Vuelvo a Londres. Volver a Londres se ha convertido en una rutina: es como un viaje en autobús, pero más largo. Los controladores aéreos españoles han convocado para hoy, y otros días, una huelga parcial en protesta por los expedientes abiertos a los compañeros que encabezaron la huelga salvaje de hace cinco años, y que paralizó el tráfico aéreo nacional (y casi mundial). (Recuerdo que Ángeles estuvo, literalmente, a punto de morir en aquella huelga: la empresa que patrocinaba su viaje le puso un coche para llevarla de Toulouse, a donde había conseguido volar desde Londres, a Barcelona, pero era de noche y el conductor que la llevaba, a ella y a otros no sé si afortunados o infortunados viajeros, se dormía al volante: sus cabezadas estuvieron varias veces a punto de estamparlos a todos en la carretera. Tampoco se me ha olvidado lo que dijo otro de los millones de viajeros afectados por la huelga, entrevistado en una televisión: "Aprovecho esta ocasión para desear a los controladores, y a sus madres, una feliz navidad"). Me temo lo peor, pero la sangre no llega a la pista de aterrizaje: el avión sale con apenas una hora de retraso. Lo normal. En El Prat he visto, en una sala de embarque, a un musulmán, arrodillado, rezando. Me fascina cómo esta gente sabe siempre en qué dirección está La Meca. (Recuerdo haber visto a otro mahometano orando en un cajero automático de La Caixa, aunque quizá le estuviera implorando a la máquina que le entregase el dinero solicitado, o quizá al banco que no ejecutara su desahucio). En el avión, de British Airways, una azafata me dice, al servirme el zumo de tomate que le he pedido, "lo he preparado yo misma". Y es muy extraño, porque noto, por primera vez en los cientos de veces que he volado en mi vida, que la mujer me habla como una persona, no como un robot aéreo. Hay, en su "lo he preparado yo misma" y en la mirada que lo acompaña, un acento individual, un tono de vecina o compañera, que no he encontrado nunca en estas profesionales, casi siempre gélidas, si no ladradoras, del tráfico aeroportuario. Me sorprende tanto que soy incapaz de corresponder con un comentario amable: me limito a darle las gracias, un poco avergonzado de mí mismo. Cuando llegamos a Heathrow, ya ha anochecido. Comprobamos enseguida la diferencia de temperatura: en España hemos pasado tres semanas en un horno de pizzería, y aquí rondamos los quince grados. Los que han cometido la imprudencia de no cambiarse los shorts por unos pantalones largos, lo sufren agudamente. Al día siguiente, otra comprobación me confirma que estoy de nuevo en Inglaterra: el cielo está gris; el fresco del día se gira a frío por la noche, y hasta chispea. Para los ingleses, hace calor; para mí, ha llegado el invierno. En la ciudad me asaltan los innumerables ciclistas y runners: todos circulan con su habitual determinación, poseídos por la pasión de la salud. Al cruzar el Támesis por el puente de Alberto, veo a dos cuervos disputarse, a graznidos y picotazos, el cadáver de una platija depositada en el fango de la orilla. Más allá, en la ribera sur, los edificios del nuevo complejo residencial de Battersea siguen creciendo: las cuatro chimeneas blancas de la central eléctrica están completamente envueltas por andamios, y a su alrededor brotan las estructuras como hongos gigantescos. Al lado de casa, los italianos se siguen reuniendo en Capitán Corelli para comer pizza, hablar alto y jugar a cartas. Delante del restaurante hay aparcado un Rolls dorado. Siento una melancolía suave: me gustaría estar en España, sí, aunque fuese a cuarenta grados; me gustaría seguir charlando con los amigos, algo que aquí apenas tengo oportunidad de hacer; me gustaría seguir comiendo bien, y paseando por calles y lugares que forman parte de mi vida, porque forman parte de mi pasado. Pero también celebro esta extrañeza que aún me produce Londres, la belleza de los parques, la delicadeza de las mujeres, los rincones infinitos e incitantes. Quizá debería sentirme afortunado por tener dos casas. Aunque, cuando estoy en una, siempre deseo estar en la otra.
Un texto precioso, como todos. Yo opino que el arte de escribir es de los más difíciles de encontrar, y en las entradas de este blog, hay mucho de ese arte. En las entradas anteriores, cuando relatabas tus andanzas en Hoyos y alrededores, me hizo sacar una sonrisa. Pocas veces he estado en ese pueblo pero aun así me parece interesante y curioso, ya que yo, siendo de Salamanca, no estoy acostumbrada a esas montañas, a ese clima tan característico, a ese ambiente extremeño y rural tan diferente a mi casa. Este año ni yo, ni mi chico, que es de Hoyos, podremos ir a las fiestas y me siento nostálgica, añorando otros veranos. Solo quería añadir: gracias por mencionar a mi novio en el programa de fiestas. Aunque este año no pasemos por Hoyos, para mí y sobre todo para él, es muy importante ese gesto :). Un saludo.
ResponderEliminarGracias, Manisa, por tus amables palabras. Me alegro de que mi blog te guste y, sobre todo, te haga sonreír: yo no concibo la literatura sin buen humor. En cuanto a Miguel -deduzco que se trata de él-, es un chico estupendo. Yo lo conozco desde que era un niño, prácticamente: se hizo el mejor amigo de mi hijo, Álvaro, en Hoyos. Ahora hace tiempo que no se ven, porque Álvaro ya no viene al pueblo (esas cosas de la adolescencia y del crecimiento), pero tanto él como yo seguimos teniendo una opinión inmejorable de Miguel. Os deseo mucha suerte y os mando un abrazo grande.
ResponderEliminarBonito como todos tus viajes, veo que al viajar mucho las estadísticas aun improbables se cumplen una azafata que hace el zumo de tomate. ¡Un sueño! Yo nunca he tenido suerte lo mas que he degustado han sido zumos de naranja, bueno de nombre. Recuerdo una vez que depués de probar el brebaje le pregunté a la aéromoza: ¿Me puede dar la marca de este zumo?
ResponderEliminarSi dijo solícita mientras buscaba un tetrabrick. ¿Le ha gustado?
A lo que contesté con todo mi aplomo:
No en absoluto, es para no comprar la marca por error.
Supongo que de esa forma mi reclamación llegaría por lo menos al piloto.
Luego un día leí un artículo que hablaba de lo que se había ahorrado una compañía aérea eliminando de menú solo las olivas de la ensalda. Si llegan a eliminar los zumos menuda pasta...
El mundo de las líneas aéreas es tan sórdido como sorprendente. Y el de los zumos que sirven a bordo, más. Pero da para algunas anécdotas, ¿verdad?
ResponderEliminarUn abrazo.