Estuve en el Café Comercial hace apenas tres semanas, a principios de julio. Viájabamos a Extremadura para pasar las vacaciones y hacíamos noche en Madrid. Me vi allí con Diego Doncel, con el que llevaba tiempo queriendo charlar. Quién me iba a decir entonces que aquella sería mi última visita. El Café Comercial se había convertido en una referencia. Como no vivo en Madrid, nunca he sido un parroquiano habitual, pero sí me ha servido como punto de encuentro con otros escritores. (Y como medio para actualizar mi videoteca: justo delante hay un quiosco con una de las mejores colecciones de películas en DVD de segunda mano que conozco. Nunca pasaba por él sin comprar alguna guarra y, para compensar, otras de Lynch o de Bergman). Allí me solía reunir, por ejemplo, con Mariano Peyrou, con quien establecimos la tradición de vernos en Navidad, aprovechando mis días de estancia en la capital para pasar la Nochebuena y el día de Navidad con la familia de Ángeles. En una de esas ocasiones distinguí entre los clientes al gran Tomás Segovia, solo en una mesa apartada, que garabateaba versos en un papel muy chiquito. Siempre me han admirado los escritores que son capaces de crear en la atmósfera ruidosa y más o menos agitada de los bares. Más aún: algunos, como José Hierro, necesitaban ese ambiente bullicioso para componer; si no había a su alrededor obreros vociferantes tomándose un carajillo, cabezas de gamba chupadas y servilletas de papel arrugadas al pie de la barra, o público con el bigote amarillo de fumar y manchas de aceite en la camisa, no le salían los versos. El Comercial no era así, desde luego, aunque lucía la necesaria cantidad de mugre como para ser considerado un local de época. Ser cochambroso es uno de los requisitos de estas deliciosas antiguallas: si la mano no se te queda ligeramente pegada al tablero de la mesa, o no hay desconchones en las paredes y manchas de humedad en el techo, o los lavabos no te recuerdan al séptimo círculo del infierno de Dante, el sitio no es auténtico. Otra conditio sine qua non de estos lugares es que los camareros sean bordes. Cuando los eligen, ser borde se constituye en un requisito técnico-profesional imprescindible. "¿Es Ud. borde?", les pregunta el encargado de la selección del personal, que sabe lo que se hace. "Por supuesto. Soy borde hasta decir basta. Aquí tiene mis referencias". Y entonces el candidato desenfunda de un cartapacio un fajo de papeles, en el que se acumulan las denuncias de que han sido objeto, las quejas ante las autoridades de consumo y las cartas en protesta por su conducta dirigidas al propietario del local, y las muestra con orgullo de entendido al interpelante. Yo conocí a un camarero de un café de Barcelona que era capaz de escupirte en el vaso, o de traerte carbonizadas las lonchas de panceta que hubieras pedido, si no le habías caído bien. Y no digamos si no le habías dejado propina, volvías y te reconocía (y siempre te reconocía). Pese a todo, los cafés han estado muy presentes en mi vida. No aquí, en Londres, donde no los hay —su papel lo hacen los pubs, pero no es lo mismo—, sino en Barcelona, y también en Madrid. En Barcelona, el que más he visitado ha sido el Zúrich, en la plaza Cataluña. En mi adolescencia, solía quedar allí para dármelas de bohemio con las que pretendía que fueran mis novias o hacer el tonto con los amigos. Estuve después muchos años sin frecuentarlo, hasta que, aprovechando que pasé a trabajar cerca, me acostumbré a tomarme el café con leche de media mañana en la terraza, leyendo y viendo pasar a la gente, sobre todo a las turistas. También he ido mucho al Velódromo, en la confluencia de la calle de Muntaner con la Diagonal. Allí otros letraheridos y yo tuvimos incluso una tertulia literaria, con algún momento glorioso, como cuando uno de los contertulios, Reinaldo, un cubano ligón y desestructurado, dejó caer desde el primer piso un terrón de azúcar, que fue a aterrizar en la calva de uno de los camareros. Y los terrones de azúcar pueden hacer mucho daño desde cierta altura. En este caso, no es extraño que el camarero tuviera una reacción muy borde con él y, por extensión, con todos nosotros. (Por suerte, a Reinaldo no se le ocurrió juguetear con una bola de billar de la legendaria mesa de billar de la planta baja: el impacto de una bola contra la otra habría causado lesiones acaso irreparables). El Zúrich y el Velódromo cerraron, desbordados por las crisis económicas, los cambios de gustos de los consumidores y, sobre todo, la presión inmobiliaria. Pero también ambos fueron refundados con ayudas públicas: hoy, tras un remozamiento general, siguen funcionando, y con bastante éxito, según dicen. Lo mismo ha pasado con el Gijón en Madrid, igualmente rescatado de la clausura por los munícipes. Esta bien que el dinero de todos ayude a preservar lugares que son de todos, pero siempre se pierde algo, o mucho, por el camino: el Zúrich, el Velódromo y el Gijón son hoy locales brillantes, modernos, y atracción de turistas. En el Velódromo los camareros ya no van ataviados con las clásicas chaquetillas blancas y pajaritas negras, sino de riguroso luto, como los de cualquier bar de moda de Londres. Tampoco son mayores, gente que ha vivido una posguerra y sabe lo que es atender a una parroquia hambreada y sin instrucción, sino jóvenes muy