Tenemos un murciélago en el patio. Todos los días lo vemos dormir en
un rincón del techo, cabeza abajo. Parece tan cómodo en esa posición como
nosotros cuando echamos una siesta. El bicho desmiente toda
prevención draculiana: es pequeño y aterciopelado, y Ángeles lo encuentra hasta
mono: nos enternece. Claro que no lo vemos con las alas desplegadas ni con las
fauces abiertas. Por la noche desaparece. Nuestra noche es su día. No necesita
la luz para orientarse: le basta el radar que lleva incorporado. Suponemos que
entonces se harta de mosquitos, y nosotros aplaudimos su gula, es más, deseamos
que todavía sea mayor. Los mosquitos son siempre una pesadilla, sobre todo para
aquellos, como yo, por los que demuestran una cruel e injustificada preferencia:
Ángeles está intacta; yo parezco tener sarampión. Este verano hay más mosquitos
que nunca, y también muchísimas avispas. Uno no puede regar un seto sin que
salgan muchas disparadas, y todo abrevadero, estanque, charca o fangal está
siempre sobrevolado por los maléficos himenópteros. Sorprendentemente, no han
anidado en nuestras claraboyas. Todos los años nos encontrábamos en ellas
varios enjambres, de esa materia como de papel con la que construyen sus casas.
Como los insectos son una de las dos especies con las cuales Ángeles ha
delegado toda relación en mí (la otra son los empleados de banca), no tenía más
remedio que ser yo quien las eliminase. La primera vez que me enfrenté a ellas,
lo hice a cuerpo gentil, con varonil apostura. Cuando comprendí, con harto
dolor, que un cuerpo gentil era un blanco fácil —y apetitoso— para las avispas irritadas,
y que la varonil apostura no las disuadía en absoluto de ensañarse con él,
decidí vestirme de astronauta. Me abrochaba una camisa de manga larga hasta el
último botón, me ponía un pañuelo al cuello, me calzaba unos guantes de cocina,
me protegía los ojos con unas gafas de natación, me cubría con una gorra y,
empuñando un bote de bloom del tamaño
de un lanzallamas, me dirigía al reducto de los insectos, que se me representaba
como una pedanía de Mordor. Veía a las avispas trajinar en sus celdillas, sin
sospechar lo que se les venía encima, pero no podía evitar sentirme inquieto,
como el comando que, en plena noche, se acerca al búnker del enemigo con sendas
granadas en las manos; es más: si no hubiera sabido que Ángeles me esperaba en
el comedor, ansiosa por abrazar al héroe que había acabado con aquellos
intrusos que amenazaban la paz del hogar, me habría abandonado al pánico y
corrido en dirección contraria. Pero había de continuar con la misión: abría la
claraboya muy despacio, para que un movimiento brusco no alertara a las avispas,
introducía el pitorro del bloom por
la abertura y descargaba un larguísimo chorro de veneno en la colmena asesina.
Reconozco que aquel era un momento de gran placer, igual que el que debe de experimentar
el soldado audaz que ve explotar la bomba de mano en la casamata de los boches.
Algunas avispas caían fulminadas; otras, la mayoría, salían pitando, pero
heridas de muerte. Yo cerraba de inmediato la claraboya y me regocijaba con su
agonía. Luego, cuando se habían apagado las cenizas del incendio químico,
volvía al lugar de la batalla y, sin quitarme los guantes de cocina, arrancaba
las colmenas llenas de cadáveres y las tiraba al váter. Solo entonces sentía
que la misión estaba cumplida. No sé si los murciélagos comen avispas: ojalá. Curiosamente,
otros animales que también se alimentan de mosquitos no despiertan en Ángeles la simpatía que los murciélagos: son las arañas. En nuestra casa, llena de
maderas y recovecos, se crían muchas, y no es extraño que aparezca una en el
lavabo cuando nos vamos a asear por la mañana. Ángeles hasta mira dentro de los
zapatos antes de calzarse, no sea que se le haya metido alguna, como si
estuviera en el Amazonas. Pero eso no la libra de sorpresas espeluznantes.
