Hace algunos días, apareció pegada en la pared del edificio donde se encuentra mi piso esta pintada: Don't let idiots ruin your day. Digo bien, pegada: alguien la había impreso en una hoja de papel y adherido con celo al muro. Solo decía eso, y así: sin firma y en inglés. Curiosamente, el papel siguió allí unos cuantos días, hasta que, arrastrado por las lluvias inclementes que han caído últimamente en Cataluña -y no me refiero a las políticas-, desapareció. Alguien debería estudiar las pintadas callejeras como un género literario. Un puñado de ellas se ha quedado grabado en mi memoria: en San Francisco, un vecino había puesto esta en la puerta de su garage: Don't event think of parking here. En Hoyos, alguien escribió a la entrada del polideportivo municipal: "No estamos muertos: solo somos sombras". En Sant Cugat, los implacables limpiadores municipales ya han borrado otra que decía: "Liberquién, igualdónde, fraternicuándo", que es como un micropoema vanguardista, muy adecuado para los tiempos que corren. Y luego está aquella que he visto reproducida en algún lugar, y que tanto nos interpela a todos: "Tu vida es una puta mierda... (y lo sabes)". En el caso de Don't let idiots ruin your day, pensé en el modo singular, tan volandero, de desplegarla, y, sobre todo, en su contenido: No permitas que los idiotas te arruinen el día. Es un mandato ceñidamente inteligente, porque la idiocia nos rodea por doquier, y uno ha de preservarse de ella como una ciudadela asediada. El mismo día en el que la leí por primera vez, leí también un cartel publicitario de un gabinete psicológico que ponderaba la necesidad de actuar "desde la sinceridad, desde la honestidad". Y me pregunté por qué se había extendido la idiotez de decir "desde" cuando, en ese contexto, en buen castellano, basta con decir "con": actuemos con sinceridad, con honestidad. Pero era una idiotez hacerse esa pregunta, porque la respuesta es harto conocida: cuanto más se retuerce la expresión, más eficaz creen los iletrados que es. Y esa metáfora implícita -volver territorio, lugar, lo que solo es actitud o sentimiento-, gratuita y rocambolesca, complace a los que creen que estirar lo dicho estira el significado, cuando lo único que estira es la imbecilidad. (Por no hablar del uso inadecuado, es decir, idiota, de "honestidad", que, otra vez en buen castellano, solo se refiere a lo que sucede de cintura para abajo; cuando nos referimos, como parecía hacer el letrero del psicólogo, a nuestro comportamiento ético de cintura para arriba, como individuos sociales y pensantes, debemos hablar de "honradez"). El mismo día, viendo las noticias por televisión, Josep Rull, el segundo de a bordo de Convergència, tras la autodefenestración de Oriol Pujol Ferrusola, decía, solemne, que había que "poner en valor" que Oriol hubiese actuado "desde la honestidad política" y dimitido de todos sus cargos en el partido. Y uno no sabía por qué desesperarse más: si por el encadenamiento de expresiones idiotas, que reflejaban un pensamiento idiota -o, mejor, un no pensamiento-, o por la contumacia en la disculpa de la corrupción, que llevaba a este nuevo preboste del nacionalismo catalán a considerar meritorio que el presunto corrupto hubiese dimitido, pero no criticable lo que le acusan de haber hecho. (La idiotez de Oriol, no obstante, podría ser un rasgo hereditario, a la vista del comportamiento de su padre, Jordi Pujol, uno de los héroes de la Transición, un tótem intergeneracional, una figura sagrada para los suyos y ejemplar hasta para sus adversarios, un gigante de la política cuya honradez e inteligencia se alababan sin descanso: un idiota, en realidad, que no ha encontrado el momento adecuado, en 34 años -23 de los cuales se los ha pasado dirigiendo la Generalitat-, para declarar un patrimonio oculto). La idiotez no solo nos asedia en la vida pública y en los medios de comunicación: también lo hace en la vida privada. Ayer mismo recibí un comentario (dos, en realidad: era tan largo que no cabía en un solo mensaje) a una entrada de mi blog remitido por un corresponsal anónimo que no era sino un monumento a la estupidez, aunque su perpetrador no dejase de alegar que "era cristiano, pero