Wimbledon es, antes que un torneo de tenis, un barrio del suroeste de Londres. Durante siglos, fue un municipio independiente, hasta que el crecimiento imparable de la capital lo absorbió, como a tantas otras localidades del cinturón urbano. Hoy lo visitamos porque Jan Lucas, un médico holandés, compañero de Ángeles en el hospital, nos ha invitado a comer en su casa. Wimbledon es, en su mayor parte, una zona residencial, es decir, burguesa y tranquila. Conserva cierto porte distinguido —que se manifiesta en los modales y tradiciones del campeonato de tenis, el único en el mundo en el que aún es obligatorio que los jugadores vistan de blanco—, y eso, junto a su apacibilidad, ha atraído a muchos personajes notables a lo largo de la historia. Aquí han vivido, por ejemplo, los escritores Ford Madox Ford, Robert Graves y Arnold Toynbee, gente del cine, como el actor Oliver Reed y el director Ridley Scott, y también héroes nacionales, como el almirante Horacio Nelson. No obstante, el personaje más significado que ha residido aquí ha sido el emperador de Etiopía Haile Selassie I, descendiente del rey Salomón y Dios reencarnado para los rastafaris, a quien mi padre llamaba El Chufa. Jan y su familia viven en una casa luminosa, de tres plantas, con jardín. De hecho, cuando llegamos, Jan está cumpliendo con el muy británico rito de cortar el césped. Cortar el césped es una obligación ineludible en Inglaterra. Recuerdo que, cuando vivíamos en Littleborough, cerca de Mánchester, el césped era lo último que nos preocupaba. Había ganado una altura que lo acercaba a las espesuras del Amazonas, pero a nosotros aquella frondosidad nos era indiferente. Sin embargo, pronto empezamos a sentir la hostilidad de los vecinos, que consideraban inaceptable aquella incuria vegetal. Su animadversión se manifestaba en silencios aún más impenetrables que de costumbre, en miradas aviesas y gestos esquinados. Cuando los que teníamos a los lados cortaban el suyo, lo hacían entre vistazos desafiantes, como diciéndonos: "¿Veis, extranjeros irresponsables? Así se hace". El correo desapareció de nuestro buzón; el lechero dejó de traernos la leche a la puerta de casa; todos los perros del barrio decidieron defecar en nuestros arriates. Una ola de animosidad nos cercaba. Yo me resistía indeciblemente: cortar el césped era una humillante renuncia a mi acrisolado desinterés, cultivado durante décadas y en varios continentes, por los deberes domésticos o comunitarios que juzgaba superficiales, pero la oposición de los vecinos se hizo insoportable. Un sábado por la mañana me tragué el orgullo, cogí el cortacésped —después de confundirlo con el secador de pelo— y me lancé a la poda del jardín. Ángeles me miraba desde la ventana de la cocina como quien despide a un conscripto que se va a la guerra o a un reo que camina a su ejecución. Yo tracé algunas eses en la espesura, con gran estruendo y aparato, pero la máquina apenas avanzaba: la maleza era demasiada para las enmohecidas cuchillas. A punto estuve de rebanarme un pie, lo que acaso habría regocijado a alguno de los vecinos más recalcitrantes, pero supe conjurar el peligro alejando el cuerpo del diabólico artilugio, y, si bien la distancia prevenía accidentes sangrientos, no me dejaba en una posición airosa: parecía que el carro me arrastrara a mí, y no yo al carro. Por fin, cuando había conseguido transformar aquella maleza homogénea en un intrincado laberinto de sendas que no conducían a ninguna parte, un vecino salió de su casa y, sobreponiéndose al horror que siente todo inglés por tener que hablar con alguien, se ofreció a cortar el cesped él. Antes de que hubiera acabado la frase, yo ya había aceptado. Primero agradecí su bondad, pero luego pensé que, probablemente, no era la generosidad lo que le movía, sino la vergüenza que sentía por aquel desaguisado: vivir al lado de semejante destrozo, que rompía