desenvueltos, que hablan idiomas y hasta sonríen. Y ni siquiera apuntan el pedido en un bloc, con sus hojas cuadriculadas, manchadas de dedazos, y su alambre en espiral, sino en tabletas de las que usan los astronautas en sus misiones. Todo esto está muy bien, pero yo añoro los locales de antaño, esos que forman parte de nuestra juventud y que siguen formando parte de nuestra vida, pringosos y desordenados. En Barcelona quedan pocos: el Café de la Ópera, en las Ramblas, delante del Liceo, lugar tradicional de reunión de melómanos y maricas; el bar del Pi, en la plaza del mismo nombre, con sus estrecheces de madera y su olor a ajenjo; y el Glaciar, en la plaza Real, donde solía sentarse a escribir César González-Ruano cuando visitaba la ciudad, hoy reducido a la mitad de lo que una vez fue (y esta frase cabe aplicarla tanto al bar como a Ruano), pero aún, alabado sea el Hacedor, relativamente desconocido por los turistas. González-Ruano, por cierto, fue uno de los muchos escritores españoles que escribieron la mayor parte de su obra en los veladores de los cafés. Sentado en uno, con un cortado o un whisky en el mármol, era capaz de pergeñar cuatro artículos en un mismo día sin que se le moviera una ceja. Y así día tras día. Singularmente, González-Ruano tiene una de las prosas más desembarazadas del siglo. Él era un fascista y un indeseable, pero su escritura, limpia, natural, poética, iluminadora, le debe casi todo a la penumbra humosa y gárrula del Gijón y luego del Teide, este ya desaparecido. En Sant Cugat también hay un antiguo lugar de tertulias, el Mesón, junto al monasterio, donde en los setenta se sentaban Gabriel Ferrater, sus alumnos y otros profesores para hablar de literatura, pero hoy de aquello apenas queda la tramoya: todo lo demás —el ambiente, el trato y, sobre todo, los precios— ha abrazado una modernidad sin alma. No sé si el Comercial madrileño volverá a abrir. Yo deseo que resucite. En los cafés hay depositadas demasiadas ilusiones y demasiada melancolía como para que simplemente desaparezcan. Son un rasgo de nuestra cultura y, perdóneseme la palabra, tan mal vista hoy, de nuestra identidad. Nos merecemos seguir creyendo que ese entorno cálido, triste, bohemio, nos ayudará a escribir, a sentir: a ser. Aunque solo sea una ilusión. O quizá, precisamente, porque es una ilusión.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
jueves, 30 de julio de 2015
martes, 28 de julio de 2015
Vuelvo a Londres
Vuelvo a Londres. Volver a Londres se ha convertido en una rutina: es como un viaje en autobús, pero más largo. Los controladores aéreos españoles han convocado para hoy, y otros días, una huelga parcial en protesta por los expedientes abiertos a los compañeros que encabezaron la huelga salvaje de hace cinco años, y que paralizó el tráfico aéreo nacional (y casi mundial). (Recuerdo que Ángeles estuvo, literalmente, a punto de morir en aquella huelga: la empresa que patrocinaba su viaje le puso un coche para llevarla de Toulouse, a donde había conseguido volar desde Londres, a Barcelona, pero era de noche y el conductor que la llevaba, a ella y a otros no sé si afortunados o infortunados viajeros, se dormía al volante: sus cabezadas estuvieron varias veces a punto de estamparlos a todos en la carretera. Tampoco se me ha olvidado lo que dijo otro de los millones de viajeros afectados por la huelga, entrevistado en una televisión: "Aprovecho esta ocasión para desear a los controladores, y a sus madres, una feliz navidad"). Me temo lo peor, pero la sangre no llega a la pista de aterrizaje: el avión sale con apenas una hora de retraso. Lo normal. En El Prat he visto, en una sala de embarque, a un musulmán, arrodillado, rezando. Me fascina cómo esta gente sabe siempre en qué dirección está La Meca. (Recuerdo haber visto a otro mahometano orando en un cajero automático de La Caixa, aunque quizá le estuviera implorando a la máquina que le entregase el dinero solicitado, o quizá al banco que no ejecutara su desahucio). En el avión, de British Airways, una azafata me dice, al servirme el zumo de tomate que le he pedido, "lo he preparado yo misma". Y es muy extraño, porque noto, por primera vez en los cientos de veces que he volado en mi vida, que la mujer me habla como una persona, no como un robot aéreo. Hay, en su "lo he preparado yo misma" y en la mirada que lo acompaña, un acento individual, un tono de vecina o compañera, que no he encontrado nunca en estas profesionales, casi siempre gélidas, si no ladradoras, del tráfico aeroportuario. Me sorprende tanto que soy incapaz de corresponder con un comentario amable: me limito a darle las gracias, un poco avergonzado de mí mismo. Cuando llegamos a Heathrow, ya ha anochecido. Comprobamos enseguida la diferencia de temperatura: en España hemos pasado tres semanas en un horno de pizzería, y aquí rondamos los quince grados. Los que han cometido la imprudencia de no cambiarse los shorts por unos pantalones largos, lo sufren agudamente. Al día siguiente, otra comprobación me confirma que estoy de nuevo en Inglaterra: el cielo está gris; el fresco del día se gira a frío por la noche, y hasta chispea. Para los ingleses, hace calor; para mí, ha llegado el invierno. En la ciudad me asaltan los innumerables ciclistas y runners: todos circulan con su habitual determinación, poseídos por la pasión