa, y aun del mundo. Un aspecto esencial de esa leyenda es que sea un producto arquetípicamente inglés, como las chaquetas de tweed o la mermelada de naranja amarga. Pero sucede que Rolls-Royce es alemana desde 1998. En efecto, ese año la marca rozaba la bancarrota, y BMW, una despreciable empresa del archienemigo, epítome de la vulgaridad teutona, se hizo con ella, tras un largo litigio con otra casa de medio pelo, Volkswagen. No obstante, los alemanes han entendido la importancia de mantener las asociaciones que la marca despierta, y, singularmente, su britanicidad. Por eso su director ejecutivo, alemán, envía una carta personal a cada comprador de un Rolls en el mundo, escrita en el mejor inglés de Oxford, para agradecerle su confianza y poner la empresa a su disposición. También a los compradores alemanes.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
domingo, 31 de mayo de 2015
miércoles, 27 de mayo de 2015
Los errores de comunicación
Mariano Rajoy, ese hombre que lucha con denuedo por sacarnos de la crisis en la que nos metió la desregulación promovida por José María Aznar y sus colegas ideológicos, Ronald Reagan y George W. Bush, ha explicado el batacazo del PP en las últimas elecciones municipales y autonómicas —que venía fraguándose desde las pasadas elecciones europeas y que culminará con la derrota en las próximas elecciones generales, para la que él y su gobierno trabajan asimismo con ahínco— por la mala comunicación de sus políticas. Para Rajoy, el PP se explica mal y eso priva a los españoles de conocer, y valorar en su justa medida, sus brillantes iniciativas y sus muchos logros. Pero yo, en esto como en tantos otros aspectos de su gestión, no estoy de acuerdo: el PP comunica espléndidamente. Veamos algunos ejemplos. Cuando la diputada del PP Andrea Fabra —hija del expresidente de la Diputación Provincial de Castellon, Carlos Fabra, famoso por haber construido un aeropuerto en el que no ha aterrizado nunca un avión y por haberle tocado siete veces la lotería— grita "¡que se jodan!" en una sesión del Congreso en la que se debate la dramática situación de los parados, comunica muy bien, a los parados y a todos los españoles: a) que los parados le importan una mierda; y b) que tiene la educación de un capo de stalag. Cuando Rajoy, hace apenas unos días, dice que hoy del paro ya no habla nadie, comunica a la perfección: a) que el PP sigue teniendo tanta consideración por los parados como la expresada por Andrea Fabra; b) que el presidente del gobierno no se lee las estadísticas del paro, porque, en abril de 2015, según la EPA, había en España 5.444.000 desempleados (una tasa de casi el 24%, una de las más altas del mundo), 160.000 más que cuando el PP llegó al gobierno; y c) que el presidente del gobierno no conoce la realidad del país, porque esos parados y sus familias (y muchas otras personas que sí trabajan, pero que son decentes y solidarias) no hablan de otra cosa. Cuando Alfonso Rus, otro levantino insigne, presidente del PP de la Diputación Provincial de Valencia y alcalde de Xàtiva, es grabado contando billetes dentro de un coche, hasta redondear la bonita cantidad de "dos millones de pelas", y celebrarlo con un grito de júbilo, comunica con claridad meridiana que es un chorizo. Cuando Xavier García Albiol, alcalde popular de Badalona, aparece sonriendo en los carteles electorales de su partido junto a la frase "Limpiando Badalona", comunica estupendamente que es un racista. Cuando Esperanza Aguirre y Gil de Biedma, esa cazatalentos especializada en cazar a los mayores talentos de la corrupción para gobernar los ayuntamientos y la comunidad autónoma de Madrid, acusa a Manuela Carmena, su rival de Ahora Madrid para la alcaldía de la capital, de haber puesto en libertad a un etarra, comunica sin asomo de duda que concibe la aplicación de la ley y la independencia judicial como principios que hay que supeditar a la lucha contra el enemigo. Cuando Antonio Sanz, presidente del PP en Cádiz y delegado del gobierno en Andalucía, dice en un mitin que a él no le gusta que "en Andalucía se mande desde Cataluña" y que no quiere "que en Andalucía mande un partido que se llama Ciutadans, que tiene un presidente que se llama Albert", o cuando Carlos Floriano, ese político tan afortunado, como indica su apellido, vicesecretario de organización y electoral del PP, llama a Ciudadanos siudatans y siutatans, entre otras denominaciones simiescas —para calificarlo, por cierto, de anticatólico y abominable—, ambos comunican a las mil maravillas que el PP tiene tanta estima por los catalanes como por las tarántulas y que su comprensión de la riqueza lingüística y cultural del país no va más allá del Guadalquivir, en un caso, y de Navalmoral de la Mata, en el otro. Cuando María Dolores de Cospedal, presidenta de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha y secretaria general del PP, explica por televisión el "finiquito en diferido" a Luis Bárcenas, tesorero y senador del PP, comunica magníficamente: a) que el PP ha gestionado sus cuentas, durante décadas, como Vito Corleone sus negocios; y b) que ella no es Einstein ni Demóstenes. Cuando todo esto, en fin, sucede, y muchos otros cargos y responsables del PP inundan, día sí y día también, las ondas y los periódicos con manifestaciones que revelan su mediocridad, su inelegancia y su estupidez, uno piensa que la comunicación no es el problema, sino la mediocridad, la inelegancia y la estupidez. Y también el contenido de sus políticas, que la gente no es tan estúpida como para no entender.
lunes, 25 de mayo de 2015
Corónicas de Ingalaterra. Un año en Londres (con algunas estancias en España)
Hoy voy a hacer una excepción, y esta entrada contendrá una imagen: la de la cubierta de mi último libro, que acaba de aparecer en La Isla de Siltolá. Desde que inicié este blog, no he ilustrado ningún post con fotos ni imágenes, porque quería que fuera una bitácora exclusivamente literaria y que nada distrajera de la lectura de los textos. Ello me ha valido la crítica, bienintencionada, de algunos amigos, que opinaban que debía añadir algún grafismo o elemento visual, porque enriquecería lo escrito, aunque yo siempre he sospechado que bajo esa observación se escondía en realidad la idea de que lo aliviaría. Sea como fuere, hoy, por primera vez, les hago caso. La razón no es otra que la singularidad que supone que un blog se materialice en libro y, digámoslo también, la ilusión que me hace que se haya publicado. Quién lo habría imaginado: he dado a la imprenta una treintena de libros, entre poemarios, antologías, traducciones, recopilaciones de artículos y libros de viaje —demasiados, sin duda—, y aún me alegra que lo que escribo adquiera esa envoltura centenaria y frágil, esa forma que sigue representando para mí la cima de la inteligencia, la poca o mucha que nos haya regalado a cada uno la naturaleza. Corónicas de Ingalaterra. Un año en Londres (con algunas estancias en España) recoge una amplia selección de las entradas publicadas en este blog en mi primer año de estancia en Inglaterra, cuando su frecuencia de aparición era diaria. Cuenta con un lúcido prólogo de mi buen amigo, el también poeta José Ángel Cilleruelo, que no ha escrito la habitual retahíla de elogios, sino un muy ponderado análisis del nacimiento y evolución de mi prosa desde la práctica de la poesía. Corónicas de Ingalaterra... ve ahora la luz gracias, una vez más, a la generosidad de Javier Sánchez Menéndez, que ya publicó mi anterior libro en prosa, La pasión de escribil. (Relato de tres viajes a Hispanoamérica), en esta misma colección, la, en mi opinión, muy elegante "Levante". Confieso que no confiaba en que Javier aprobara la selección que había hecho. Pese a haber sido draconiano en el escrutinio, las entradas elegidas no eran pocas —siempre es doloroso descartar lo que uno ha escrito— y, como casi todas eran también extensas, el resultado era un volumen probablemente excesivo. Javier, no obstante, benditas sean su liberalidad y su discreción, se limitó a decirme: "Pues sí sale un volumen grueso, sí", y siguió adelante con la publicación. He corregido muy poco el contenido de las entradas, pero en las modificaciones que he introducido ha sido vital la revisión que ha hecho del manuscrito original otra gran amiga, Marta Agudo, a cuyo ojo experto y paciencia lectora no se resisten erratas, cacofonías ni extravíos sintácticos, aunque le haya hecho menos caso del que ella habría deseado en la corrección de la puntuación, que juzga excesiva. Corónicas de Ingalaterra... se cierra con un epílogo mío, en el que doy cuenta del propósito del blog y de las razones de su transformación en libro. El volumen se puede adquirir ya en forma de ebook (otra novedad para mí: hasta ahora, ninguno de mis libros había tenido forma electrónica), por ejemplo aquí: http://www.casadellibro.com/ebook-coronicas-de-ingalaterra-un-ano-en-londres-con-algunas-estancias-en-espana-ebook/9788416210909/2555240. En papel, supongo que estará dentro de pocos días en las librerías. Ojalá los lectores consideren, como yo, que lo dicho en un libro es un poco más que lo dicho en el ciberespacio, aunque sean lo mismo. Y ojalá sientan el mismo placer que yo al constatar las palabras impresas en papel, con su tacto y su olor, y no solo en el evanescente silicio digital.
