Salir al campo con este calor es una temeridad rayana en el suicidio,
pero hoy parece que las temperaturas se han apaciguado, y hasta corre aire, así
que nos animamos a acompañar a nuestros amigos Toña y José Antonio en su
excursión al monte Jálama. Nos intranquiliza comprobar que ellos salen de casa
bien pertrechados –calzado de montaña, gorro, botella de agua, crema solar y
hasta bastón– y nosotros, en cambio, acudimos a la cita como urbanitas despistados,
provistos solo de gafas de sol (yo he comprado El País de camino a su casa, pero no creo que un periódico nos
sirva de mucho esta mañana). Apiadándose de nuestra inexperiencia, nos
proporcionan sombreros y agua, lo esencial para no caer desmayados, y emprendemos la marcha, que se inicia donde
acaba el camino asfaltado y empieza la pista empedrada que circunda la montaña. Aquí
suele decirse que muchas de estas pistas, que cruzan los bosques y recorren los
escarpes, son romanas, pero es un error (o una declaración interesada que busca
asociar el prestigio de la latinidad al terruño): los romanos no enlosaban sus
calzadas, sino que las cubrían de grava. Algunas son, como mucho, medievales;
otras datan del siglo XVIII, cuando los reyes ilustrados promovieron la
construcción de vías y carreteras que facilitasen las comunicaciones y el
comercio. Donde dejamos el coche hay un pequeño rebaño de vacas. No se inmutan por nuestra llegada. De hecho, las vacas no se inmutan por nada: siguen
rumiando y contemplando el horizonte, diríase que sumidas en profundas cogitaciones. Esta actitud filosófica, indiferente a los azares y cataclismos
del mundo, me transmite mucha paz. Veremos más vacas a lo largo del camino,
agrupadas alrededor de las fuentes y abrevaderos con que el municipio, bendito
sea, ha jalonado la ruta. También muchos saltamontes, pequeños y azules, que
brincan a nuestro paso, no sé muy bien si para escapar o para sumarse a él. Al
poco de iniciar el paseo, nos asalta una imagen asombrosa: una mujer, con la
cabeza rapada y vestida con una túnica azafranada, pasa a nuestro lado, montada
en un quad. «Parece una monja budista», le digo a Toña. «Es una monja budista», me responde ella. Se conoce que en esta zona
hay monjas budistas, hippies setenteros,
neorurales, practicantes de disciplinas orientales, nudistas, ecoradicales, místicos
y toda suerte de zumbados alternativos, que buscan en la naturaleza la
verdadera conexión con el cosmos. Lo que me llama la atención es que la monja
budista persiga esa conexión a lomos de un quad. Yo pensaba que esas
experiencias espirituales se tenían caminando descalzo por el desierto, como
Kung Fu, para impregnarse del latido de la Tierra. No será esta hermana la
única persona motorizada que veamos. Desde muy lejos oímos el rugido de una
moto, que se acerca inexorablemente. Y, en efecto, al cabo de unos minutos nos
adelanta, entre nubes de humo y polvo, una enduro
pilotada por un caballero medieval contemporáneo: lleva casco, botas, guantes y
la armadura de un traje aislante. Es el caballero negro: solo le falta una lanza
para embestir al enemigo. Pero no la necesita: embiste con la máquina,
estruendosa y brutal. Cuando ya ha desaparecido de nuestra vista, el ruido que
hace sigue percutiendo en las laderas del valle. Avanzamos lentamente por la
pista: no es difícil, pero el empedrado irregular castiga las piernas, y,
además, nos paramos a menudo a contemplar el paisaje. Las vistas de los valles
de la Sierra de Gata, con Gredos al fondo, en un extremo, y Monsanto y la
Sierra de la Estrella portuguesa, en el otro, son espectaculares. La presencia
humana es casi nula: solo hemos visto, al subir, un pueblo, Acebo, con sus
tejados de teja y su iglesia, cuadrangular y espesa; y a lo lejos distinguimos