de la salud. Al cruzar el Támesis por el puente de Alberto, veo a dos cuervos disputarse, a graznidos y picotazos, el cadáver de una platija depositada en el fango de la orilla. Más allá, en la ribera sur, los edificios del nuevo complejo residencial de Battersea siguen creciendo: las cuatro chimeneas blancas de la central eléctrica están completamente envueltas por andamios, y a su alrededor brotan las estructuras como hongos gigantescos. Al lado de casa, los italianos se siguen reuniendo en Capitán Corelli para comer pizza, hablar alto y jugar a cartas. Delante del restaurante hay aparcado un Rolls dorado. Siento una melancolía suave: me gustaría estar en España, sí, aunque fuese a cuarenta grados; me gustaría seguir charlando con los amigos, algo que aquí apenas tengo oportunidad de hacer; me gustaría seguir comiendo bien, y paseando por calles y lugares que forman parte de mi vida, porque forman parte de mi pasado. Pero también celebro esta extrañeza que aún me produce Londres, la belleza de los parques, la delicadeza de las mujeres, los rincones infinitos e incitantes. Quizá debería sentirme afortunado por tener dos casas. Aunque, cuando estoy en una, siempre deseo estar en la otra.
viernes, 24 de julio de 2015
Un concierto en la iglesia
Hoy es el concierto inaugural del Festival Villa de Hoyos, un ciclo musical
que goza ya de una cierta tradición en la comarca. Se celebra en la iglesia de
Nuestra Señora del Buen Varón, uno de los pocos templos con influencias
románicas en los valles de Cáceres. El románico apenas llegó hasta esta zona:
se quedó en Ciudad Rodrigo. No obstante, la iglesia de Hoyos conserva una
sencilla pero hermosa portada tardorrománica, que algún cantero despistado, de
los que trabajaban en Salamanca, debió de traer aquí, por azares de la vida o
de la repoblación. Nuestra Señora del Buen Varón es un buen ejemplo de mezcla
de arquitecturas y estilos decorativos: al exterior románico corresponde un
interior gótico y un retablo barroco. La iglesia, de una sola nave, es poco profunda,
pero muy alta. El techo aparece sostenido por sofisticadas nervaduras de arcos
ojivales. El retablo mayor, que ocupa toda la pared del altar, data de
principios del siglo XVIII y despliega, en oro, un complejísimo entramado de
motivos florales y eucarísticos. El barroco tenía horror vacui y llenaba el espacio, fuese pictórico, escultórico,
literario o musical, de una exuberancia sin límites, de una asfixiante
plenitud. El eje central del churrigueresco retablo lo ocupan tres imágenes: la
primera, una relamida Inmaculada renacentista, llena de sinuosidades y pulimientos,
blanca y azul; la segunda, una talla del siglo XIII, pequeña y colorista, que
da nombre a la iglesia; y la tercera, un Cristo crucificado. La más interesante
es la talla medieval. En realidad, es un emblema de campaña, un estandarte de
madera que los cristianos portaban en las batallas contra los moros. No es una
figura plena, sino semicircular: por detrás está vacía, y todavía conserva las
argollas en las que se insertaba el asta con la que era izada por el alférez. En
algún enfrentamiento debió de perderse y apareció, tiempo después, en el arroyo
del Buen Varón, en Hoyos: de ahí su nombre, que no alude, por consiguiente, a
Jesucristo, sino a algún remoto caballero, desconocido hoy, pero célebre en su
época por sus bondades o sus méritos. El concertista de esta noche es el
violoncelista Héctor Hernández, «galardonado en prestigiosos concursos
internacionales», como reza el programa. Y, ciertamente, lo ha sido: en Liezen
(Austria), en París, en Toledo, en Madrid, en Hradec (Chequia). Sorprende que,
siendo tan joven –tiene solo 21 años–, le haya dado tiempo a ganar tantos
premios. Antes de que salga a escena, el alcalde de Hoyos, que se estrena en el
cargo, da la bienvenida a los asistentes, y Paul Richardson, el escritor inglés
residente en el pueblo y co-director del ciclo de conciertos, hace asimismo un
breve introito. Paul es un periodista especializado en gastronomía que ha
escrito algunos excelentes libros sobre la materia. Yo he leído con placer y
provecho –y nunca mejor dicho– Cenar a
las tantas, un relato de sus experiencias culinarias, que es también el de
su adaptación (o inadaptación) a la vida en España, escrito con la
característica contención e ironía inglesas. Héctor Hernández, vestido de
riguroso negro, sale por fin al escenario y ataca piezas de Johann Sebastian Bach,
Alfredo Piatti y Witold Lutoslawski. El programa me parece más adecuado para especialistas que
para el público de un pueblo serrano. Tampoco hay piezas españolas. Quizás
habría sido conveniente una selección más divulgativa, más próxima, con obras
como, no sé, El vuelo del moscardón o
El cant del ocells. Pese a ello, me
gusta lo que oigo, sobre todo Lutoslawski, el más contemporáneo de todos: su Variación Sacher es todo un
descubrimiento. No deja de sorprenderme que un instrumento solo pueda llenar el
espacio como lo hace el violoncello. El abanico de expresiones y matices que
despliega solo puede equipararse, en amplitud y riqueza, al del piano. Y tras
cada una de esas expresiones y tonos va una emoción. La iglesia se llena de
ellas: se enredan en las inflorescencias de las columnas, en las túnicas de los
santos, en la lisura gris de las piedras. Observo al público que ocupa la sala.