jueves, 21 de mayo de 2015
Wimbledon
Wimbledon es, antes que un torneo de tenis, un barrio del suroeste de Londres. Durante siglos, fue un municipio independiente, hasta que el crecimiento imparable de la capital lo absorbió, como a tantas otras localidades del cinturón urbano. Hoy lo visitamos porque Jan Lucas, un médico holandés, compañero de Ángeles en el hospital, nos ha invitado a comer en su casa. Wimbledon es, en su mayor parte, una zona residencial, es decir, burguesa y tranquila. Conserva cierto porte distinguido —que se manifiesta en los modales y tradiciones del campeonato de tenis, el único en el mundo en el que aún es obligatorio que los jugadores vistan de blanco—, y eso, junto a su apacibilidad, ha atraído a muchos personajes notables a lo largo de la historia. Aquí han vivido, por ejemplo, los escritores Ford Madox Ford, Robert Graves y Arnold Toynbee, gente del cine, como el actor Oliver Reed y el director Ridley Scott, y también héroes nacionales, como el almirante Horacio Nelson. No obstante, el personaje más significado que ha residido aquí ha sido el emperador de Etiopía Haile Selassie I, descendiente del rey Salomón y Dios reencarnado para los rastafaris, a quien mi padre llamaba El Chufa. Jan y su familia viven en una casa luminosa, de tres plantas, con jardín. De hecho, cuando llegamos, Jan está cumpliendo con el muy británico rito de cortar el césped. Cortar el césped es una obligación ineludible en Inglaterra. Recuerdo que, cuando vivíamos en Littleborough, cerca de Mánchester, el césped era lo último que nos preocupaba. Había ganado una altura que lo acercaba a las espesuras del Amazonas, pero a nosotros aquella frondosidad nos era indiferente. Sin embargo, pronto empezamos a sentir la hostilidad de los vecinos, que consideraban inaceptable aquella incuria vegetal. Su animadversión se manifestaba en silencios aún más impenetrables que de costumbre, en miradas aviesas y gestos esquinados. Cuando los que teníamos a los lados cortaban el suyo, lo hacían entre vistazos desafiantes, como diciéndonos: "¿Veis, extranjeros irresponsables? Así se hace". El correo desapareció de nuestro buzón; el lechero dejó de traernos la leche a la puerta de casa; todos los perros del barrio decidieron defecar en nuestros arriates. Una ola de animosidad nos cercaba. Yo me resistía indeciblemente: cortar el césped era una humillante renuncia a mi acrisolado desinterés, cultivado durante décadas y en varios continentes, por los deberes domésticos o comunitarios que juzgaba superficiales, pero la oposición de los vecinos se hizo insoportable. Un sábado por la mañana me tragué el orgullo, cogí el cortacésped —después de confundirlo con el secador de pelo— y me lancé a la poda del jardín. Ángeles me miraba desde la ventana de la cocina como quien despide a un conscripto que se va a la guerra o a un reo que camina a su ejecución. Yo tracé algunas eses en la espesura, con gran estruendo y aparato, pero la máquina apenas avanzaba: la maleza era demasiada para las enmohecidas cuchillas. A punto estuve de rebanarme un pie, lo que acaso habría regocijado a alguno de los vecinos más recalcitrantes, pero supe conjurar el peligro alejando el cuerpo del diabólico artilugio, y, si bien la distancia prevenía accidentes sangrientos, no me dejaba en una posición airosa: parecía que el carro me arrastrara a mí, y no yo al carro. Por fin, cuando había conseguido transformar aquella maleza homogénea en un intrincado laberinto de sendas que no conducían a ninguna parte, un vecino salió de su casa y, sobreponiéndose al horror que siente todo inglés por tener que hablar con alguien, se ofreció a cortar el cesped él. Antes de que hubiera acabado la frase, yo ya había aceptado. Primero agradecí su bondad, pero luego pensé que, probablemente, no era la generosidad lo que le movía, sino la vergüenza que sentía por aquel desaguisado: vivir al lado de semejante destrozo, que rompía la inmaculada regularidad de los jardines del vecindario, era una afrenta que no estaba dispuesto a soportar. Dejé, pues, el cortacésped en sus expertas manos y corrí a refugiarme en la lectura de un libro. Media hora después, nuestro jardín estaba, en efecto, liso como la cabeza de un bebé; y muy verde: verdísimo. Desde entonces, además, tuvimos jardinero gratis. En esa misma operación, decía, se encuentra Jan cuando llegamos a su casa y, por lo que puedo ver, aunque es medio inglés, por parte de madre, la realiza con la misma pericia que yo. Nuestra aparición le da la excusa perfecta para abandonar la horticultura, y enseguida nos presenta a su mujer, Pauline, y a sus hijas, Josephine y Elionor. Nos enseña también la casa, que luce un muy mediterráneo desorden, con libros y ropa por el suelo: eso me gusta de los holandeses: su carácter laxo, suavemente latino, frente a la rigidez general de los nórdicos y anglosajones. Se nota que el Duque de Alba anduvo bastante tiempo por sus predios, aunque a ellos no les guste recordarlo. Jan incluso habla algo de español: trabajó varios veranos en un restaurante holandés de Torrevieja, Alicante, esa localidad famosa en el mundo entero porque en ella se encontraban los codiciados apartamentos que regalaba el Un, dos, tres, responda otra vez, y por haber otorgado el premio de poesía con mayor dotación económica de la historia de la literatura contemporánea en España, aunque ambas recompensas hayan desaparecido ya y solo quede una villa costera, llena de chiringuitos e ingleses. Ángeles y yo debemos moderar, pues, lo que decimos entre nosotros: no podemos confiar en que nuestro anfitrión no nos entienda. Dedico algún tiempo a Josephine, que está leyendo con mucha afición un Mortadelo y Filemón. El tebeo está en castellano, pero a ella no parece molestarle ese detalle. Se fija con especial deleite en los disfraces de Mortadelo. Confunde una rana con un conejo, pero yo la saco de su error. También corrijo a Jan, que afirma que Mortadelo y Filemón es un cómic belga. Ángeles, cuyo patriotismo es inmarcesible, se suma enérgicamente a mi protesta y subraya la españolidad de los dibujos de Ibáñez. Durante la comida, hablamos de muchas cosas, la mayoría relacionadas con el establecimiento de nuestras familias en Gran Bretaña. Ellos vienen de Rotterdam, y su marcha tiene mucho que ver con el giro reaccionario del gobierno —y de la sociedad— holandeses. Jan y Pauline nos dan algunos datos que nos sorprenden. En primer lugar, en Holanda, un país avanzado socialmente y de tradición liberal, no existe un sistema nacional de salud: todo funciona a base de seguros privados, como en el infernal paraíso de Bush o de José María Aznar. Por otra parte, el trato que están dando a los inmigrantes dista mucho del liberalismo que se les supone a los oranges. Un trato que consiste, básicamente, en expulsarlos, aun a costa de separar a padres e hijos, como se ha intentado hacer recientemente con una madre angoleña. La extrema derecha, además, ha crecido en el país: Geert Wilders, ese diputado que no se sabe si tiene en la cabeza una mata de pelo o un haz de paja, capitanea un movimiento xenófobo que entronca con el populismo retrógrado del asesinado Pym Fortuyn y que agita el miedo a perder, a manos de los extranjeros, la prosperidad nacional, cuando la prosperidad nacional se debe, en buena medida, al trabajo de los extranjeros. El racismo, ay, es igual en todas partes, y en todas se acoge a los mismos argumentos falsos, que, en realidad, solo son una excusa para el tribalismo y la insolidaridad. La tarde y la conversación se prolongan con cafés, tés y dulces. Nos sentimos a gusto con gente que comparte nuestras inquietudes y nuestros problemas, y que no tiene miedo a resultar desorganizada o sincera. Y eso que Jan es medio inglés. Por parte de madre.
