Hoy hay teatro en el pueblo. Un enorme camión ha aparcado en la plaza
y se ha convertido en escenario. Así se llama el programa de actuaciones:
«Escenarios móviles». Lo patrocina la Junta de Extremadura (que ahora prefiere
llamarse gobex, que a mí me suena a marca
de condones, pero los políticos siguen pensando que cambiar el nombre de las
cosas cambia las cosas). El camión me recuerda a esos cacharros de los dibujos
animados que se transforman en cualquier cosa, y el programa, a La Barraca, aquella benemérita iniciativa
de Federico García Lorca que llevó el teatro clásico español a los rincones más
apartados del país. Lo que hoy se representa en Hoyos no es precisamente un
drama de Calderón, ni siquiera una comedia de Lope: como mucho, se parece a un
paso de Lope de Rueda, o a aquellos entremeses o mojigangas que distraían al
público entre los actos de las obras. Pero el espíritu que anima «Escenarios
móviles» no difiere mucho del que alentaba en aquellos carromatos republicanos.
Hemos pensado que la representación se cancelaría, porque, por primera vez
desde junio, ha llovido. Murphy no se ha querido perder la cita: el país se
ahoga de calor, pero solo llueve cuando se ha organizado una actividad al aire
libre. Por suerte, el chaparrón se ha limitado a una carraca de truenos y a un
sirimiri que levantaba el polvo de los campos estrangulados por el sol. El
inicio de la obra estaba anunciado a las diez de la noche, pero no empieza
hasta las diez y media, cuando ha anochecido del todo: cosas de la iluminación.
Para garantizar la oscuridad necesaria, un operario se sube a una escalera y
desconecta, una por una, las farolas de la plaza. El lugar está lleno: hay
familias enteras, niños y viejos, indígenas y foráneos. Yo acudo solamente por
solidaridad vecinal, porque el motivo de la obra se cuenta entre los que más
detesto del mundo: Raphael. Se titula Mi
gran noche y relata las aventuras de un grupo de admiradores del «ruiseñor
de Linares» cuya extraña forma de homenajear a su ídolo es anestesiarlo y
secuestrarlo, para que uno de ellos, cantante aficionado, pueda ocupar su lugar
y cantar sus temas. Mientras se desarrolla la obra, intento descubrir el origen
de mi odio por el artista. ¿Quizá porque mis padres escuchaban sus discos en
casa, cuando yo era niño, y eso me supuso un trauma indeleble? No, porque mis
padres también escuchaban a Rimski-Kórsakov y las Danzas polovtsianas, de Borodín, por decir algo, y eso no solo no
me ha vacunado contra la música popular rusa, sino que me la ha hecho amar
perdurablemente. ¿Quizá porque relaciono a Raphael con el franquismo, con la
cutrez inacabable de aquel fascio agropecuario y catolicón, con el sopor de los
festivales del Mediterráneo y las baboserías televisivas como ¡Esta noche, fiesta!, con el bigote
serpentínico de José María Íñigo? Entonces, ¿por qué no siento lo mismo por Peret
y su rumba catalana, que siempre me han alegrado, o por Nino Bravo y su vozarrón
levantino, tan estimulantes, o por Raffaela Carrà y sus piernas más
estimulantes todavía? No: hay algo esencial, existencial, vinculado al
hipotálamo, al sentido reptiliano de las cosas, que me hace aborrecer a Miguel
Rafael Martos Sánchez, alias Raphael. Cuando veo su sonrisa llena de dientes y
falsedad, que sostienen los músculos faciales como las poleas y los andamios el
decorado de una farsa; o su tupé leonino, en el que un regimiento de peluqueros
ha invertido docenas de horas de trabajo y no menos botes de laca; o sus
gestos, que elevan el concepto de amaneramiento a una dimensión desconocida; o
su uniforme negro, que me hace pensar, Dios me perdone, en el color del ataúd
que lo contenga; y, sobre todo, cuando oigo sus canciones, cuyas letras
glúcidas me pringan de cursilería y necedad, siento que se me encienden las