ahora los embalses de la Cervigona, que tiene nombre de república
centroeuropea, y El Borbollón, a donde Toña nos ha llevado varias veces a ver
grullas: dos láminas de ceniza y plata, no lejos las manchas, de un verde encendido,
de los regadíos. Todo lo demás, hasta donde alcanza la vista, es campo: lomas,
robledales, pizarras, brezos, cortafuegos y picos. El Jálama, por el que
estamos subiendo, es el segundo más alto de la Sierra de Gata. Tiene una altura
fácil de recordar: 1 492 metros. Flanquean el camino caprichosas formaciones de
granito, de origen plutónico, como puntualiza Toña. Yo recuerdo las que llenaban
los campos de Azanuy, el pueblo de Huesca donde pasé los veranos de mi
infancia, y los aljibes que habían labrado en ellos los árabes: vaciaban la
roca para recoger el agua de la lluvia. En aquellas piscinas cuadradas,
indestructibles, me bañé muchas veces, entre ranas y verdín. Aquí no podemos
hacerlo, pero disfrutamos del agua fresca de las fuentes con las que nos
cruzamos. Las avispas asedian los caños, pero, si uno hace como si no
estuvieran, no atacan, o eso queremos pensar. Entre los bloques graníticos José
Antonio nos señala los restos de las minas de wolframio que se han explotado
aquí. La montaña linda con Salamanca, donde se encontraban los principales
yacimientos del valioso mineral. Los alemanes lo obtuvieron abundantemente de
su aliado español en la Segunda Guerra Mundial: les era vital para reforzar los
cañones de los obuses y para conseguir que los proyectiles antitanque perforasen
la coraza de los carros. Curiosamente, el wolframio, también llamado tungsteno,
es el único elemento químico descubierto por un español, o, para ser exacto, por dos: los hermanos Juan José y Fausto Elhúyar, a finales del siglo XVIII. La
caminata concluye en un arroyo seco, que, según nos dicen Toña y José Antonio,
en primavera arrastra mucha agua y hace mucho ruido. Hoy, en este recodo del
camino, solo se oyen las cigarras y el viento que pasa. Nos entretenemos
contemplando el cielo, de un azul blanquecino, salpicado por los destellos
multicolores de los abejarucos, que tarecean el aire. Mucho más arriba, un buitre
leonado, con su majestuoso planear, parece señorearnos a todos. «¿Cómo sabes
que es un buitre leonado?», le pregunto a José Antonio. «Por el tamaño y la
altura a la que vuela, por la forma rítmica y circular del planeo, por el
extremo redondeado de las alas y, sobre todo, por el dorso ocre». Y, en efecto,
cuando, en uno de los giros del animal, el sol lo golpea en el lomo, el color
castaño claro de su plumaje brilla con una delicadeza infinita. Cuando volvemos
a donde hemos dejado el coche, una vaca blanca ha aparcado al lado. Apenas se
mueve cuando nos montamos. Bajamos hasta una de las piscinas naturales de
Acebo, la de Carreciá, y nos bañamos. Yo, que tampoco he traído bañador,
utilizo uno que Toña me presta, y que ha metido previsoramente en la mochila.
Ángeles es la única que no se mete en el agua. De hecho, ella nunca se mete en
el agua. La única situación en la que creo que lo haría sería un naufragio.
Está demasiado fría, dice. No le importa que todos estén chapuzándose con
placer inenarrable. Ella lo contempla todo con estoica indiferencia. Aunque
sude. Aunque esté sudando hasta la deshidratación. Me alejo nadando y la miro
desde más allá del hermoso puente de piedra que cruza la piscina. Con su pamela
de paja, su blusa y su piel blancas, y los pies en el agua, parece una de esas
viajeras inglesas del siglo XIX en algún lugar muy caluroso del Oriente
Próximo: Egipto, Jordania o Palestina.
Muy bonita descripción invita al paseo.
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