martes, 19 de mayo de 2015
Celan en Cáceres
La frase es extraña: Celan en Cáceres. Pero sí: Celan ha estado, muy presente, muy vivo, dos días en Cáceres. Allí nos hemos reunido, el 14 y el 15 de mayo, un gran grupo de estudiosos y/o admiradores (ambas condiciones no tienen por qué coincidir) del poeta rumano, para hablar de su obra y de su recepción en España, uno de los países en que, inverosímilmente, el autor de Amapola y memoria ha tenido una mayor influencia, gracias, en buena parte, al magisterio de José Ángel Valente, cuyas lecturas y traducciones (aunque fueran dobles: del inglés o del francés; Valente no sabía alemán) lo erigieron en referente obligado de casi toda la poesía no figurativa del país. Celan constituye un paradigma del drama vivido en la Europa del nazismo, la Segunda Guerra Mundial y el establecimiento del comunismo. Judío nacido en Cernauti, una pequeña ciudad de la Bucovina, en Rumanía, convive desde niño con el antisemitismo y lo sufre horriblemente cuando los rusos, primero, y los nazis, después, ocupan la región y persiguen la eliminación de la comunidad hebrea. Encerrado en el gueto, Celan acopia los libros rusos que le ordenan los nazis, para ser quemados, pero traduce a escondidas los sonetos de Shakespeare, mal vertidos hasta entonces al alemán, y no deja de escribir poesía. En 1942 mueren sus padres, que han sido deportados a un campo de trabajo: el padre, de tifus, y la madre, de un tiro en la nuca. Celan sobrevive a la guerra en otro campo, rumano, y, al finalizar el conflicto, inicia un peregrinaje que le lleva a Cernauti, Bucarest, Viena y, finalmente, París, donde residirá hasta su muerte. Su vida en Francia tampoco será fácil: aislado de su comunidad hablante, pobre, desconocido y solo, penará la culpa de haber sobrevivido a sus padres y de escribir en la lengua de sus asesinos, sufrirá hasta el desquiciamiento las malignas acusaciones de plagio que hace Claire Goll, la viuda de Yvan Goll, un poeta que Celan había tratado y traducido al poco de establecerse en Francia, y entrará, en los 60, en una espiral de depresiones y desvaríos psiquiátricos, en la que intentará matarse a sí mismo y matar también a su mujer —con un cuchillo de cocina— e ingresará en varias clínicas mentales, donde se le aplica una terapia de electrochoques. Incapaz de sobreponerse a sus padecimientos, Celan se suicida la noche del 19 al 20 de abril de 1970 —macabramente, el 20 de abril es el aniversario de Adolf Hitler— arrojándose al Sena desde el puente Mirabeau. Encontraron su cuerpo, enredado en un meandro del río, diez días más tarde. En la mesa de trabajo del piso donde vivía, había una biografía de Hölderlin abierta por un pasaje subrayado: “A veces el genio se oscurece y se hunde en lo más amargo de su corazón”. Otra poeta suicida, Alejandra Pizarnik, también había vaticinado su fin, escribiendo estos versos en el pizarrón del cuarto donde la hallaron muerta: “No quiero ir / nada más / que hasta el fondo”. Mi ponencia, "Paul Celan: la soledad del suicida", trata de los rasgos y motivos de su poesía que prefiguran su suicidio. El origen de mi tesis se sitúa, precisamente, en el final de su vida: ¿A qué se enfrenta, qué ve ese Celan resuelto a acabar con sus días, siendo imposible saber, y ni siquiera conjeturar, qué piensa o qué siente? Ve la oscuridad —de la noche y del agua— y anticipa la caída que lo llevará a las profundidades, pero, a la vez, lo elevará hasta la redención. La muerte se plasma en ese eje de negrura y hundimiento, un eje que recorre estructuralmente su poesía, y que se acentúa, se engrosa, en su último tramo, cuando sus problemas psicológicos se agravan, y, especialmente, en los últimos años de esa década, desde La rosa de nadie, de 1963, hasta el póstumo Parte de nieve, de 1971. No es fácil, ni carente de riesgos, establecer una correspondencia, o siquiera una afinidad, entre el contenido de una obra y la resolución de una vida. Pero, en el caso de Celan, las coincidencias —o, digamos más bien, los ecos premonitorios— son, a mi juicio, sustanciales y numerosos. Ello no autoriza a sostener que, cuando Celan escribía sus poemas, con alusiones constantes a elementos que cabe reconocer, años después, en el hecho trágico de su suicidio, estuviera urdiéndolo o anunciándolo: su actividad era exclusivamente poética, y a esa condición lírica hay que atenerse. Sin embargo, esa malla de confluencias sí nos permite creer que las mismas pulsiones anímicas que lo condujeron a la autodestrucción alimentaban su creación y que, de una forma inconsciente, disponían trazos que se manifestarían en su muerte futura. Reconozco en su poesía la presencia constante y ominosa de la muerte, que se identifica a menudo con la noche y con el agua estancada, que es, según Gaston Bachelard, una de sus metáforas universales. La noción de caída es asimismo fundamental en la obra de Celan, aunque en esa caída subyazga siempre una elevación, o una lucha por elevarse: un eje vertical, un arriba y un abajo, por el que el ánimo del poeta no deja de desplazarse con angustia y esperanza, atraviesa toda su poesía. Pero el hundimiento en las profundidades está siempre presente en sus versos, y algunos tópicos objetivizan esa inclinación por lo hondo y oscuro, como el pozo y el abismo. También el muro —el muro sólido y el muro de las aguas— representa la infranqueabilidad del mundo y, a la vez, la esperanza de que haya otro lado, de que lo existente no visible nos redima del tormento que experimentamos. Por fin, el puente, que sobrevuela las aguas funerales y que permite asimismo el tránsito, ahora horizontal, para acceder a esa otra orilla de la realidad donde nos aguarda la liberación; un puente como el Mirabeau, desde el que Celan se mató, y que había llevado a un poema en el que recordaba el suicidio de su admirada Marina Tsvetáeva: “Del sillar / del puente, del que él rebotó / hacia la vida, en vuelo / de heridas —del / puente Mirabeau. / Donde el Oka no fluye. Et quels / amours!”. Para mi desgracia (y para la de quienes me escuchan), he de exponer todo cuanto antecede a las dos y media pasadas de la tarde, con casi dos horas de retraso con respecto al horario previsto, y con un público lógicamente exhausto y con ganas de comer. La razón del retraso es el desbarajuste horario con el que se está desarrollando el encuentro, al que contribuyen la facundia de ponentes y conferenciantes —que incumplen, casi sin salvedad, el plazo de exposición de que disponen: a alguno parece que no le permiten hablar en casa, porque aquí no deja de hacerlo, así se ponga el sol o cierren, literalmente, la universidad— y la excesiva moderación de los moderadores. Echo en falta un control anglosajón —o, mejor, prusiano, dado que hablamos de Celan— de la ronda de intervenciones: a quien supere los 20 o 45 minutos asignados, se le retira la palabra. Y también sería conveniente moderar los turnos de preguntas del público, que no pueden ser una divagación interminable ni un oligopolio de voces. Entre los participantes en el congreso hay de todo: gente sabia, gente modesta (esto sí suele ir unido: los verdaderamente sabios son siempre modestos), gárrulos, idiotas y friquis. De hecho, en todos los congresos hay friquis: los congresos son un imán para los friquis. En este encuentro a un catedrático omnipresente, especializado en convertir toda intervención en un autoelogio; a otro catedrático que ora como Castelar, entre tribunicio e inacallable, infinitamente consciente de su ciencia; a varios que saben poco de Celan, pero sí mucho de otros autores, o de otras materias, y a ellos dedican su intervención; a alguno que, en cambio, es experto en Celan y no duda en recordárnoslo a cada instante, y también en el desayuno, y la cena, y cuando coincidimos en los urinarios; a otros que lo que no saben es exponer en público, y se limitan a leer el texto que han preparado, sin despegar los ojos del papel, con monocordia eucarística; y a algunos más que, de toda tu conferencia, solo resaltan una palabra, para criticarla: "redención", por ejemplo, que juzgan excesiva para alguien que ha intentado asesinar a su mujer, o "traducción canónica", que no consideran pertinente, porque entienden que algo es canónico solo cuando así se ha elegido entre varias opciones, pero que en el caso de Celan no es adecuada, porque solo hay una traducción (cuando yo opino que el canon existe inevitablemente, y que, si solo hay una traducción, y mientras la comunidad cultural no decida aportar otras, esa es la canónica). Yo he salido cansado de este encuentro. Al estrés que sufre nuestra vanidad por la comparación constante con los otros, se han sumado algunas compañías estragantes y no pocos arañazos emocionales. Los congresos literarios son versiones intelectuales y jíbaras, por lo reducidas, pero también por lo canibalescas, de Gran Hermano. No son sanos: si duraran más, todos acabaríamos como en el nido del cuco. No puedo decir que no haya aprendido cosas, o que no haya sido agradable verme con los amigos, o que no haya intercambiado información profesional con otros escritores -acaso lo más importante de estas reuniones-, pero el saldo ha sido agridulce. Y, además, he perdido una camisa nueva en el hotel.