la inmaculada regularidad de los jardines del vecindario, era una afrenta que no estaba dispuesto a soportar. Dejé, pues, el cortacésped en sus expertas manos y corrí a refugiarme en la lectura de un libro. Media hora después, nuestro jardín estaba, en efecto, liso como la cabeza de un bebé; y muy verde: verdísimo. Desde entonces, además, tuvimos jardinero gratis. En esa misma operación, decía, se encuentra Jan cuando llegamos a su casa y, por lo que puedo ver, aunque es medio inglés, por parte de madre, la realiza con la misma pericia que yo. Nuestra aparición le da la excusa perfecta para abandonar la horticultura, y enseguida nos presenta a su mujer, Pauline, y a sus hijas, Josephine y Elionor. Nos enseña también la casa, que luce un muy mediterráneo desorden, con libros y ropa por el suelo: eso me gusta de los holandeses: su carácter laxo, suavemente latino, frente a la rigidez general de los nórdicos y anglosajones. Se nota que el Duque de Alba anduvo bastante tiempo por sus predios, aunque a ellos no les guste recordarlo. Jan incluso habla algo de español: trabajó varios veranos en un restaurante holandés de Torrevieja, Alicante, esa localidad famosa en el mundo entero porque en ella se encontraban los codiciados apartamentos que regalaba el Un, dos, tres, responda otra vez, y por haber otorgado el premio de poesía con mayor dotación económica de la historia de la literatura contemporánea en España, aunque ambas recompensas hayan desaparecido ya y solo quede una villa costera, llena de chiringuitos e ingleses. Ángeles y yo debemos moderar, pues, lo que decimos entre nosotros: no podemos confiar en que nuestro anfitrión no nos entienda. Dedico algún tiempo a Josephine, que está leyendo con mucha afición un Mortadelo y Filemón. El tebeo está en castellano, pero a ella no parece molestarle ese detalle. Se fija con especial deleite en los disfraces de Mortadelo. Confunde una rana con un conejo, pero yo la saco de su error. También corrijo a Jan, que afirma que Mortadelo y Filemón es un cómic belga. Ángeles, cuyo patriotismo es inmarcesible, se suma enérgicamente a mi protesta y subraya la españolidad de los dibujos de Ibáñez. Durante la comida, hablamos de muchas cosas, la mayoría relacionadas con el establecimiento de nuestras familias en Gran Bretaña. Ellos vienen de Rotterdam, y su marcha tiene mucho que ver con el giro reaccionario del gobierno —y de la sociedad— holandeses. Jan y Pauline nos dan algunos datos que nos sorprenden. En primer lugar, en Holanda, un país avanzado socialmente y de tradición liberal, no existe un sistema nacional de salud: todo funciona a base de seguros privados, como en el infernal paraíso de Bush o de José María Aznar. Por otra parte, el trato que están dando a los inmigrantes dista mucho del liberalismo que se les supone a los oranges. Un trato que consiste, básicamente, en expulsarlos, aun a costa de separar a padres e hijos, como se ha intentado hacer recientemente con una madre angoleña. La extrema derecha, además, ha crecido en el país: Geert Wilders, ese diputado que no se sabe si tiene en la cabeza una mata de pelo o un haz de paja, capitanea un movimiento xenófobo que entronca con el populismo retrógrado del asesinado Pym Fortuyn y que agita el miedo a perder, a manos de los extranjeros, la prosperidad nacional, cuando la prosperidad nacional se debe, en buena medida, al trabajo de los extranjeros. El racismo, ay, es igual en todas partes, y en todas se acoge a los mismos argumentos falsos, que, en realidad, solo son una excusa para el tribalismo y la insolidaridad. La tarde y la conversación se prolongan con cafés, tés y dulces. Nos sentimos a gusto con gente que comparte nuestras inquietudes y nuestros problemas, y que no tiene miedo a resultar desorganizada o sincera. Y eso que Jan es medio inglés. Por parte de madre.
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