entrañas, en una extraña mezcla de aflicción e ira, y que he de aplacar el
impulso homicida que me arrebata (aunque estoy seguro de que, si lo llevara a
cabo, la cabeza arrancada de Raphael seguiría sonriendo con esa naturalidad que
lo caracteriza, y a su undoso tupé no se le habría movido un pelo). Pues bien:
a este individuo y a sus canciones inmortales he venido a escuchar hoy. La obra
empieza con gran confusión: cinco actores se mezclan con el público, gritando y
empujándose. En el escenario, la cosa no cambia: siguen peleándose y voceando
un texto incomprensible. Se tiran al suelo constantemente; de hecho, se pasan
más tiempo tumbados que de pie. En general, todo Mi gran noche es un espectáculo payasesco y enmarañado: los
personajes son caricaturas grotescas, de un histrionismo exaltado, y la trama,
un lío ruidosísimo en el que no hay nada que pueda considerarse un parlamento. Para mayor vulgaridad, las
actrices no tienen empacho en enseñar las bragas, a una de ellas otra le muerde
una teta, y uno de los actores (el que hace de Raphael, que se parece más a
Austin Powers) se queda en calzoncillos —rojos— en el escenario. A cada rato,
una canción de Raphael, cantada por los propios actores, interrumpe el follón,
y esos son, paradójicamente —nunca me habría imaginado que llegaría a decir
esto—, los momentos más acertados —o, por lo menos, los menos inquietantes— de
la obra, sobre todo cuando la que canta es una actriz gorda y guapa, que me
recuerda a una novia que tuve. La minifalda y las ligas que lleva, en unas
piernas que merecen sin hipérbole el calificativo de columnas, me la hacen
hasta sexy. Ella protagoniza el mejor momento del libreto: de rodillas, le
canta una saeta al juez que ha de juzgar al grupo por haber intentado
secuestrar a Raphael. Pese a la endeblez de la trama, a los actores no se les puede
negar entusiasmo, despliegue físico y polivalencia: cantan, interpretan, saltan,
se caen, se levantan, vociferan y bailan como polichinelas humanos. Contagiados
acaso por tanto frenesí, el público mantiene asimismo una efervescente
atención. Alguno no, desde luego: el chino del pueblo —porque en Hoyos hay un
chino, fan del Real Madrid—, que ha empezado a ver la obra a mi lado, apoyado
en la pared, se ha ido a los cinco minutos. Es natural: no sabía, para su
suerte, quién era Raphael, ni entendía nada de lo que se decía; también a los
españoles nos costaba entenderlo. Pero los demás han seguido las peripecias de Mi gran noche mientras preguntaban a los
niños si iban a aguantar hasta el final o preferían irse a casa, mientras
comentaban, en voz alta, la moda sesentera que lucían los actores, o mientras
consultaban un móvil que no habían puesto en silencio. Tampoco importaba mucho
que un bebé berreara: allí todos éramos vecinos. Solo cuando uno de los actores
ha soltado una morcilla sobre los niños cantores de Viena, que estaban todos en aquel rincón, los padres han
entendido que quizá sería considerado llevarse al bebé aullador de la plaza. A
los actores los hemos visto, acabada ya la obra, en una de las terrazas del
pueblo. También allí había una actuación musical, pero a la una menos cuarto de
la noche una pareja de la Guardia Civil ha atendido una denuncia por ruido e
impuesto el silencio. La dueña del local ha anunciado que promoverían una
recogida de firmas como protesta por aquel atropello. En una mesa cercana los
actores reponían fuerzas, y eran muchas las que había que reponer. Igual que en
el Madrid de los Austrias los cómicos de los corrales de comedias se reunían en
las tabernas, después de la representación, para bañar en vino la satisfacción
por el triunfo o ahogar en él la tristeza por el fracaso, así en Hoyos los
miembros de «Escenarios móviles» se juntaban para una colación de urgencia. La
actriz gorda y guapa me parecía ahora menos guapa, pero también menos gorda.