domingo, 17 de mayo de 2015
Viajar en tren
Viajar en tren ya no es lo que era. Desde hace muchos años, en España los trenes son rápidos, puntuales, modernos; hasta de diseño. Puede que sean incluso demasiado modernos: algunas voces políticas se han levantado contra la proliferación de AVES y su cortejo de inversiones multimillonarias, disparates medioambientales y políticos corrompidos. En realidad, esta banda(da) de AVES que recorre la geografía patria es una respuesta al tradicional atraso ferroviario español: compensamos siglos de incuria con una modernidad hinchada como un zepelín, con la segunda red de alta velocidad más extensa del planeta, después de China. Ah, qué tiempos aquellos en que subirse a cualquier convoy de la RENFE era experimentar una catábasis horizontal: un descenso a los infiernos de lo incómodo y lo interminable. Sin embargo, paradójicamente, aquel Hades sobre raíles traía, adherida al sufrimiento de los viajeros, una muy humana necesidad de comunicación y consuelo. Encerrados en los compartimentos de los vagones, la gente se acomodaba con buena voluntad, hablaba, compartía la comida (porque la comida era esencial para sobrevivir a las jornadas sin fin de los borregueros): compartía, en fin, el viaje. Hoy todo resulta aséptico y eficaz: el desplazamiento es más agradable, pero la convivencia se resiente. Y hoy, justamente, me toca viajar en un AVE a Cáceres, donde participo en un congreso sobre el poeta Paul Celan, organizado por la Universidad de Extremadura. Tengo claro que pasaré toda la jornada en las vías: el prólogo del viaje lo constituyen el trayecto en los Ferrocarriles de la Generalitat, desde Sant Cugat a Barcelona, y en el metro, desde la estación de Plaza Cataluña hasta la Estación de Sants (que en catalán se identifica, anglófilamente, como Sants Estació, porque parece, imagino, más estación que si solo se llamara Estació de Sants, como reclaman la sintaxis y el sentido común). En el metro me fijo en una joven bizca y guapísima, que viaja con un amigo. Recuerdo el poema de Quevedo: "Si a una parte miraran solamente / vuestros ojos, ¿cuál parte no abrasaran? / Y si a diversas partes no miraran, / se helaran el ocaso o el Oriente". Algunos defectos no emborronan, sino que acentúan la belleza. Pienso en Claire Forlani, la actriz estadounidense cuyas orejas parecen alas: "Tus orejas divergentes / no divergen en finura: / con escueta desmesura, / los cartílagos ingentes / trazan las altas tangentes / de las criaturas aladas. / Si con ellas separadas / eres bella, qué belleza / luciría tu cabeza / si las tuvieras pegadas", he escrito en una décima, siguiendo a don Francisco. En la estación en la que se bajan la bizca hermosa y su afortunado acompañante, se sube un acordeonista tuerto. Los ojos parecen hoy tan protagonistas del día como los trenes. El hombre ataca con brío admirable, aunque con moderada pericia, la Danza Húngara núm. 5 de Johannes Brahms, cuyos sones me distraen, por un momento, del cerramiento atroz de su ojo derecho. No pierde en ningún momento una polifémica sonrisa, aunque la cosecha de monedas sea magra, y, en cuanto el convoy llega a la siguiente parada, brinca al vagón más próximo para continuar la serenata. Ya instalado en el AVE, reconozco, ay, otro personaje clásico de los trenes modernos: el ejecutivo que aprovecha al viaje para hablar por el móvil y poner en orden los asuntos de la oficina. Se conoce que la oficina no puede sobrevivir sin su guía y su sapiencia. El que he tenido la mala suerte de que me cayera cerca es gallego y trabaja en el mundo del turismo. Con sus largas conversaciones sobre tarifas, descuentos y proveedores -el fascinante mundo del comercio-, consigue impartir un curso acelerado de minorismo de viajes a todos los ocupantes del vagón. Pero nadie le muestra agradecimiento: todos nos refugiamos en nuestro búnker individual, ya sea un libro, un juego de ordenador, un sueño quebrantado o un silencio hosco. De hecho, nuestro agradecimiento se reserva para los servicios de telefonía -quién lo iba a decir- cuando el tren atraviesa una zona sin cobertura y la conversación se interrumpe de repente. El ejecutivo, tras llamar varias veces, con angustia creciente y sin resultado, a su amputado interlocutor, se sume en un silencio sobresaltado, hasta que, con alegría rayana en el júbilo -y la correspondiente decepción de todos los demás- retoma la comunicación y continúa salvando a su empresa por el vociferante procedimiento de impartir instrucciones a sus subordinados. Hace tiempo leí que en algún sitio se había inventado un dispositivo portátil que cortaba las comunicaciones telefónicas circundantes, pero que enseguida había sido prohibido. A qué gran instrumento había renunciado la humanidad: qué maravilla apretar un botón en el bolsillo y que el aullador financiero, o la maruja sin nada más que hacer, o el joven gárrulo, se quedaran con la palabra en la boca y no pudieran expulsarla de ahí; y ojalá se atragantaran con ella como con un hueso de pollo. Durante el viaje alterno la lectura de Huellas, la poesía completa de Juan Malpartida, El libro del desasosiego, de Pessoa, y El País. En este leo que José María Aznar mitinea en Zaragoza por las inminentes elecciones municipales y autonómicas en España. Y, según recoge el periódico, pide a quienes no vayan a votar al PP que no confíen en populismos mentirosos, que vuelvan a casa y que le otorguen al partido otra vez su confianza. Aznar ejerce sobre mí un poder singularísimo, que ningún otro político de la derecha, por más que discrepe de él, o incluso que me irrite, puede atribuirse: me inspira un deseo casi irresistible de degollarlo. Ese deseo viene precedido por una serie de síntomas físicos: el desarreglo estomacal, la palpitación desbocada, el prurito incontrolable. Y no solo eso: Aznar me alucina, literalmente. Por ejemplo, aún veo su bigote, cuando sé, cuando me consta, que ya no lleva bigote. Su bigote sigue abultando a mis ojos como un espectro maléfico, como una protuberancia del averno, trasunto de su vacío mental y su vileza personal. En poco más de tres horas, llegamos a Atocha. La entrada en la estación es un bosque de catenarias y postes eléctricos. En el andén, nos recibe un calor tórrido. Un italiano que baja conmigo le grita a otro: "¡Santa Madonna!", y luego especifica: "¡Treinta y cinco grados!". Como en Castellón hace una semana, no me importa: ansío calor; quiero sudar, y ducharme, y volver a sudar. Espero llevarme a Inglaterra, bien metida en el cuerpo, una buena provisión de altas temperaturas. El tren que me llevará a Cáceres sale dentro de una hora y cuarto. Aprovecho el trasbordo para comer algo en Foodíssimo, un tugurio de lugares de paso -por más que gaste colores brillantes, muebles de Ikea y nombres como el que se ha dado, sigue siendo un tugurio-, donde me atiende una dominicana, como rodeado de otros dominicanos y un español entra repartiendo "¡Dios te ama! ¡Bendito seas!" a todos los presentes. No se lo deseo, pero pienso que quizá en ese mismo momento en que dice "¡Dios te ama!" un tumor canceroso le esté creciendo en algún rincón del cuerpo, lo cual sería una prueba palpable de cuánto nos quiere Dios. Pero nada puede modificar las creencias de alguien capaz de pasarse la hora del almuerzo -y cualquier otra hora, me imagino- haciendo lo que hace este paisano, con una sonrisa beatífica en la cara y una Biblia en la mano. Sin embargo, la imbecilidad humana no acaba aquí. Veo, colgados en los pasillos de la estación de Atocha, los inevitables carteles electorales de los diferentes partidos. Uno, del PP, dice: "Trabajar. Hacer. Crecer. Solo con tu voto es posible". Debajo, la sonrisa despejada, la expresión luminosa de Esperanza Aguirre. Yo creía que esta mujer se había retirado -la recuerdo leyendo, entre lágrimas, hace varios años, su despedida pública de la política-, pero no: ha vuelto, como Aznar. Cuánta falta nos hacían los dos. Y qué importante es que Espe nos recuerde que hay que "trabajar, hacer, crecer", y que, para que eso sea posible en un país democrático, es necesario votar. La cara y las manifestaciones de Aznar en el periódico, la ensalada del Foodíssimo y la inteligencia desplegada en la publicidad electoral por Esperanza Aguirre y Gil de Biedma, condesa consorte de Bornos, Grande de España y Dama Comendadora de la Orden del Imperio Británico, me han revuelto el estómago. Acudo a los servicios de la estación, que ahora son de pago. Hay que aflojar 0,60 euros -¡veinte duros!- por aflojar las tripas. El cubículo en el que me instalo es pequeño, pero dispone de todo lo necesario. Hasta huele bien, un logro formidable en estas circunstancias. En las paredes se despliega una fotografía panorámica de la Casa Blanca, aunque no sé qué pensará un americano que utilice el retrete de esta asociación entre la evacuación y Barack Obama, o quien le suceda. Además, suena una musiquilla que pretende facilitar el tránsito intestinal, o, como decía un amigo mío de la adolescencia, amenizar la cagada. No habrá sido el único suceso escatológico del día. En el AVE he querido entrar en un baño, pero, aunque ya estaba ocupado, la mujer que lo utilizaba no había cerrado bien la puerta. La he abierto, pues, y, durante unos angustiosos segundos, la señora, sentada en la taza, a la vista de todo el vagón, ha reclamado, a gritos, que la cerrara. Pero, por más que apretaba yo el botón, no lo conseguía. Yo no miraba: solo veía su mano -y el extremo de un fular rojo- agitándose con desesperación en el aire, sin que ella, por razones evidentes, pudiera abandonar su forzada inmovilidad. Por fin, la puerta ha consentido en cerrarse y he podido respirar, avergonzado, aunque no culpable. En el trayecto en el segundo tren a Cáceres -que tarda la friolera de tres horas y media en cubrir 250 kilómetros-, coincido con Jaime Siles y con Francisco Jarauta, que también actúan en el congreso, aunque al segundo no lo conozco. Ambos se sientan juntos y se pasan el viaje en animada charla. El asiento de mi lado lo ocupa otro participante en el evento, Arnau Pons. Tampoco lo conozco, pero deduzco que es él: atiende en catalán una llamada telefónica, y en el programa del encuentro solo hay dos catalanoparlantes: él y yo. No le hablo: él tampoco me habla a mí. Se encierra en la lectura de Le démon de la théorie, de Antoine Compagnon, y repasa la ponencia que impartirá. Un hombre simpático, pienso. Es posible que él también piense lo mismo de mí. O, más probablemente, que no piense nada en absoluto. Atravesamos un paisaje que me resulta muy familiar, es más, que considero mío. Distingo, entre dehesas y jarales, el parador de Oropesa de Toledo, donde Ángeles y yo siempre hacemos un alto para comer cuando vamos a Hoyos. La tarde declina y el tren cada vez está más cerca del oeste, del lejano oeste.
