En la Sierra de Gata abundan las piscinas naturales. Casi cada pueblo
tiene una, o más de una. Los muchos ríos de la zona, alimentados por las
lluvias frecuentes y los deshielos primaverales, se represan a su paso por las
localidades y se acondicionan para el baño. Ofrecen lo mejor de las corrientes
naturales –la limpieza de su origen, la temperatura viva, el paisaje genuino y agreste–
y de las piscinas urbanas: el acceso fácil y los servicios adecuados. Algunos
pueblos han preferido potenciar el primer aspecto al segundo. Robledillo, por
ejemplo, una aldea colgada en la montaña, de magnífica arquitectura popular —y no menos espectaculares vinazos serranos—,
tiene la suya en lo alto del pueblo, donde las casas ya se acaban. Es un aljibe
de piedra, de honduras negras, a las que llegan las aguas más frías del mundo.
Uno se mete allí y no sabe cómo saldrá; ni siquiera si saldrá. Cada vez que me
baño en Robledillo, me siento como uno de esos rusos que se sumergen en enero
en un lago siberiano. Yo lo hago en julio, pero no creo que aquellas aguas
estén más heladas. Por supuesto, no hay aseos ni vestuarios, así que uno tiene
que cambiarse a la buena de Dios, confiando en que ninguna abuela de las que
pasan cerca se sienta ofendida por la momentánea exhibición de perendengues
(aunque dudo de que lleguen a verlos, porque la gelidez del agua los reduce a
la triste condición de cacahuetes). La piscina tampoco tiene bar, pero esta
imperdonable omisión se ve compensada por la cercanía de varias tabernas donde
puede uno caldearse las entrañas con un lingotazo de pitarra y una ración de
excelsa morcilla calabacera. En otros lugares, las piscinas naturales son algo
más civilizadas, aunque no menos atractivas. En Acebo, por ejemplo, hay tres, a
cuál más apetitosa. A mí me gusta, sobre todo, la más elevada, en la que
vierte, puro, intacto, el río Jálama. Tras un tramo recto, en el que se puede
nadar holgadamente, la piscina se enreda en una sucesión de hoyas y canchos. La
milenaria corriente ha agujereado las rocas y labrado inverosímiles esculturas
subacuáticas. Hay que tener cuidado de no dejarse un pie contra alguna piedra
cuando se está nadando, y de que no te caiga encima alguno de los niños que
saltan de los canchos adyacentes gritando como comanches, pero, con las debidas
precauciones, el ejercicio es agradabilísimo. Al borde del agua, no obstante,
acechan otros peligros: las pantorrillas y, en general, las partes blandas del
cuerpo constituyen un festín para los tábanos, silenciosos como búhos, y a los
que miles de años de soportar los coletazos de las caballerías y las vacas,
mientras se aplicaban a la dulce tarea de chuparles la sangre, han convertido
en los insectos más resistentes de la naturaleza; y la superficie húmeda de las
rocas puede ser un pasaporte al batacazo si uno no va provisto del calzado apropiado
o, simplemente, no anda con tiento suficiente. A mí me gusta contemplar el
paisaje —el natural y el humano—
de la piscina de Acebo. Veo las encinas y los castaños, retorcidos por el
calor, y la vegetación amarilla, aplastada por el sol. Veo el azul caliginoso
del cielo, casi blanco al mediodía, inmóvil, carbonizado. Veo las libélulas
como drones, y la pértiga de los abdómenes acaracolada entre las alas de
celofán. Veo tábanos y mato a uno que se había engolosinado con un muslo:
necesito varios papirotazos para liquidarlo. La luz nos golpea también a
nosotros, como un peso descolgado de una polea. No así el agua de la pequeña
cascada que se forma entre las piedras, muy cerca de donde estoy, y que fluye
con un gorgoteo arábigo y una suavidad inapresable, como si no quisiera
molestar. Hoy no ha venido mucha gente. Ya a finales de julio, y sobre todo en
agosto, el lugar se inunda de bañistas y se hace difícil hasta caminar. Pero
aún es pronto para el principal movimiento migratorio de la humanidad: el
turismo. Un grupo de ancianos, acarreados en excursión, fatigan cervezas al
borde del agua. Todos están gordos y llevan sombrero. Familias con muchos niños
se alivian aquí de ser familias con muchos niños. Oigo a varios decir «aita»:
son los descendientes de los muchos extremeños que emigraron al País Vasco
cuando España era una unidad de destino en lo universal. Contemplo, no sin
aflicción, la sobrecogedora plasticidad del cuerpo humano: señoras infladas
como sandías; señores de barrigas morrocotudas; jóvenes filiformes, estiradas
como regalices, casi aéreas; adolescentes tatuados, agujereados, rapados; y
tampoco yo, con las flaccideces y engrosamientos de los cincuenta años, luzco
como el discóbolo de Mirón. A la decadencia del cuerpo su une la vulgaridad de
su evidencia: el chap chap de las chanclas de plástico; la desperdigada
arborescencia de los dedos de los pies; las camisetas arrugadas, los pantalones
caídos y los botones desabrochados; la morenez grosera; las lorzas pendulonas y
los muslos celulíticos; los estampados hawaianos o con leyendas obscenas; las
gorras de John Deere o el Real Madrid; las gafas de sol como las del Niño de la
Peca; las callosidades, angiomas y verrugas; los felpudos pectorales o, que
Dios nos asista, claviculares; el sudor. Todas las deformidades posibles, de la
piel o de la indumentaria, se hacen evidentes en este frenesí de la desnudez
que son las piscinas en verano. Me consuelo volviéndome a tirar al agua. Nado
con brío hasta el otro extremo de la piscina, sorteando a los inevitables niños
intrépidos, alguno de los cuales bucea por debajo de mí, como si yo fuera una
ballena y él, el delfín que la escoltara. Salgo del agua y voy al bar, en cuya
terraza me he tomado muchas claras y he leído muchos libros. Lo regenta un
argentino que me recuerda extraordinariamente a otro argentino que conocí hace
años en Barcelona. Pido una clara y saco la antología de poetas beats que acaba
de publicar Bartleby. Oigo todavía los gritos de los niños y de los pájaros:
los primeros rugen de felicidad; los segundos, de exasperación. Me ronda una
avispa, de las muchas que martirizan al pueblo este verano. Distingo una nube
en el cielo, escuálida: el sol la ha chupado hasta los huesos. Empiezo a leer.
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