lunes, 6 de julio de 2015

Algunas cuestiones gastronómicas

El otro día comí en un bar-restaurante de Battersea, The Source. Había quedado allí con Sara Caba, la dueña de Battersea Spanish, un centro de idiomas muy activo del barrio, cuya vertiente literario-cultural quiere potenciar con una revista y más talleres de creación. The Source está en un lugar privilegiado, junto a los canales del Támesis: desde la terraza se ven los barcos de los residentes, y se oyen su chapoteo enmaromado en el agua y los graznidos, estridentes pero extrañamente amables, de las gaviotas. Además —y, de nuevo, extrañamente—, hacía calor, y el sol reverberaba en la superficie del río y en el ondular del aire. Como era la hora de comer, pedimos la carta. El dueño —un tipo joven y calvo— nos la trajo y nos informó, al mismo tiempo, de que también disponían de un set menu por 13 libras. El set menu es lo que en España se llama, sencillamente, menú, aunque suele estar mucho menos surtido que este: solo incluye un entrante y un plato principal. No obstante, por algunas libras más se puede añadir un postre. Las bebidas, el pan, los impuestos y la propina (que es semiobligatoria, y llega a un brutal 15% en algunos sitios) se cobran aparte, con lo un set menu completo puede costar tranquilamente veintipico libras, alrededor de 30 euros. El set menu de The Source incluía aquel día gazpacho —de cuya composición el camarero se creyó en la obligación de informarme: "una sopa fría de verduras", dijo, con asepsia profesional— y filete de cerdo. No soy aficionado a comer comida española fuera de España, para evitar la decepción y hasta la indignación, pero ese día no quería enredarme con la carta y me picó la curiosidad por saber cómo preparaban el gazpacho los ingleses. Y vive Dios que mi curiosidad quedó satisfecha. Para empezar, era el gazpacho más pequeño del mundo. Servido en un cuenquito de sake o similar, debería calificarse, en rigor, como una tapa de gazpacho. Lo acompañaba, además, una —esta sí— gran rebanada de pan, para compensar la insustancialidad de la sopa, supongo. Los ingleses comen pan con la sopa y han razonado que, si el gazpacho es una sopa, hay que acompañarla con pan. Yo la desmigajé y la eché en el caldo, aunque cupo poco, porque cabe poco pan en una microtaza. Lo peor, no obstante, no era la cantidad, que haría reír a cualquier hispano o asimilado, sino la calidad: aquello era un engrudo azafranado, sin rastro de tomate, y con un sabor indescifrable. Me lo tomé por mera necesidad de ingestión, no por placer alguno. El filete de cerdo no discrepaba del gazpacho: también era minúsculo y también era espantoso. El cerdo del que había salido debía de ser contemporáneo de los que criaba Pizarro antes de hacer las Américas. Por supuesto, me abstuve de pedir postre. La pijería del local chirriaba con su cocina. La cerveza la servían en un frasco donde uno pondría más bien chinchetas o clavos; el azúcar yacía en una cajita de metacrilato, apta quizá para los clips del escritorio; y, lo mejor, la cuenta te era administrada dentro de un libro viejo, donde uno ponía también, claro es, el dinero. Me gustó la idea del libro: fue lo único que me gustó de The Source. Esta es una situación que se da con frecuencia en Londres: locales de mucho aparato —y mucho precio—, llenos de detalles guays, ofrecen bazofia para comer. La presión tremenda de los precios se nota en todo: en las cantidades, reducidas hasta lo insignificante, y en la calidad, que no responde ni siquiera a una medianía digna. The Source, como tantos otros locales de la ciudad, estropea una ubicación envidiable con una cocina infame.