lunes, 11 de mayo de 2015
Un paseo por Castellón
Visitar una ciudad por primera vez es delicioso: la expectativa de conocer sus rincones, sus luces y sus sombras, se asemeja a la de conocer un cuerpo nuevo. Uno sale a recorrer las calles como quien explora los pliegues de la piel, como quien descubre cartílagos y tersuras y articulaciones deseadas y aún intactas. Como solo pasaré el día de hoy en Castellón, me escapo unas horas de El Ojo de Polisemo y empiezo el vagabundeo. Para llegar al centro desde la Universidad Jaume I hay que tomar el trolebús. Yo pensaba que el trolebús solo existía ya en los tebeos y las novelas antañonas, pero no: funciona todavía -y muy bien- en Castellón de la Plana. Me bajo en la parada de El Corte Inglés y cruzo el parque de Ribalta, decimonónico y romanticón, construido en el emplazamiento de un antiguo cementerio. Me pregunto si debajo de los arriates y caminos por los que paso todavía estarán los huesos de los difuntos. En la superficie, me cruzo con una pareja de mormones, pertrechados con sus camisas blancas de manga corta, sus tarjetas de plástico en el pecho que indican que se llaman (los dos, todos) Elmer, sus corbatas finas y oscuras, y sus maletines en la mano, en los que supongo que transportan una Biblia y los folletos evangélicos con los que esperan acrecer el rebaño de fieles del ínclito Joseph Smith. También me cruzo con un mendigo, sentado en un banco, con un carro de supermercado, en el que transporta sus miserables pero voluminosas pertenencias, a su vera. Está bebiendo de una botella, pero tiene el aire ausente de casi todos los mendigos del mundo. Los mormones pasan junto a él sin dedicarle ni una mirada. Yo sigo mi camino hacia el centro: al salir del parque, dejo atrás la Farola, una enorme lámpara urbana de cuatro brazos, que luce aquí su aspecto arácnico desde 1929, y supero después la central de Correos, un edificio modernista de ladrillo y cerámica inaugurado en 1932. Observo también que esta es una ciudad muy "esculturizada": una enorme mano de piedra en una fuente; una figura rechoncha, casi boteriana, con una pila de libros en la cabeza; bustos de próceres y efigies modernistas, entre muchas otras representaciones, figurativas y abstractas. Hace calor, y me gusta. Nunca lo habría dicho, pero disfruto del manto del sol, del aire untuoso, de la lentitud que imprime a los movimientos. Después de muchos años, de toda una vida, de incomprensión, por fin entiendo la pasión de los ingleses -y, en general, de todos los septentrionales- por el clima mediterráneo: ese afán por torrarse al sol obedece a una necesidad física, más aún, a una exigencia existencial. Ahora lo comparto. Cuando, tras un breve paseo -todo en Castellón es paseable-, llego al corazón de la ciudad, descubro con placer que en la plaza Mayor se celebra la feria del libro. Entro a echar un vistazo. Hay poca gente, pero esto parece, por desgracia, consustancial a todas las actividades que involucran al libro. La poesía ocupa un exiguo rincón de los estantes, que, además, está colonizado por Visor. Me llama la atención que no haya nada de Pre-Textos, la excelente editorial valenciana. Que a los versos solo se les dedique una microscópica porción de lo expuesto es también, dolorosamente, lo habitual. Por no irme con las manos vacías, me llevo A 40 kms del Pacífico y 30 de Charles Chaplin, de Enrique Jardiel Poncela, en el que el escritor y dramaturgo relata, fragmentariamente, sus dos viajes a Hollywood en los años treinta, para trabajar como guionista en las películas en español que rodaba la Fox Corporation. De siempre me han interesado los géneros singulares, como la literatura humorística. Y Jardiel Poncela, que murió en la ruina, solo y olvidado, con apenas cincuenta años, después de haber sido un autor de éxito internacional -como demuestra que fuese uno de los pocos españoles que trabajaron para la industria cinematográfica en aquellos años de atraso- y haber escrito obras estupendas, como La tournée de Dios (que a los mormones con los que me he cruzado no les gustaría nada), siempre me ha caído bien. Esto dice en uno de los apuntes finales de A 40 kms del Pacífico y 30 de Charles Chaplin: "En las playas de Hollywood solo hay dos ocupaciones, a elegir: o tumbarse en la arena a contemplar las estrellas, o tumbarse en las 'estrellas' a contemplar la arena". Salgo de la feria del libro para meterme en el mercado Central, que se encuentra asimismo en la plaza Mayor. Entre una y otro aún hay algunos puestos más de libros, todos de editoriales institucionales, atendidos por dependientes acaloradísimos y aburridísimos: si en la carpa de la que acabo de salir apenas hay gente, aquí no hay nadie. El mercado, construido en los años 40, no tiene el interés de los antiguos edificios de abastos, pero su frescura es reconfortante, y me divierte contemplar los gestos conocidos del regateo y la compra, los canturreos y procacidades de las vendedoras, y los carros gordos de las amas de casa gordas. Las cosas siguen aquí como ha sido siempre, y eso, extrañamente, me tranquiliza. Ni siquiera los calendarios con imágenes de la Virgen de los Desamparados o los pósteres con la plantilla del Real Madrid colgados de muchos puestos me desagradan. Quién lo iba a decir. En la plaza Mayor se apiñan los principales monumentos de la ciudad: el palacio municipal, sede del ayuntamiento; el Fadrí, el enorme campanario exento que también servía de atalaya para advertir a la población de las incursiones de los piratas; la concatedral de Santa María, que también, como el mercado, se construyó en los años 40 del siglo pasado, en estilo neogótico, y en la que, cuando entro, se está oficiando una misa; y la Lonja del Cáñamo, un elegante edificio del s. XVII. Lo más interesante, sin embargo, se encuentra por detrás de este conjunto, alrededor de la calle de Caballeros. Las callecitas que la cruzan representan todavía -aunque debemos ayudarnos un poco de la imaginación- el Castellón tradicional, es decir, cualquier villa mediterránea tradicional, entre pescadora y campesina, aún no avasallada por el urbanismo desangelado, el turismo masivo y el comercio homogeneizador. Se suceden las casitas bajas, de una misma altura, con balcones estrechos y ocasionales adornos modernistas; los colores pastel animan todavía los enyesados; y las viejas tiendas, o lo que queda de ellas, hablan de un tiempo menos apresurado, más amable con las cosas. Hasta se huele el mar en el aire. En una de estas costanillas, descubro un antiguo anuncio de cerámica: "Lechería de vacas suizas y holandesas Vicente Balaguer. Se ordeña a presencia del público". (En todas partes ha habido lecherías en las ciudades: en la propia King's Road, de Londres, un edificio alto, que hoy aloja una franquicia de lujo, aún se identifica como Dairy, que no es "diario", como malinterpretan algunos, sino "lechería"). En la casa de al lado, una placa recuerda que allí Josep Pascual Tirado escribió Tombatossals, "mite del poble de Castelló". (Castellón honra a los escritores, y eso honra a Castellón: en otros lugares advierto la calle Ausiàs March o Miguel de Cervantes). El carácter histórico de la finca, sin embargo, no la ha librado de las turbulencias inmobiliarias: dos de los tres pisos que la componen están a la venta. Y lo mismo pasa en la de la lechería, cuyos pisos también se venden. En la calle de Caballeros, que funciona a modo de eje de este microbarrio, observo estudios de arte y de arquitectura, portales nobles, fachadas de cerámica, un museo etnográfico y algunos detalles singulares, como una placa en la que se lee, solamente, "Remigio Beltrán" y, debajo, el dibujo de un cerdo tronchándose de risa. Y no sé si Remigio tiene un cerdo o si el cerdo representa a Remigio; y tampoco sé quién es Remigio. En la calle de Caballeros se encuentra asimismo la casa en la que se acordaron, en 1932 -el mismo año de la farola: aquellos fueron tiempos de efervescencia-, las denominadas "Normas de Castellón", que establecen las reglas ortográficas del valenciano, "dentro de la unidad de la lengua catalana". Esta última precisión es muy importante, porque el valencianismo más obtuso ha hecho del independentismo lingüístico -que, a diferencia del político, no es subjetivo: la filiación de las lenguas es un asunto científico, y el hecho de que el valenciano sea una modalidad del catalán no se discute en ninguna universidad ni academia del mundo, salvo en la academia creada por los blaveros para defender lo contrario- su bandera más visible. Para este rancio nacionalismo levantino, ser valenciano exige ser anticatalán, incluso en aquellos ámbitos, como el lingüístico, en el que ser anticatalán implica negar la realidad. Almuerzo en un restaurante de Caballeros, Julivert, cuyo menú, desplegado en un pizarrón callejero, me atrae. Pero la realidad dista mucho de las expectativas: el arroz del senyoret es pobre y el salmón al tomillo está seco; solo la panacota tiene un pase. El camarero que me sirve, además, no sabe hablar sino en diminutivos: el arrocito sequito, la salsita, las gambitas, el salmoncito y el agüita. Apenas dejo propinita. Al salir, vuelvo al centro y me siento en una terraza de la plaza de la Pescadería, aledaña de la Mayor. Para mi sorpresa, no tienen horchata ni granizado, que es como si en un pub de Londres no tuvieran cerveza. Pido un café con hielo y leo a Jardiel, mientras veo al sol hincharse en la plaza. La gente, en camiseta o blusa y pantalones cortos, pasa deprisa, buscando la sombra. Yo chupo el café y las minuciosas payasadas de Jardiel, y disfruto de esta ardentía costeña, que tanto he añorado.