Hay bastantes niños: algunos resisten lo justo, y, antes de que la Suite para violoncello solo nº 6 BWV 1002
de Bach haya llegado a la zarabanda, ya se han desperdigado por la iglesia, con
premioso sonar de chancletas. Otros, en cambio, aguantan estoicamente. Me fijo
en un chico, delgadísimo, que apenas se ha movido en todo el concierto: me
pregunto si será de verdad o un muñeco hinchable. Con los niños hay también
muchas personas mayores, cuyo hieratismo no permite distinguir si están atentas
o dormidas. Aletean abanicos o programas que hacen las veces de abanicos. La
iglesia es fresca, pero el calor es fuerte. A nuestro lado se han sentado José
Antonio y Toña, que acude al concierto con una bolsa isotérmica, en cuyo
interior tengo la esperanza de que haya algo refrescante para beber, pero Toña
frustra mis esperanzas. Detrás se han sentado unos vecinos nuestros, con los
que tenemos el placer de compartir el muro que separa nuestros respectivos
jardines, que ellos han coronado con una airosa verja de alambre. Gente
estupenda. Entre pieza y pieza, el señor prorrumpe en sentidos «molt bé!, molt bé!». Su gusto para la horticultura es incierto, pero su
sensibilidad musical resulta indiscutible. Marcel, el mexicano del pueblo
–porque en Hoyos, además de un inglés y un chino, hay un mexicano–, revolotea a
lo largo del concierto, filmándolo y fotografiándolo todo. De vez en cuanto,
pasa por la plaza una furgoneta anunciando algo. Pese al grosor de las paredes,
la megafonía se introduce en la iglesia. Chirrían entonces las notas de
Hernández, pero sobreviven. Yo era antes estricto con esto: ningún ruido podía
perturbar el desarrollo de un concierto o un recital de poesía; si lo hacía, me
enfurecía. Hoy soy mucho más tolerante y pienso que, si una pieza de arte no es
capaz de sobreponerse a esa perturbación, no es arte bastante. El concierto
concluye con el protocolo acostumbrado: Richardson entrega un ramo de flores al
concertista, que lo agradece emocionado, y este hace tres salidas para saludar
a un público que no deja de aplaudir. Tras ellas, nos regala un bis: otra pieza
de Bach. Luego, las luces se van apagando: las de la iglesia y también las de
la tarde, que ya están en entredicho, y que muy pronto, entre golondrinas,
murciélagos y nubes bajas, se habrán extinguido del todo.
martes, 21 de julio de 2015
Una caminata por el Jálama
Salir al campo con este calor es una temeridad rayana en el suicidio,
pero hoy parece que las temperaturas se han apaciguado, y hasta corre aire, así
que nos animamos a acompañar a nuestros amigos Toña y José Antonio en su
excursión al monte Jálama. Nos intranquiliza comprobar que ellos salen de casa
bien pertrechados –calzado de montaña, gorro, botella de agua, crema solar y
hasta bastón– y nosotros, en cambio, acudimos a la cita como urbanitas despistados,
provistos solo de gafas de sol (yo he comprado El País de camino a su casa, pero no creo que un periódico nos
sirva de mucho esta mañana). Apiadándose de nuestra inexperiencia, nos
proporcionan sombreros y agua, lo esencial para no caer desmayados, y emprendemos la marcha, que se inicia donde
acaba el camino asfaltado y empieza la pista empedrada que circunda la montaña. Aquí
suele decirse que muchas de estas pistas, que cruzan los bosques y recorren los
escarpes, son romanas, pero es un error (o una declaración interesada que busca
asociar el prestigio de la latinidad al terruño): los romanos no enlosaban sus
calzadas, sino que las cubrían de grava. Algunas son, como mucho, medievales;
otras datan del siglo XVIII, cuando los reyes ilustrados promovieron la
construcción de vías y carreteras que facilitasen las comunicaciones y el
comercio. Donde dejamos el coche hay un pequeño rebaño de vacas. No se inmutan por nuestra llegada. De hecho, las vacas no se inmutan por nada: siguen
rumiando y contemplando el horizonte, diríase que sumidas en profundas cogitaciones. Esta actitud filosófica, indiferente a los azares y cataclismos
del mundo, me transmite mucha paz. Veremos más vacas a lo largo del camino,
agrupadas alrededor de las fuentes y abrevaderos con que el municipio, bendito
sea, ha jalonado la ruta. También muchos saltamontes, pequeños y azules, que
brincan a nuestro paso, no sé muy bien si para escapar o para sumarse a él. Al
poco de iniciar el paseo, nos asalta una imagen asombrosa: una mujer, con la
cabeza rapada y vestida con una túnica azafranada, pasa a nuestro lado, montada
en un quad. «Parece una monja budista», le digo a Toña. «Es una monja budista», me responde ella. Se conoce que en esta zona
hay monjas budistas, hippies setenteros,