Otra que se había pasado la obra dando alaridos, estaba ahora inexpresiva y
callada: estatuaria. Mi gran noche había
pasado por Hoyos como un coche de bomberos con las luces encendidas y las
sirenas sonando. No había estado mal para una noche de verano en un pueblo de
la Sierra. No había llovido. Y yo, a pesar de los pesares, y para mi pasmo,
había sobrevivido a Raphael (pronúnciese Rafael:
fa, fa, como la nota).
Estimado señor Moga:
ResponderEliminarHasta hace una semana, no conocía su nombre (me tengo por lector contumaz, pero confieso que la poesía contemporánea no figura entre mis lecturas habituales). De visita en Madrid, hace una semana, y en concreto en el FNAC, mi mirada errante por las estanterías en busca de alguna joya más difícil de encontrar en Málaga, donde resido, se detuvo en un librito en cuya cubierta leí, de modo fugaz, el título de Crónicas de Inglaterra. Mi inveterada anglomanía me hizo tomarlo en las manos para descubrir, primera sorpresa, la epéntesis —término que desconocía— que modifica el título. Y después, que era una recopilación de artículos previamente publicados en un blog que todavía está abierto en la Red. Salpicando aquí y allá las entradas, me descubrí dedicándole un tiempo más largo del que había pensado: me decidí y lo compré.
He estado una semana absorto en su lectura, hasta el punto de descubrirme, en los ratos largos en que estaba ocupado en otras cosas, una especie de ansiedad por retomarla en cuanto pudiera. Aprovechando la primera entrada que encuentro en su blog, le felicito vivamente por la extraordinaria calidad de esta obra, por sus múltiples puntos de interés. Inicialmente, buscaba en ella esas pequeñas impresiones, esos acertados dibujos sobre una ciudad, Londres, que vive en mí desde mucho antes de que pudiera conocerla personalmente, gracias a la literatura. Pero, claro, he encontrado en el libro mucho más: he encontrado una voz lúcida, un sentido de la observación, una mirada crítica, una escritura profundamente divertida, una actitud ante la vida, en suma. Una vida de la que he disfrutado poder asomarme a lo largo de esa selección de momentos del año registrado en su blog. A ratos he ido descubriendo una comunidad de gustos, a ratos he discrepado, en muchos no he podido evitar la sonrisa (incluso la carcajada), y siempre siempre, me he dejado llevar por cualquiera que fuese el tema elegido: el paseo por Londres, el comentario literario, la crónica de amistades (y enemistades: esas entradas me han deparado algunos de los momentos más intensos), la desengañada reflexión política o la crónica cotidiana. Su libro encima encierra la promesa de una «versión extendida» —concepto éste que me ha recordado cuando, en mi infancia, descubrí que los libros de aventuras que me regalaban mis padres (de Julio Verne, por ejemplo) encerraban la sorpresa de la existencia de unas ediciones (las originales, claro; las otras eran las versiones para niños) donde iba a encontrar los mismos placeres pero duplicados en número de páginas. Con tranquilidad, iré recuperando uno por uno esos días que quedaron fuera del libro, al tiempo que intentaré seguir sus entradas actuales… aunque confieso que si su editorial decidiera dedicar otro volumen a aquéllas mi gozo sería todavía mayor.
Un saludo cordial y admirativo, de José Miguel García de Fórmica, con domicilio formal en Málaga, pero nostálgico soñador de Londres
Muchas gracias, José Miguel, por su extenso y amabilísimo comentario. Mensajes como el suyo son los que todo escritor desea recibir: de un lector hasta ese momento desconocido, que ha descubierto en lo que uno ha escrito algo que comparte y con lo que se identifica: que le habla a él, que le divierte y le estimula. Eso es precisamente lo que los escritores queremos conseguir: una comunicación real con las personas, un diálogo verdadero entre sensibilidades o, si la palabra no estuviese algo desacreditada, por grandilocuente, entre espíritus. Celebro que mis epentéticas "corónicas" hayan obrado ese pequeño milagro contigo -permíteme que te tutee-, y tener en ti a un lector tan cordial como afilado.
EliminarTu comentario, créeme, me ha alegrado los días.
Si me indicas una dirección de correo electrónico, será un placer mantener la comunicación contigo e informarte sobre mis actividades futuras.
Te mando un gran abrazo.
Eduardo.