sábado, 9 de mayo de 2015
El Ojo de Polisemo
El Ojo de Polisemo -un nombre, por cierto, inmejorable- es el congreso anual que organiza la Sección de Traductores de la Asociación Colegial de Escritores de España, cada año en una universidad distinta. En 2015 la sede es la Universidad Jaume I de Castellón, y allí me corresponde el honor de impartir la conferencia inaugural. Me ha invitado Vicente Fernández González, uno de los vocales de la junta rectora de la Sección, hombre cordialísimo, profesor de traducción en la Universidad de Málaga, destacado traductor del griego moderno y, por si fuera poco, editor, hace algunos meses, de Málaga Cavafis Barcelona, una espléndida recopilación de diferentes traducciones del poeta de Alejandría, reunidas para celebrar el 50º aniversario de la primera versión de su obra en castellano, en 1964, dos años posterior a su primera traducción a una lengua peninsular, el catalán. Me atrae impartir la conferencia inaugural en un congreso de traducción en Castellón, porque a) nunca he participado en un congreso de traducción; b) nunca he estado en Castellón; y c) nunca he impartido una conferencia inaugural. La responsabilidad es grande, y también lo es la congoja. De entrada, al llegar al hotel y deshacer la maleta, me doy cuenta de que la camisa blanca que me he traído para la conferencia tiene el cuello raído. Raído es poco: con él podrían serrarse cosas. Por qué no me he fijado en la condición de mis camisas antes de salir de casa es lo que mi mujer llamaría, misericordiosamente, un descuido, aunque no se privaría de añadir, por lo bajini, "uno más" o, aún peor, "como siempre". Lo primero que tengo que hacer, pues, es comprar una camisa blanca. Averiguo que en Castellón acaban de abrir un Corte Inglés (luego veré también El Corte Chino: la ciudad cada vez es más cosmopolita) y que, además, no está lejos del hotel. Ah, El Corte Inglés, de cuántos apuros nos has salvado; y también cuántos nos has proporcionado. Este es mastodóntico, y parece aún más grande por estar en una ciudad pequeña. Resuelvo pronto el problema indumentario, pero me enfrento enseguida a otra dificultad, ahora de orden material. Resulta que he preparado un sucinto ejercicio de traducción comparada, para el que, venciendo mi antipatía por la herramienta digital, he utilizado el punto de poder (no sé por qué nos empeñamos en llamarlo power point: en castellano queda mucho más sugerente). Pero, cuando nos dirigimos ya a la sala de actos, y después de haberme asegurado de que los organizadores disponen de un ordenador adecuado para la proyección del punto de poder, caigo en la cuenta de que me he dejado el lápiz de memoria en Barcelona. Casi aúllo en el taxi. Por suerte (es decir, por un ápice de suerte en medio de tanto infortunio), he impreso las diferentes pantallas del punto de poder y podemos recurrir, con vergüenza indecible por mi parte, a las venerables fotocopias para que el público asistente disponga de los textos que he cotejado y pueda seguir mis explicaciones. Solventado el segundo inconveniente, me doy cuenta, una vez más en mi vida, de que la ignorancia nos hace osados. Me he atrevido a pergeñar un ejercicio de traducción comparada -de un fragmento del Canto de mí mismo, de Walt Whitman, utilizando mi propia versión y cinco más, de entre las muchas que he consultado para realizar el trabajo- para exponerlo -yo, que no tengo estudios de esto- ante el público más diligente y profesional del país, trufado de premios nacionales de traducción y catedráticos universitarios de la materia, amén de numerosas estudiantes -apenas cuento un par de chicos entre muchísimas mujeres- a las que me imagino avezadas ya en el asunto, y afilando las cimitarras críticas. Pero no es esto lo único que me preocupa: desde que empecé a escribir la conferencia, en la que denuncio los groseros errores cometidos por algunos de los que me han precedido en la traducción de Hojas de hierba -incluido Borges, que firma varios dislates-, me ha inquietado la posibilidad de que fuese demasiado crítico, es decir, que los traductores no acogieran bien una censura tan indisimulada de quienes no dejan ser colegas suyos, miembros de un mismo gremio. Sin demasiado tiempo para digerir tantas angustias, me presentan al rector de la Universidad, Vicent Climent; a la decana de la Facultad de Ciencias Humanas y Sociales, Rosa Agost; al presidente de la Sección de Traductores, Carlos Fortea -compañero en la Universidad de Salamanca de mi querida María Ángeles Pérez López-; y a varios otros miembros de la junta directiva, de la Jaume I y de otras universidades valencianas. Todos amables, más aún, todos encantadores, pero cuya cordialidad no basta para aplacar mi desasosiego. Tras la inauguración oficial, subo al estrado y, luego de la presentación que hace de mí Vicente Fernández -que termina con una cita extraída de este blog-, empiezo a perorar. Pronto me descubro leyendo, y no hablando. A mí no me gusta leer las conferencias, porque la lectura es casi siempre más aburrida que la charla, pero supongo que en esta ocasión la crítica minuciosa que he tenido que documentar me empuja a aferrarme al texto, aunque no tanto como el temor a meter la pata o decir algo de lo que luego deba arrepentirme. El tiempo pasa y el público no huye, lo que, poco a poco, me tranquiliza. Y, antes de que me dé cuenta -porque para el conferenciante los minutos son segundos, aunque para el público, a veces, los segundos sean horas-, ya me estoy acercando a la conclusión. Empapado de sudor, asisto a la apertura del fatídico turno de ruegos y preguntas, pero, para mi sorpresa, todas las intervenciones son bienintencionadas y agradecidas. Interviene, entre otros, Olivia de Miguel, una excelente traductora del inglés, que vive en Valldoreix y que recuerda haberme visto en Sant Cugat. También Josep Marco, con el mejor acento británico que yo haya podido oír nunca a un no británico. Y Elia Maqueda, otra vocal de la ACE-Traductores, que ha tenido estos días anteriores la paciencia de gestionar mis viajes y los asuntos administrativos de mi participación en el congreso. Salgo, en definitiva, con bien de la jaula de las fieras en la que me he metido yo solito, sin látigo ni silla, aunque sí quizá con chistera, y me relajo con el tentempié que nos espera en el vestíbulo. Reparo en un título que me interesa en el puesto de venta de libros que también se ha instalado en la Facultad: El traductor errante. Eso somos todos los que traducimos: seres destinados a la equivocación.
martes, 5 de mayo de 2015
En un templo hindú
Una compañera de trabajo de Ángeles nos ha dicho que hay un templo hindú en Wembley, al noroeste de Londres, y que merece la pena visitarlo. Nos intriga conocerlo: lo que sabemos del hinduismo se limita a lo que hemos visto en las películas de Indiana Jones y los documentales de la 2. Cogemos el metro hasta Wembley y contemplamos el primer espectáculo del día: una joven sentada delante de nosotros come de una tartera algo que se parece a una ensalada. En Inglaterra, férreamente regida por horarios laborales sin resquicios hedónicos, es común este desdén por el almuerzo: la gente se come un bocadillo por la calle, de camino a una reunión, o una pizza sentada en los escalones de un portal, o, en el mejor de los casos, y como una concesión insólita, unos noodles en un banco del parque. O no come. La gastronomía inglesa, y el enriquecimiento cultural que supone el acto social de comer, nunca despegará hasta que se erradiquen estas costumbres bárbaras: almorzar en el metro es como colgar un Picasso en una sauna o defecar en el patio de butacas de la ópera. Yo siempre había asociado Wembley con el famoso estadio de fútbol, pero hoy es más conocido entre los londinenses por ser uno de los barrios con mayor concentración de asiáticos de la ciudad. Y lo comprobamos enseguida, al salir del metro en Alperton: nos rodean las carnicerías halal, los restaurantes paquistaníes y los supermercados chinos. Como es la hora de comer, decidimos hacerlo primero y visitar después el templo: primum manducare deinde philosophari. Y no en el metro, como la inglesa incivil de la ensalada, sino en un restaurante indio-nepalí que encontramos cerca, y a cuya entrada encontramos una petición de ayuda para las víctimas del reciente terremoto en el Nepal. El local es discreto y austero, pero la música ambiental resulta deplorable: oscila entre las adormecedoras melopeas del Tíbet y el pop poligonero. A Ángeles una canción le recuerda a Meteoro, aquel fascinante piloto de dibujos animados de los 80. Como en los restaurantes orientales nunca sabemos qué es cada plato -y ni siquiera si es un plato: alguna vez he pedido como principal lo que era un bol de arroz o un tipo de pan-, solicitamos ayuda a la camarera. Pero la joven no parece muy lista: nos mira como miraría un sordomudo a un rapero, y solo conseguimos que nos recomiende la especialidad de la casa, momo, que no es el dios griego de la risa, sino unas bolas de harina de cebada, rellenas de pollo u otros ingredientes, que se toman mojadas en salsas picantes. Aunque ha especificado que el plato no es demasiado picante, pronto descubrimos que la estimación de lo que es picante o no lo es, varía mucho de una cultura a otra: nosotros tenemos un incendio en la boca. Y nos preguntamos por la razón de este empeño de tantas cocinas del mundo en arrasar los sabores con tantísima sazón. Aplacamos el fuego que sentimos con pan, agua y la ensalada verde que hemos pedido para acompañar, y que nos salva la vida. Aunque ha llegado, como es costumbre, sin aceite de oliva. Se lo pido a la camarera, y me trae medio dedo del valioso condimento en un cuenquito metálico, como si fuera oro líquido. Nos lo repartimos escrupulosamente. El postre consiste en una cuajada singular, que no está mal, pero que yo presumo más sabrosa con leche de yak. "Anda, el especialista...", pondera Ángeles. Mi mujer, siempre tan encomiástica de mis saberes. El templo Shri Sanatan Hindu Mandir, que así se llama oficialmente, está a poca distancia del restaurante. Es reciente: se inauguró en 2010, e impresiona por el minucioso trabajo escultórico, hecho por artesanos