neorurales, practicantes de disciplinas orientales, nudistas, ecoradicales, místicos
y toda suerte de zumbados alternativos, que buscan en la naturaleza la
verdadera conexión con el cosmos. Lo que me llama la atención es que la monja
budista persiga esa conexión a lomos de un quad. Yo pensaba que esas
experiencias espirituales se tenían caminando descalzo por el desierto, como
Kung Fu, para impregnarse del latido de la Tierra. No será esta hermana la
única persona motorizada que veamos. Desde muy lejos oímos el rugido de una
moto, que se acerca inexorablemente. Y, en efecto, al cabo de unos minutos nos
adelanta, entre nubes de humo y polvo, una enduro
pilotada por un caballero medieval contemporáneo: lleva casco, botas, guantes y
la armadura de un traje aislante. Es el caballero negro: solo le falta una lanza
para embestir al enemigo. Pero no la necesita: embiste con la máquina,
estruendosa y brutal. Cuando ya ha desaparecido de nuestra vista, el ruido que
hace sigue percutiendo en las laderas del valle. Avanzamos lentamente por la
pista: no es difícil, pero el empedrado irregular castiga las piernas, y,
además, nos paramos a menudo a contemplar el paisaje. Las vistas de los valles
de la Sierra de Gata, con Gredos al fondo, en un extremo, y Monsanto y la
Sierra de la Estrella portuguesa, en el otro, son espectaculares. La presencia
humana es casi nula: solo hemos visto, al subir, un pueblo, Acebo, con sus
tejados de teja y su iglesia, cuadrangular y espesa; y a lo lejos distinguimos
ahora los embalses de la Cervigona, que tiene nombre de república
centroeuropea, y El Borbollón, a donde Toña nos ha llevado varias veces a ver
grullas: dos láminas de ceniza y plata, no lejos las manchas, de un verde encendido,
de los regadíos. Todo lo demás, hasta donde alcanza la vista, es campo: lomas,
robledales, pizarras, brezos, cortafuegos y picos. El Jálama, por el que
estamos subiendo, es el segundo más alto de la Sierra de Gata. Tiene una altura
fácil de recordar: 1 492 metros. Flanquean el camino caprichosas formaciones de
granito, de origen plutónico, como puntualiza Toña. Yo recuerdo las que llenaban
los campos de Azanuy, el pueblo de Huesca donde pasé los veranos de mi
infancia, y los aljibes que habían labrado en ellos los árabes: vaciaban la
roca para recoger el agua de la lluvia. En aquellas piscinas cuadradas,
indestructibles, me bañé muchas veces, entre ranas y verdín. Aquí no podemos
hacerlo, pero disfrutamos del agua fresca de las fuentes con las que nos
cruzamos. Las avispas asedian los caños, pero, si uno hace como si no
estuvieran, no atacan, o eso queremos pensar. Entre los bloques graníticos José
Antonio nos señala los restos de las minas de wolframio que se han explotado
aquí. La montaña linda con Salamanca, donde se encontraban los principales
yacimientos del valioso mineral. Los alemanes lo obtuvieron abundantemente de
su aliado español en la Segunda Guerra Mundial: les era vital para reforzar los
cañones de los obuses y para conseguir que los proyectiles antitanque perforasen
la coraza de los carros. Curiosamente, el wolframio, también llamado tungsteno,
es el único elemento químico descubierto por un español, o, para ser exacto, por dos: los hermanos Juan José y Fausto Elhúyar, a finales del siglo XVIII. La
caminata concluye en un arroyo seco, que, según nos dicen Toña y José Antonio,
en primavera arrastra mucha agua y hace mucho ruido. Hoy, en este recodo del
camino, solo se oyen las cigarras y el viento que pasa. Nos entretenemos
contemplando el cielo, de un azul blanquecino, salpicado por los destellos
multicolores de los abejarucos, que tarecean el aire. Mucho más arriba, un buitre
leonado, con su majestuoso planear, parece señorearnos a todos. «¿Cómo sabes
que es un buitre leonado?», le pregunto a José Antonio. «Por el tamaño y la
altura a la que vuela, por la forma rítmica y circular del planeo, por el
extremo redondeado de las alas y, sobre todo, por el dorso ocre». Y, en efecto,
cuando, en uno de los giros del animal, el sol lo golpea en el lomo, el color
castaño claro de su plumaje brilla con una delicadeza infinita. Cuando volvemos
a donde hemos dejado el coche, una vaca blanca ha aparcado al lado. Apenas se
mueve cuando nos montamos. Bajamos hasta una de las piscinas naturales de
Acebo, la de Carreciá, y nos bañamos. Yo, que tampoco he traído bañador,
utilizo uno que Toña me presta, y que ha metido previsoramente en la mochila.
Ángeles es la única que no se mete en el agua. De hecho, ella nunca se mete en
el agua. La única situación en la que creo que lo haría sería un naufragio.