Ayer, al acostarnos, le cayó una encima. Brincó de la cama como si le hubieran
apagado un cigarrillo en un pezón y bailó en el dormitorio como una comanche
hasta que se desprendió del animal. Yo esbocé una sonrisa displicente: aquello
no podía ser tan horrible. Pero, cuando vi la araña, se me heló la sonrisa en la cara: tenía el tamaño de una mandarina. Hay que reconocer que las
arañas de Hoyos pueden ser muy grandes. Quizá por algún extraño vínculo filogenético
estén emparentadas con las tarántulas. Y resaltan pavorosamente en la loza
sanitaria (y en la piel de las mujeres). A mí me duele matarlas, porque son mis
aliadas en la lucha inacabable contra los enemigos comunes, el mosquito y la
avispa. He intentado convencer a Ángeles de sus bondades cinegéticas, de los
intereses que ambas especies compartimos, de la necesidad ecuménica de combatir
a los chupasangres, pero se muestra inflexible. Primero intenté que aceptase
que las sacáramos de casa: yo envolvía a la araña en un trozo de papel
higiénico y, con mucho cuidado, la tiraba por la ventana. Pero Ángeles no tardó
en decirme que la araña había vuelto. Cuando le preguntaba cómo podía estar
segura de que era la misma araña, me respondía con la autoridad de un
presbítero: «Lo sé: es ella. Tiene sus mismos ojos. Y ocho patas». Ahora, cuando
descubre una, no me da ninguna opción: va a buscar el bloom —o, si le queda más a mano, una zapatilla—, me lo entrega en
silencio, como el maestro armero rinde el hacha al verdugo, y se sitúa detrás
de mí, para comprobar, a resguardo del peligro, que cumplo con mi obligación.
La araña muere, en efecto, y yo lo lamento mucho. A menudo, el bicho ya ha
perecido, pero sigue pataleando, y eso aún me conmueve más. Luego me queda la
penosa tarea de recoger el cadáver y deshacerme de él. No tengo tiempo ni de
pronunciar un breve responso: Ángeles me apremia a que lo tire enseguida a la
basura o al váter. Sepulto, pues, a la araña en el agua del inodoro como los
marineros entierran a sus compañeros en alta mar: echando el cuerpo a las olas,
bajo el azul infinito del cielo, con el corazón encogido y la certeza de haber
perdido a un compañero inestimable en la eterna lucha contra el mal.
Como siempre , Eduardo , es una delicia leer tus entradas . Un gran abrazo.
ResponderEliminarCreo que hay una versión de La metamorfosis de Kafka en que Gregor Samsa no era comerciante de telas. ¡Era empleado de banca! Es una asociación onírica que tu relato me evoca.
ResponderEliminarEstás al frente de los negociados de entomología y banca. Excelente excelente. A mi las avispas ni fu ni fa, supongo que como pescador aficionado aprendí a convivir con ellas hace mucho. Mi mujer huye “de esos bichos” que llegan a comer en mi mano los restos del cebo. Supongo, que la quietud, unido a lo parsimonioso de los gestos, son la mejor garantía de no recibir un ataque.
Los mosquitos son de otra guerra, ellos llegan buscando las proteínas de mi sangre que son necesarias para su progenie. Pero he descubierto que basta dejar unos días en alcohol unos clavos de especie, y después añadir es mezcla a una crema hidratante mejor sin perfume. Con esa armadura de aroma puedo permanecer en un criadero de mosquitos tigre el tiempo suficiente como para verter en la tierra y en el agua una buena dosis de Bacillus thuringiensis. Un enemigo biológico de la mayoría de insectos que el año pasado funcionó correctamente contra la plaga de mosquitos. Se que hay otros medios de lucha biológica contra el mosquito. Lamentablemente no he encontrado un método tan eficaz con los bancarios y los Blesas Ratos y otros amigos del poder elaboran preferentes y tienen sus tarjetas black para desesperación de los humanos.
Fantástica entrada, Eduardo. Ciencia, literatura y humor en una sola tocada. Cambias Mª Ángeles por Lali y clavaditas. Aunque he decirte también que he echado de menos alguna cucaracha que otra para que el lote fuera completo. Abrazotes.
ResponderEliminarEs la parte épica del verano, con la que me siento bastante identificado a estas alturas, Eduardo. De todas formas, dada la magnitud de las amenazas con las que te enfrentas (no exagero), algún tipo de entrenamiento militar o policial altamente especializado no iría mal.
ResponderEliminarQueridos:
ResponderEliminarNo os pude contestar a los cuatro en su momento, porque las dificultades internéticas del lugar en el que escribía las entrada me impedía. Pero lo hago ahora, en conjunto, para agradeceros vuestras lecturas, vuestros comentarios y vuestra compañía.
Y para mandaros el abrazo grande de siempre.