indios y trasladado, pieza a pieza, hasta Londres. Está construido con piedra ocre de Jainselmer y Bansipahadpur, de la India, de acuerdo con las preceptos de los Shilpa Shastras, los milenarios manuales de construcción y diseño hindúes. Reparo en las clásicas figuras femeninas de pechos hemisféricos que se sostienen sobre una sola pierna, como las garzas, y que adornan, entre lianas y otros motivos vegetales, todas las columnas. Entre ellas, en algún lugar, hay también una figura de Teresa de Calcuta -sin pechos hemisféricos, imagino-, como homenaje a los líderes espirituales de otras doctrinas, que el hinduismo, que no pretende el monopolio de la fe, respeta y reverencia. Significativamente, el hinduismo no es monoteísta, sino que reconoce muchos dioses, o, dicho con más exactitud, muchas formas distintas del principio que sostiene el universo, llamado Brahman. Esta pluralidad de entidades divinas se comprueba de inmediato en el interior del templo, donde se ha establecido un recorrido -un vía crucis, según Ángeles- que nos lleva a visitar una multitud de figuras trascendentes, ya sean divinidades o santones. Para hacerlo, hay que descalzarse antes, lo que se me antoja una bendición, porque un tofo gotoso me está martirizando y me hace caminar malamente. También puede uno dibujarse en la frente el tercer ojo de Shiva con un polvo rojo que se ofrece gratuitamente a la entrada, pero tanto Ángeles como yo decidimos seguir trabajando con los dos que ya tenemos. Dejo las sandalias en el casillero 69, para que no se me olvide -es un número por el que siento cariño y que me resulta fácil de recordar-, e iniciamos el itinerario. En capillas sucesivas -aunque supongo que no son, técnicamente, capillas- vemos a Shri Ganeshji, el elefante sagrado, que a ambos nos recuerda de inmediato a Ganesh, el libro de Malcolm Bosse sobre la experiencia intercultural de un americano en la India; a Shri Saraswati Mataji, que toca la vina con cuatro manos (tener cuatro manos ha de ser una bendición para rasguear cualquier instrumento de cuerda: "Imagínate a Paco de Lucía con cuatro manos", le digo a Ángeles); a Shri Gatrayi Mataji, que, con diez manos (y cinco caras) podría tocar casi toda la sección de cuerda de una orquesta sinfónica; a Shri Jhulelal, de barba blanca y mostacho atufado, a lo Hércules Poirot; a Shirdi Saibaba, otro anciano, que nos mira con el ceño fruncido y las piernas cruzadas; a Padmavati, cuya cabeza cubre un dosel de siete cobras; a Ranchod, Shrinathji y Tirupati Balaji, las vírgenes de Montserrat del hinduismo, negras (o quizá negros); a Balkrishna, una gordita rozagante, con poca ropa, que ofrece una piña; a Shri Ram Darbar, tres figuras iguales bajo un templete iluminado con lucecitas parpadeantes, como las que se ponen en los árboles de Navidad; a Shri Amba Mataji, de seis manos, en una de las cuales blande un sable, a lomos de un tigre; y Yamuna Mahataniji, que parece lagarterana. Todas las figuras son de cerámica blanca (o negra) y todas están barrocamente ataviadas, con bombillas, lentejuelas, espejitos y estolas; pero todas son muy parecidas, y casi siempre inexpresivas. No sabemos nada de ninguno de ellos, salvo de Ganesh, pero deben de ser muy importantes para la gente. Los fieles desfilan ante ellos: juntan las manos y rezan, como los cristianos, tocan la hornacina correspondiente con la punta de los dedos, echan una moneda en el cepillo dispuesto siempre delante de la imagen (el templo está, de hecho, lleno de carteles que piden la limosna de los adeptos: se aceptan tarjetas de crédito) y, en algún caso, dejan un pequeño óbolo para el dios: una manzana, una naranja, un plátano, un coco o, extrañamente, una botella de aceite de mostaza. El recorrido concluye bajo la cúpula central del templo, ricamente labrada y decorada, donde un nutrido grupo de creyentes, sentados delante de una imagen de Simandhar Swami, que debe de ser alguien, o algo, muy importante, canta un mantra invariable: todos parecen indios, excepto uno, inglés, que se ha sumado a la celebración con gran fervor, con los ojos cerrados y las manos en las rodillas, como si estuviera en la posición del loto, pero sin la incomodidad de esta: está sentado en una silla de jardín. Nos sentamos nosotros también para contemplar la ceremonia. Pero la ceremonia es de una monotonía narcótica: la salmodia constante, solo punteada por las palmas de los recitantes, me lleva al borde del sueño. Lo mismo me pasaba en las misas, de niño: la monocordia atroz de los cantos, las lecturas y los sermones no me inspiraba exaltación espiritual alguna, sino, por el contrario, un sopor casi invencible. Compruebo, una vez más, mi total ausencia de sentimiento religioso. Soy un ateo natural, y si ese ateísmo congénito, temperamental, no se manifestó antes fue porque lo impidieron los once años que pasé en un colegio de curas. Veo que mucha gente -de hecho, la gran mayoría de la gente- siente la necesidad de creer en algo trascendente, lo que les lleva a crear un mundo trascendente. Mis ansias de trascendencia se limitan a una difusa y cada vez menos alentadora fama literaria. Los ritos, doctrinas, morales, preceptos y celebraciones de las religiones o de cualquier otra superstición ultraterrena, a los que tantos se abrazan para sentirse menos solos en este mundo incomprensible, solo me dan sueño y ganas de sonreír. Cuando me despierta el tintineo de las monedas que los fieles depositan en los cepillos cercanos, Ángeles me dice que le parece que una señora con sari ha dudado, ante mi barba blanca y mi expresión transpuesta, de si debía considerarme también un swami. En cualquier caso, habría estado bien echar una siesta y despertarme con, no sé, un melón a los pies. Nos vamos, por fin, no sin echar un vistazo al tenderete de suvenires, donde el dependiente comprende enseguida que no somos paisanos y nos pregunta qué religión profesamos. Yo le respondo que ninguna, y Ángeles, la católica. Saca entonces de los estantes inferiores un crucifijo de pie, de oro, y se lo ofrece con un sustancioso descuento. El hinduismo es, ciertamente, una religión flexible, cuya práctica no excluye la de otras fes. Y en la calle prosigue la convivencia espiritual: delante del Shri Sanatan Hindu Mandir está la sede de la Iglesia Baptista de Alperton, y un poco más allá, la Comunidad Latina Cristiana, o Iglesia del Dios de la Profecía. Viva la trascendencia.
domingo, 3 de mayo de 2015
El cuerpo de los griegos
Visitamos la exposición Defining beauty. The body in ancient Greek art ("Definiendo la belleza: el cuerpo en el arte griego antiguo") en el Museo Británico. Llueve, y hoy no es día de caminatas, sino de visitas a resguardo. Además, las exposiciones del cuerpo, sobre todo si es femenino, siempre han suscitado mi interés. Y lo griego se nos antoja reivindicable, especialmente en estos tiempos en que Grecia, sujeta al despectivo escrutinio de los poderes financieros, las instituciones comunitarias y la opinión pública mundial, ya no es vista como la cuna de la civilización occidental, sino solamente como un rincón caótico de pícaros y gandules que han de pagar, con sufrimiento, por todo lo que se han beneficiado de la solidaridad europea. La exposición ha seleccionado algunas de las mejores piezas del arte helénico -y del romano hecho a imitación de los griegos- del Museo Británico, enriquecido con obras en préstamo de otros museos y colecciones. Lo primero de que nos enteramos es que el origen de la representación del cuerpo en la Hélade es militar: suponía la exaltación del instrumento necesario para la guerra, joven, fornido y atlético. Ante la mirada encendida de Ángeles, que contempla con arrobo las musculaturas impecables de tantos hoplitas desnudos, yo le hago una de las observaciones más obtusas, pero más repetidas, de la historia sentimental de Occidente: "Pues no sé qué tienen ellos que no tenga yo". "No es lo que ellos tienen y tú no, sino al revés: lo que ellos no tienen y tú sí", me responde echándome un vistazo sonriente a la panza. Hablando de cuerpos y de lo que unos tienen y otros no, me tranquiliza comprobar que los jóvenes coleccionados no lucen unos órganos genitales a la altura de sus bíceps, ni siquiera de sus músculos orbiculares. De hecho, son sobrecogedoramente pequeños. Averiguamos que con esa cortedad los escultores querían rebajar el impacto sexual de las figuras para exaltar, en cambio, su valor moral: la entrega del combatiente, el sacrifico del soldado, la perfección del héroe; y a fe que lo conseguían. Por otra parte, en la Grecia antigua, en cuyo arte regía el aristotélico principio del orden y la simetría, no se concebía ningún órgano desproporcionado, sino que todos debían guardar una medida adecuada. Representar el equivalente ático de Jonah Falcon, por poner un ejemplo de individuo agraciado con (o desgraciado por, quién sabe) unos atributos proboscídeos, habría sido, además de una ordinariez, una ruptura inaceptable de las normas estéticas. Estos principios, no obstante, presentarán después muchas e interesantes excepciones, como tendremos ocasión de comprobar. Ahora observo que, acaso para compensar, el vello público de los varones suele estar minuciosamente labrado, y que describe rizos innúmeros y simpáticas volutas. Es curioso: las estatuas griegas solo tienen pelo en la cabeza y las ingles. Torsos, brazos y piernas aparecen perfectamente lampiños o afeitados. En esto como en tantas otras cosas, los griegos han sido nuestros precursores, aunque su disgusto capilar se haya acentuado, hasta la paranoia, en nuestros días: hoy hay gente que no tiene ni un solo pelo en el cuerpo, como los muñecos de gomaespuma. Por último, muchos de los miembros helenos han sido amputados: las estatuas están enteras, salvo por el muñón del pene. Y uno no sabe si eso responde a los efectos deletéreos del tiempo, que se ceban en lo singular y sobresaliente, o a la manipulación criminal de los envidiosos. Una de las esculturas emasculadas es el famoso discóbolo de Mirón, que, junto con Fidias y Policleto, constituye la tríada suprema de los escultores griegos. Pero no es la original en bronce del siglo V a. C., sino una copia romana en mármol