no idiota". No considerarse idiota suele ser una muestra de idiotez. El tono perdonavidas, tan de taberna española, se aliaba con el engolamiento hueco y las frases hechas, aunque lo que más me llamaba la atención era que creyera tener derecho a disputar conmigo por el solo hecho de discrepar de lo que yo hubiera dicho en el blog. Ese derecho no se posee: se merece. Y él, embozado y jactancioso, no lo merecía. Fue un placer, pues, deshacerme de esa muestra de idiotez por la alcantarilla del delete. Pero sería idiota no reconocer que el principal idiota que puede arruinarnos el día somos nosotros mismos. Si reflexiono con frialdad, me asombra la cantidad de veces al día en que me comporto imbécilmente. O no me asombra: el error nos constituye; el error es, casi siempre, la sustancia de nuestros actos. Quizá por esta convicción íntima de que vivimos en el barro de la tontería, para conjurarla o exorcizarla, escribí este poema de Insumisión, aunque quizá fuera una idiotez hacerlo:
Los incapaces de silencio: imbéciles. Los sojuzgados por su yo, a cuya animalidad imperiosa entregan sus horas y su energía: imbéciles. Los que tragan polvo tras una imagen de circonio y escayola, y se agreden por encaramarse a una paloma de la que tira un burro: idiotas. Los que rezan cinco veces al día, y dan siete vueltas a un meteorito, y creen que setenta huríes eternamente vírgenes les esperan para que gocen de sus cuerpos cuando ya no tengan cuerpo: más idiotas todavía. Los que se atrincheran en el uniforme para no enfrentarse al abismo de la desnudez: estúpidos. Los que gritan en estadios, o aplauden en platós, o votan en elecciones: borregos. Los que reprueban a quienes gritan en estadios, aplauden en platós o votan en elecciones: zotes. Los que se indignan con los elegidos en las urnas: mongólicos. Los que se indignan con quienes llaman «mongólicos» a los aquejados de síndrome de Down: cretinos. Los que creen que el amor es para siempre: memos. Los que creen en las palabras: los campeones de la estupidez. Las que se cubren de los pies a la cabeza para no excitar la impudicia del varón: burras. Los que escriben poemas para consolarse del mundo: majaderos. Los que sostienen que un poema que no se entiende es un mal poema: lerdos. Los que creen que las cosas existen más allá de la representación de las cosas: mentecatos. Los que opinan que decir las cosas crea o transforma las cosas: asnos. Los que están seguros de que ETA, con la complicidad del gobierno socialista, cometió los atentados del 11-M: retrasados mentales. Los que creen que el premio Planeta es un premio literario: tarados. Los que se alargan el pene, o se aumentan los pechos, o se agujerean las orejas o el clítoris: estultos. Los que escriben porque así satisfacen las expectativas de su padre, o redimen a su padre, aunque se condenen ellos: imbéciles redomados. Los que rebuznan nacionalcatólicamente en las covachas televisivas del filofascismo: subnormales. Los que, cuando se encuentran ante una opinión unánime, no sienten la obligación moral de discrepar: mamelucos. Los que predican la unidad de la patria, tanto si ya existe como si quieren que exista: pendejos. Los que berrean que los inmigrantes tienen la culpa, y los que se enfadan por que se diga que los inmigrantes tienen la culpa, o cualquier otra necedad: obtusos. Los responsables bancarios que han concedido hipotecas ciclópeas a inmigrantes con un sueldo exiguo y el aval de un familiar: criminales. Los inmigrantes que han suscrito esas hipotecas, sin saber qué era un aval, ni apenas una hipoteca: zoquetes. Los que dicen «el piloto se rompió su mano», como si pudiera romperse la de otro: analfabetos. Los que cometen la grosería del entusiasmo: badulaques. A los que les gusta Raphael, Belén Esteban, José Mourinho o José Luis García Martín: tarugos. Los que componen enumeraciones, con la esperanza de que las enumeraciones compongan el poema: tontos de capirote. Los que se afanan por adquirir seguridades, cuando la única seguridad es la muerte: beocios. Los que se van de putas: zopencos. Los que celebran la adhesión, la adscripción, la profesión, la doctrina, la certidumbre de la jefatura, el calor del establo: lelos.