Está demasiado fría, dice. No le importa que todos estén chapuzándose con
placer inenarrable. Ella lo contempla todo con estoica indiferencia. Aunque
sude. Aunque esté sudando hasta la deshidratación. Me alejo nadando y la miro
desde más allá del hermoso puente de piedra que cruza la piscina. Con su pamela
de paja, su blusa y su piel blancas, y los pies en el agua, parece una de esas
viajeras inglesas del siglo XIX en algún lugar muy caluroso del Oriente
Próximo: Egipto, Jordania o Palestina.
domingo, 19 de julio de 2015
Mi gran noche
Hoy hay teatro en el pueblo. Un enorme camión ha aparcado en la plaza
y se ha convertido en escenario. Así se llama el programa de actuaciones:
«Escenarios móviles». Lo patrocina la Junta de Extremadura (que ahora prefiere
llamarse gobex, que a mí me suena a marca
de condones, pero los políticos siguen pensando que cambiar el nombre de las
cosas cambia las cosas). El camión me recuerda a esos cacharros de los dibujos
animados que se transforman en cualquier cosa, y el programa, a La Barraca, aquella benemérita iniciativa
de Federico García Lorca que llevó el teatro clásico español a los rincones más
apartados del país. Lo que hoy se representa en Hoyos no es precisamente un
drama de Calderón, ni siquiera una comedia de Lope: como mucho, se parece a un
paso de Lope de Rueda, o a aquellos entremeses o mojigangas que distraían al
público entre los actos de las obras. Pero el espíritu que anima «Escenarios
móviles» no difiere mucho del que alentaba en aquellos carromatos republicanos.
Hemos pensado que la representación se cancelaría, porque, por primera vez
desde junio, ha llovido. Murphy no se ha querido perder la cita: el país se
ahoga de calor, pero solo llueve cuando se ha organizado una actividad al aire
libre. Por suerte, el chaparrón se ha limitado a una carraca de truenos y a un
sirimiri que levantaba el polvo de los campos estrangulados por el sol. El
inicio de la obra estaba anunciado a las diez de la noche, pero no empieza
hasta las diez y media, cuando ha anochecido del todo: cosas de la iluminación.
Para garantizar la oscuridad necesaria, un operario se sube a una escalera y
desconecta, una por una, las farolas de la plaza. El lugar está lleno: hay
familias enteras, niños y viejos, indígenas y foráneos. Yo acudo solamente por
solidaridad vecinal, porque el motivo de la obra se cuenta entre los que más
detesto del mundo: Raphael. Se titula Mi
gran noche y relata las aventuras de un grupo de admiradores del «ruiseñor
de Linares» cuya extraña forma de homenajear a su ídolo es anestesiarlo y
secuestrarlo, para que uno de ellos, cantante aficionado, pueda ocupar su lugar
y cantar sus temas. Mientras se desarrolla la obra, intento descubrir el origen
de mi odio por el artista. ¿Quizá porque mis padres escuchaban sus discos en
casa, cuando yo era niño, y eso me supuso un trauma indeleble? No, porque mis
padres también escuchaban a Rimski-Kórsakov y las Danzas polovtsianas, de Borodín, por decir algo, y eso no solo no
me ha vacunado contra la música popular rusa, sino que me la ha hecho amar
perdurablemente. ¿Quizá porque relaciono a Raphael con el franquismo, con la
cutrez inacabable de aquel fascio agropecuario y catolicón, con el sopor de los
festivales del Mediterráneo y las baboserías televisivas como ¡Esta noche, fiesta!, con el bigote
serpentínico de José María Íñigo? Entonces, ¿por qué no siento lo mismo por Peret
y su rumba catalana, que siempre me han alegrado, o por Nino Bravo y su vozarrón
levantino, tan estimulantes, o por Raffaela Carrà y sus piernas más
estimulantes todavía? No: hay algo esencial, existencial, vinculado al
hipotálamo, al sentido reptiliano de las cosas, que me hace aborrecer a Miguel
Rafael Martos Sánchez, alias Raphael. Cuando veo su sonrisa llena de dientes y
falsedad, que sostienen los músculos faciales como las poleas y los andamios el
decorado de una farsa; o su tupé leonino, en el que un regimiento de peluqueros
ha invertido docenas de horas de trabajo y no menos botes de laca; o sus
gestos, que elevan el concepto de amaneramiento a una dimensión desconocida; o
su uniforme negro, que me hace pensar, Dios me perdone, en el color del ataúd
que lo contenga; y, sobre todo, cuando oigo sus canciones, cuyas letras
glúcidas me pringan de cursilería y necedad, siento que se me encienden las
entrañas, en una extraña mezcla de aflicción e ira, y que he de aplacar el
impulso homicida que me arrebata (aunque estoy seguro de que, si lo llevara a
cabo, la cabeza arrancada de Raphael seguiría sonriendo con esa naturalidad que
lo caracteriza, y a su undoso tupé no se le habría movido un pelo). Pues bien:
a este individuo y a sus canciones inmortales he venido a escuchar hoy. La obra
empieza con gran confusión: cinco actores se mezclan con el público, gritando y
empujándose. En el escenario, la cosa no cambia: siguen peleándose y voceando
un texto incomprensible. Se tiran al suelo constantemente; de hecho, se pasan