del s. II d. C. Esta es una de las constantes de la exposición: el arte original se ha perdido, pero conservamos la imitaciones que de él hicieron los romanos, admiradores constantes de Grecia. Llegamos enseguida a la clásica cerámica roja y negra, decorada con infinidad de motivos mitológicos, eróticos, deportivos e históricos: la cerámica griega era como el telediario. Las primeras que vemos, por ejemplo, describen los doce trabajos de Hércules, desde matar al león de Nemea y despellejarlo hasta capturar al can Cerbero y sacarlo del inframundo. El pobre Hércules debió de quedar agotado. Pero viajó a lomos de las vasijas que lo representan, que se entregaban como premio en los Juegos Panatenaicos y se usaban para transportar aceite, y llegó hasta Pakistán y Afganistán. Allí se convirtió en Vajrapani, que se cubría con una piel de león y llevaba un rayo en la mano. La celebración del cuerpo por parte de los griegos contrasta con la forma en que lo veían otras culturas. Para los asirios, por ejemplo, la desnudez implicaba derrota, vergüenza y deshonor. A los vencidos, pues, los desnudaban, los desollaban vivos y los decapitaban. Quizá por eso la cultura asiria no ha tenido la prolongación que sí ha tenido la griega: aquellas que cultivan la realidad material y ensalzan la satisfacción de los deseos se prueban más y mejor arraigadas en la conciencia humana y, por lo tanto, más capaces de influir en su desarrollo y sustanciar sus frutos. Y que los griegos humanizaran a los dioses, dándoles los cuerpos, las pasiones y los defectos de las personas, en lugar de investirlos de atributos cósmicos e inalcanzables, como hicieron las demás civilizaciones antiguas, es otra demostración de inteligencia cultural y de habilidad simbólica. Busco ahora en la exposición la representación de los cuerpos femeninos que tanto me ha interesado siempre. Ahí está la Afrodita de Praxíteles tapándose, con delicado gesto de vergüenza, el pecho y la entrepierna, y también Hera, Venus y Deméter, entre otras diosas, además de algunas figuras anónimas, pero que desprenden una extraña fascinación, como una estatua de la Edad del Bronce hallada en las islas Cícladas, que data del tercer milenio antes de Cristo. Tiene un aire africano -y, por lo tanto, abstracto- deslumbrante, y su modernidad es absoluta: está tallada con trazos limpios, esenciales, ambiguos. Reconozco amazonas en jarras y estatuas, y todas con ambos pechos, contradiciendo así la creencia popular, recogida en la literatura, de que se quemaban o amputaban el derecho para disparar mejor el arco. (Recuerdo que, cuando Lope de Aguirre reproduce esa creencia en La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, de Ramón J. Sender, exclama: "¡Cosa recia debe de ser cortarse una teta!"). Son interesantes también las representaciones híbridas, como un Dionisos que se feminiza o un Hermafrodita acostado, con el delicioso abandono del sueño extendiéndose por un cuerpo de hombre-mujer. Sin embargo, las figuras femeninas carecen de la explicitud olímpica de las masculinas, de su ofrecimiento dilatado al mundo: Afrodita se tapa, muchas mujeres aparecen cubiertas por mantos o velos (cuya pétrea ondulación constituye un prodigio escultórico, pero también una obvia ocultación), y algunas son viejas, obesas y hasta grotescas. No diré que me sienta decepcionado, pero esperaba algo más igualitario. Volvemos a la cerámica rojinegra, que sigue llena de historias fascinantes. Por una me entero de que a Príamo, rey de Troya, no lo mató Agamenón, el rey de los griegos, como se cuenta en la película de Wolfgang Petersen protagonizada por Brad Pitt, sino Neoptólemo, hijo de Aquiles. Y lo hizo a golpes, propinados con un garrote singular: el nieto de Príamo. Aunque la vasija no lo especifica, es de suponer que también el nieto quedó descalabrado. Junto a los motivos mitológicos, la cerámica abunda en relatos eróticos, muchos de ellos protagonizados por sátiros. En una pieza, un ninfa intenta escapar del abrazo de uno de ellos, con escaso éxito. En otra, el sátiro sostiene una vasija con el pene erecto, y no sé qué es más sorprendente, si la demostración de equilibrio o el juego metavisual: la vasija que representa a la vasija, aun en esas peculiares circunstancias. En una tercera, un sátiro practica un sesenta y nueve con una cierva, lo que me llena de admiración y, a la vez, constituye una magnífica lección de humildad: habíamos creído que, en materia de pornografía, ya no se podían idear más rarezas, y descubrimos que hace más de dos mil años la gente practicaba felaciones simultáneas con ungulados. También se ven escenas de aquel amor pedagógico que los mayores se complacían en dispensar a los efebos, siempre pensando, desde luego, en su bienestar y su mejor educación: varones barbados haciendo regalos a los jóvenes para ganarse su simpatía, o Sócrates merodeando por los gimnasios para captar nuevos discípulos. Lo sexual no acaba aquí: una estatuilla del s. VIII a. C. representa a Áyax a punto de clavarse un puñal en el corazón (tampoco es cierto, pues, que lo matara Héctor, como se cuenta en la película) y con una erección monstruosa, aunque no sé qué pueda haber de excitante (y, sobre todo, tanto) en suicidarse; y una copa tiene forma de pecho, con un pezón en la base: así era agradable de sostener (para un varón, al menos), a la vez que inducía a seguir bebiendo, porque, por la tetilla, la copa no se aguantaba de pie si la dejabas. Salgo de la exposición con la fantasía enardecida. Ángeles me mira con algún reproche y quizá también con alguna esperanza.
viernes, 1 de mayo de 2015
La primavera ha venido y nadie sabe cómo ha sido
Técnicamente, desde el pasado 21 de marzo estamos en primavera. Pero la primavera en Inglaterra no la deciden las ordenanzas. La primavera en Inglaterra es materia de discusión y de disparidad de opiniones. Y que a nadie se le ocurra salir a la calle ligero de ropa el 22 de marzo: sufrirá mucho. La primavera en Inglaterra parece que llega, pero no llega; avanza, pero retrocede; ilumina lentamente los días, pero también los oscurece. La primavera es cosa tenue y dubitativa, que se afianza con timidez y paradojas: algunos días son más fríos, por ventosos, que cualquiera del invierno. En abril, que es el mes más cruel, llueve con afición, y mayo no lo mejora. Uno se abriga poco un día, porque luce un sol inusitado, y un chaparrón avieso lo deja chorreante. O se tapa con prendas polares, porque el termómetro vocea frío, y acaba como un chamarilero de ropa, con abrigos y jerséis en la mano, aturdido por el calor. La primavera en Inglaterra es como los ingleses: nunca se sabe qué está pensando. No obstante, si uno repara bien, se advierte que los días se van sosegando. Imperceptiblemente, el sol está un poco más alto, y las nubes, un poco más dispersas; el viento palidece en brisa, y la brisa tiene cada vez menos aristas, aunque algunas tardes se enrabiete, como si le disgustara perder fuelle, y nos lije las pantorrillas. Como criaturas que aparecieran del subsuelo cuando muda el tiempo -caracoles al revés-, uno empieza a ver camisetas por la calle y, en los más temerarios, bermudas y chanclas. Aunque ese no es criterio fiable en Inglaterra: en invierno hay quien no deja de llevar sandalias, y muchas jóvenes, fortalecidas por conspicuas libaciones de ale o aguardiente, se exponen a una intemperie ártica con tops tinerfeños o camisitas con su canesú. En Inglaterra uno sabe que es primavera porque se lo dicen los árboles. De repente, surgen catedrales en el aire: catedrales de flores, de pomos algodonosos o pirámides polícromas de flores. Los cerezos se iluminan; los almendros hablan; los magnolios parecen alumbrar manos. Ningún árbol acata ya el ascetismo del invierno. Sus crecimientos son veloces como un parpadeo: uno pasa por el mismo sendero del parque por el que pasó ayer, y encuentra que los olmos se han echado una caperuza lila, o que los robles ya no parecen esqueletos enfadados, sino espléndidas nubes rosadas. Quizá hiele todavía, pero uno sabe que eso es la primavera. Y cuando el sol se abre paso por entre las grisuras estranguladoras del cielo y golpea la superficie de la hierba, el mundo se enciende de esmeralda y oro, como si toda la humedad de las lluvias, que pujaba, subterránea, por granar, se hubiera transformado, en ese instante, en metralla de vida, en espasmo fragante, en esplendor. Pero no solo las flores regresan en primavera: también los descapotables. Los descapotables son, en Inglaterra, como los 600 en la España de los 60: innumerables. Rugen por las calles como purasangres estabulados a los que por fin llevaran al turf. Al volante, rubios con camisas de 400 libras o rubias con tetas de 4.000, y, a su alrededor, salpicaderos de caoba, GPS aeronáuticos, asientos de cuero viejo y minibares con maltas aún más viejos. Junto a flores y coches, la primavera en Inglaterra es también pródiga en excéntricos. Los excéntricos, como los descapotables, forman parte del patrimonio nacional: ningún otro país puede esgrimir tantos, ni tan extravagantes. Hace unas semanas, por ejemplo, paseando por el Imperial Wharf, entre Chelsea y Fulham, nos cruzamos con Marilyn Monroe: pelo de plata, piel blanca como el pan, lentejuelas ajustadas a las caderas, caderas orbiculares, tacones fibrosos, pechos saltarines. Iba sola. Salió de una calle como si hubiera acabado de merendar en la Casa Blanca, y se perdió por otra como si la estuvieran esperando para filmar una escena de su nueva película. Algunos días más tarde, en Liverpool Street, entre miles de personas que solo se encuentran a gusto si están rodeadas por otros miles de personas, pasó a nuestro lado una mujer a cuyos dos metros de altura contribuían resueltamente unos tacones de veinte centímetros y una peluca de cuarenta, y para cuyo metro y medio de espalda a pezones resultaba esencial una provisión mareante de silicona. El vestido rojo que llevaba, en cambio, apenas alcanzaba los dos palmos del escote al nacimiento del muslo. Era negra. En primavera, en Inglaterra, florecen los árboles, los deportivos y las mujeres. Algunas, demasiado.
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