Cerca de casa abrieron hace poco un restaurante español, más aún, barcelonés: La Boquería. Y, aunque, como ya he dicho, no nos prodigamos en los comederos españoles, decidimos darle a este una oportunidad. Comprobamos que la calidad es allí suficiente —entre otras cosas porque tanto el dueño como casi todo el personal son españoles—, pero la cantidad sigue siendo el punto flaco. Mi pan con tomate consistía en dos tirillas de pan de cristal que uno devoraba como si fueran gominolas. La tabla de embutidos incluía sendas rodajas de chorizo y salchichón que, si fuese fumador, habrían dado, enrolladas y llenas de picadura de tabaco, para un par de pitillos. La tortilla de patatas era un triángulo equilátero que, si llega a ser un poco más pequeño, desaparece. Se lo dijimos al camarero, que era de Sabadell. Nos reconoció que las raciones no eran muy abundantes. La cuenta, en cambio, era abundantísima. En La Boquería se constata esa tendencia anglosajona que consiste en considerar la comida española, incluso la más sencilla, la más popular, cocina exótica. Las tapas parecen exquisitas combinaciones traídas del otro extremo del mundo. El pan con tomate y los embutidos son invenciones casi tan extrañas como los cucuruchos de chapulines en México o la tarántula a l'ast brasileña. El gazpacho es una sopa fría de verduras para cuya elaboración hay que haber estudiado todos los manuales de gastronomía mediterránea (aunque sin demasiado provecho todavía, por lo que he podido comprobar). La cocina española en Londres me hace sentir africano, pero africano rico, porque pagarla requiere un billetero abultado.

He vuelto a España confiado en comer mejor —y más barato— en los restaurantes, pero la vida consiste en que toda confianza se vea frustrada. Ayer, viajando hacia Extremadura, hicimos parada en Fraga para comer. Ya lo habíamos hecho en otras ocasiones. El restaurante Casanovas, en la misma carretera, ofrece un menú aceptable a un precio también aceptable. U ofrecía. El Casanovas es uno de esos locales pensados para bodas y bautizos que, cuando nadie ingresa en la grey del Señor o se casa, se reconvierten en mero local de comidas. Los camareros visten chaleco y pajarita, y los maîtres, trajeados, te atienden con acento de Fernando Esteso. En los amplísimos salones, los espejos multiplican tu figura y te permiten ver tu propia figura llevándote el tenedor a la boca desde ángulos insólitos. Todo es grande y alto y luminoso y vacío: uno de esos lugares que perseguían el esplendor en los años 70 y a los que, medio siglo después, el esplendor se les ha caído encima. La comida de ayer fue un horror: unas alubias de bote, demasiado saladas, flotando en un agüilla sin cuajo ni sabor, y entre las cuales uno alcanzaba a descubrir, si tenía suerte, algún mejillón también insípido; una dorada seca, destripada, llena de espinas y vacía de guarnición; y un flan de melocotón amarillo que, contra lo que su poético nombre sugería, tenía más de natillas que de flan (y de melocotón). Lo único que me consoló es que este bodrio habría costado en Londres cuatro veces lo que costó en Fraga. Pero es un triste consuelo.

La buena noticia es que hoy, en Madrid, he desayunado en un bareto del barrio de Salamanca un café con leche humeante, un zumo de naranja recién hecho y una caracola tierna como el beso de una novia por tres euros y veinte céntimos. No quiero ni imaginarme lo que habría pagado en un local como The Source. Habría chillado como las gaviotas.

4 comentarios:

  1. "Tierna como el beso de una novia "
    Te veo disfrutando de la caracola . Gracias y besos.

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  2. Muy bien así que Fraga es que con ese nombre...

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  3. Si es que ha vivido Ud. en un sitio raro de narices: mucha creatividad, mucho cosmopolitismo, que nos harán palidecer en algunos momentos. Bien, pero no hará en Albión ni una sola comida de orden. Así, se les ve a estos señores...que tienen poco lustre en la cara.
    Ahora que los papeles dan cuenta del fallecimiento de Juli Soler, a quien no tuve el placer, claro, pero que fue tan importante en elBulli como Adriá (no es que yo haya papeado alli, desde luego), creo que Juli, que parece ser tuvo un gran sentido del humor, hubiera sonreído leyendo esta entrada. Yo lo he hecho.
    (Tiene Ud. pagado un arroz).

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  4. Pues, Ángel, no pienso renunciar a ese arroz. Así que concertemos día, hora y lugar, como en los duelos antiguos, y allí estaré yo, tenedor en ristre.

    Abrazos.

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