más tiempo tumbados que de pie. En general, todo Mi gran noche es un espectáculo payasesco y enmarañado: los
personajes son caricaturas grotescas, de un histrionismo exaltado, y la trama,
un lío ruidosísimo en el que no hay nada que pueda considerarse un parlamento. Para mayor vulgaridad, las
actrices no tienen empacho en enseñar las bragas, a una de ellas otra le muerde
una teta, y uno de los actores (el que hace de Raphael, que se parece más a
Austin Powers) se queda en calzoncillos —rojos— en el escenario. A cada rato,
una canción de Raphael, cantada por los propios actores, interrumpe el follón,
y esos son, paradójicamente —nunca me habría imaginado que llegaría a decir
esto—, los momentos más acertados —o, por lo menos, los menos inquietantes— de
la obra, sobre todo cuando la que canta es una actriz gorda y guapa, que me
recuerda a una novia que tuve. La minifalda y las ligas que lleva, en unas
piernas que merecen sin hipérbole el calificativo de columnas, me la hacen
hasta sexy. Ella protagoniza el mejor momento del libreto: de rodillas, le
canta una saeta al juez que ha de juzgar al grupo por haber intentado
secuestrar a Raphael. Pese a la endeblez de la trama, a los actores no se les puede
negar entusiasmo, despliegue físico y polivalencia: cantan, interpretan, saltan,
se caen, se levantan, vociferan y bailan como polichinelas humanos. Contagiados
acaso por tanto frenesí, el público mantiene asimismo una efervescente
atención. Alguno no, desde luego: el chino del pueblo —porque en Hoyos hay un
chino, fan del Real Madrid—, que ha empezado a ver la obra a mi lado, apoyado
en la pared, se ha ido a los cinco minutos. Es natural: no sabía, para su
suerte, quién era Raphael, ni entendía nada de lo que se decía; también a los
españoles nos costaba entenderlo. Pero los demás han seguido las peripecias de Mi gran noche mientras preguntaban a los
niños si iban a aguantar hasta el final o preferían irse a casa, mientras
comentaban, en voz alta, la moda sesentera que lucían los actores, o mientras
consultaban un móvil que no habían puesto en silencio. Tampoco importaba mucho
que un bebé berreara: allí todos éramos vecinos. Solo cuando uno de los actores
ha soltado una morcilla sobre los niños cantores de Viena, que estaban todos en aquel rincón, los padres han
entendido que quizá sería considerado llevarse al bebé aullador de la plaza. A
los actores los hemos visto, acabada ya la obra, en una de las terrazas del
pueblo. También allí había una actuación musical, pero a la una menos cuarto de
la noche una pareja de la Guardia Civil ha atendido una denuncia por ruido e
impuesto el silencio. La dueña del local ha anunciado que promoverían una
recogida de firmas como protesta por aquel atropello. En una mesa cercana los
actores reponían fuerzas, y eran muchas las que había que reponer. Igual que en
el Madrid de los Austrias los cómicos de los corrales de comedias se reunían en
las tabernas, después de la representación, para bañar en vino la satisfacción
por el triunfo o ahogar en él la tristeza por el fracaso, así en Hoyos los
miembros de «Escenarios móviles» se juntaban para una colación de urgencia. La
actriz gorda y guapa me parecía ahora menos guapa, pero también menos gorda.
Otra que se había pasado la obra dando alaridos, estaba ahora inexpresiva y
callada: estatuaria. Mi gran noche había
pasado por Hoyos como un coche de bomberos con las luces encendidas y las
sirenas sonando. No había estado mal para una noche de verano en un pueblo de
la Sierra. No había llovido. Y yo, a pesar de los pesares, y para mi pasmo,
había sobrevivido a Raphael (pronúnciese Rafael:
fa, fa, como la nota).
jueves, 16 de julio de 2015
Mis queridos animales
Tenemos un murciélago en el patio. Todos los días lo vemos dormir en
un rincón del techo, cabeza abajo. Parece tan cómodo en esa posición como
nosotros cuando echamos una siesta. El bicho desmiente toda
prevención draculiana: es pequeño y aterciopelado, y Ángeles lo encuentra hasta
mono: nos enternece. Claro que no lo vemos con las alas desplegadas ni con las
fauces abiertas. Por la noche desaparece. Nuestra noche es su día. No necesita
la luz para orientarse: le basta el radar que lleva incorporado. Suponemos que
entonces se harta de mosquitos, y nosotros aplaudimos su gula, es más, deseamos
que todavía sea mayor. Los mosquitos son siempre una pesadilla, sobre todo para
aquellos, como yo, por los que demuestran una cruel e injustificada preferencia:
Ángeles está intacta; yo parezco tener sarampión. Este verano hay más mosquitos
que nunca, y también muchísimas avispas. Uno no puede regar un seto sin que
salgan muchas disparadas, y todo abrevadero, estanque, charca o fangal está
siempre sobrevolado por los maléficos himenópteros. Sorprendentemente, no han
anidado en nuestras claraboyas. Todos los años nos encontrábamos en ellas
varios enjambres, de esa materia como de papel con la que construyen sus casas.
Como los insectos son una de las dos especies con las cuales Ángeles ha
delegado toda relación en mí (la otra son los empleados de banca), no tenía más
remedio que ser yo quien las eliminase. La primera vez que me enfrenté a ellas,
lo hice a cuerpo gentil, con varonil apostura. Cuando comprendí, con harto
dolor, que un cuerpo gentil era un blanco fácil —y apetitoso— para las avispas irritadas,
y que la varonil apostura no las disuadía en absoluto de ensañarse con él,
decidí vestirme de astronauta. Me abrochaba una camisa de manga larga hasta el
último botón, me ponía un pañuelo al cuello, me calzaba unos guantes de cocina,
me protegía los ojos con unas gafas de natación, me cubría con una gorra y,
empuñando un bote de bloom del tamaño
de un lanzallamas, me dirigía al reducto de los insectos, que se me representaba
como una pedanía de Mordor. Veía a las avispas trajinar en sus celdillas, sin
sospechar lo que se les venía encima, pero no podía evitar sentirme inquieto,
como el comando que, en plena noche, se acerca al búnker del enemigo con sendas
granadas en las manos; es más: si no hubiera sabido que Ángeles me esperaba en
el comedor, ansiosa por abrazar al héroe que había acabado con aquellos
intrusos que amenazaban la paz del hogar, me habría abandonado al pánico y
corrido en dirección contraria. Pero había de continuar con la misión: abría la
claraboya muy despacio, para que un movimiento brusco no alertara a las avispas,
introducía el pitorro del bloom por
la abertura y descargaba un larguísimo chorro de veneno en la colmena asesina.
Reconozco que aquel era un momento de gran placer, igual que el que debe de experimentar
el soldado audaz que ve explotar la bomba de mano en la casamata de los boches.
Algunas avispas caían fulminadas; otras, la mayoría, salían pitando, pero
heridas de muerte. Yo cerraba de inmediato la claraboya y me regocijaba con su
agonía. Luego, cuando se habían apagado las cenizas del incendio químico,
volvía al lugar de la batalla y, sin quitarme los guantes de cocina, arrancaba
las colmenas llenas de cadáveres y las tiraba al váter. Solo entonces sentía
que la misión estaba cumplida. No sé si los murciélagos comen avispas: ojalá. Curiosamente,
otros animales que también se alimentan de mosquitos no despiertan en Ángeles la simpatía que los murciélagos: son las arañas. En nuestra casa, llena de
maderas y recovecos, se crían muchas, y no es extraño que aparezca una en el
lavabo cuando nos vamos a asear por la mañana. Ángeles hasta mira dentro de los
zapatos antes de calzarse, no sea que se le haya metido alguna, como si
estuviera en el Amazonas. Pero eso no la libra de sorpresas espeluznantes.
Ayer, al acostarnos, le cayó una encima. Brincó de la cama como si le hubieran
apagado un cigarrillo en un pezón y bailó en el dormitorio como una comanche
hasta que se desprendió del animal. Yo esbocé una sonrisa displicente: aquello
no podía ser tan horrible. Pero, cuando vi la araña, se me heló la sonrisa en la cara: tenía el tamaño de una mandarina. Hay que reconocer que las
arañas de Hoyos pueden ser muy grandes. Quizá por algún extraño vínculo filogenético
estén emparentadas con las tarántulas. Y resaltan pavorosamente en la loza
sanitaria (y en la piel de las mujeres). A mí me duele matarlas, porque son mis
aliadas en la lucha inacabable contra los enemigos comunes, el mosquito y la
avispa. He intentado convencer a Ángeles de sus bondades cinegéticas, de los
intereses que ambas especies compartimos, de la necesidad ecuménica de combatir
a los chupasangres, pero se muestra inflexible. Primero intenté que aceptase
que las sacáramos de casa: yo envolvía a la araña en un trozo de papel
higiénico y, con mucho cuidado, la tiraba por la ventana. Pero Ángeles no tardó
en decirme que la araña había vuelto. Cuando le preguntaba cómo podía estar
segura de que era la misma araña, me respondía con la autoridad de un
presbítero: «Lo sé: es ella. Tiene sus mismos ojos. Y ocho patas». Ahora, cuando
descubre una, no me da ninguna opción: va a buscar el bloom —o, si le queda más a mano, una zapatilla—, me lo entrega en
silencio, como el maestro armero rinde el hacha al verdugo, y se sitúa detrás
de mí, para comprobar, a resguardo del peligro, que cumplo con mi obligación.
La araña muere, en efecto, y yo lo lamento mucho. A menudo, el bicho ya ha
perecido, pero sigue pataleando, y eso aún me conmueve más. Luego me queda la
penosa tarea de recoger el cadáver y deshacerme de él. No tengo tiempo ni de
pronunciar un breve responso: Ángeles me apremia a que lo tire enseguida a la
basura o al váter. Sepulto, pues, a la araña en el agua del inodoro como los
marineros entierran a sus compañeros en alta mar: echando el cuerpo a las olas,
bajo el azul infinito del cielo, con el corazón encogido y la certeza de haber
perdido a un compañero inestimable en la eterna lucha contra el mal.
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