Hoy me he citado con J. Jorge Sánchez en Laie. Queremos conocernos personalmente, después de varios intercambios de libros y correos electrónicos, y de habernos convertido en mutuos lectores de nuestros blogs. Jorge es un ejemplo de lo que decía Cortázar, y que a mí me gusta citar: la literatura es una red invisible, cuyos nudos somos todos (desde luego, no estoy seguro de que estas fueran las palabras de la cita; así es como la ha conservado, o reelaborado, mi memoria), y, a veces, esos nudos asoman a la superficie. La primera noticia que tuve de Jorge fue su libro Filosofía de la minucia, publicado en la colección de poesía de Bartleby Editores, aunque antes ya había dado a conocer Del Tercer Reich, en Germanía. Luego me habló de él Virginia Trueba, mi directora de tesis doctoral, que es amiga suya, y Jorge me envió un manuscrito para DVD Ediciones. Por desgracia, el libro, aunque excelente, no pudo publicarse en un sello acosado ya por las dificultades que determinaron su cierre. La prueba de su calidad es que vio la luz, no demasiado después, en otra editorial muy digna, Luces de Gálibo: se trata de Las vidas de las imágenes, del que he dado cuenta en esta bitácora. Por fin, tras un acercamiento digital, motivado por las sucesivas coincidencias y las lecturas mutuas, acordamos ponernos cara, o más bien gestos, voz -puesto que las caras ya aparecían en nuestros respectivos blogs-, en un encuentro en Barcelona, cuando yo estuviese en la ciudad. Fui caminando al lugar de la cita: me apetecía estirar las piernas, después de pasar otro día sentado. Atravesé el barrio que fue mío durante diez años, las calles por las que paseaba con mis hijos pequeños, los lugares visitados cuando era joven, pobre y feliz. Advertí muchos cambios y un acendramiento: el del carácter gay de la zona, llena de locales de todo tipo para homosexuales y lesbianas. Las banderas arcoíris se suceden, como brochazos de color en las fachadas, y los locales de ropa exhiben maniquís musculosos, y con opíparos paquetes, en los escaparates. También han desaparecido los puestos de venta de libros de segunda mano de la calle Diputación, detrás del edificio viejo de la Universidad, que crecieron cuando allí los estudiantes mercaban con sus catones y sus manuales, pero que luego fueron languideciendo hasta que ya solo vendían tebeos o revistas pornográficas. De estar ocupado todo el tramo de calle por aquellos chiringuitos, en los últimos años solo quedaban dos, que se resistían al rescate de la concesión de que disfrutaban por parte del ayuntamiento, y, más tarde, solo uno. Cuando paso hoy por el lugar, ese último está vacío, en trance de demolición. En la calle Muntaner, 38 -ese domicilio que es también el título de una gran novela de José Antonio Garriga Vela, y donde él mismo vivió- se ha colocado una placa de mármol que recuerda que allí estuvo el taller compartido de dos próceres del Modernismo: Santiago Rusiñol y Enric Clarasó. También han eliminado los agujeros de bala que aún había en la fachada, y que recordaban algún atentado o fusilamiento de los años de plomo de la ciudad o de la Guerra Civil. Algunos lugares, y algunas personas, están imantados por la historia, y concentran vicisitudes sin cuento; otras, la inmensa mayoría, pasan por ella como las gotas de lluvia: anónimas e iguales a todas, sin dejar rastro, sin pervivencia alguna, excepto la humedad infinitesimal de su caer. Observo también que casi todos los lugares que me eran queridos han desaparecido, como la heladería del chaflán de Muntaner con Diputación, uno de aquellos rincones de azulejos lisos, azules y blancos, en los que una señora con mandil de blondas servía granizados, orchatas y mantecados de corte, y que parecían salidos de algún NO-DO. Allí íbamos casi todas las tardes, cuando apretaba el calor, para refrescarnos y, de paso, para charlar con la señora. En su lugar hay ahora un restaurante árabe. Como llego a Laie con alguna antelación, me entretengo mirando libros. Pregunto por uno sobre la Guerra de Secesión americana, un tema que siempre me ha interesado, de Fernando Martínez, en Sílex; y también si tienen algo de Patrick Leigh Fermor. Es un autor al que no he leído nunca, pero en cuya excelencia insiste Jacinto Antón, y, como admiro a Antón, no es difícil que su admiración por Fermor para a ser también la mía. (Aunque todavía recuerdo los enormes fiascos que me ha supuesto confiar en el criterio literario de otros escritores admirados: James Salter, por ejemplo, de quien, incomprensiblemente, se hablan maravillas, me parece un tostón intragable). No tienen el libro de Martínez ("problemas de distribución", me dice el encargado; eso quiere decir que no habrá manera humana de hacerse con él), pero sí varios de Fermor. Me quedo con el volumen que reúnen sus dos mejores títulos, según Antón, El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua, en RBA, a pesar de su precio: 30 eurazos. Y está en rústica. Nunca había percibido la carestía de los libros en España hasta que he comprobado su baratura en otros países, como en Gran Bretaña, donde este precio sería un disparate: buenos libros en tapa dura, en buenas editoriales, cuestan allí menos. Mientras hojeo los volúmenes de Fermor, antes de decidirme por su bilogía, oigo a un cliente dirigirse al mismo dependiente que me ha atendido a mí. Le pide algo de Fonollosa, y, automáticamente, levanto las orejas, porque Fonollosa fue una de las grandes -y mejores- apuestas de DVD Ediciones: el segundo libro de su colección. Cuando el librero le responde que los títulos de este autor están agotados o descatalogados, el cliente se desahoga con una soflama poético-político-lingüística: "Claro. Fonollosa es uno de los mejores poetas que ha habido aquí, pero sus libros no se pueden encontrar, porque como escribía en castellano...". Estoy por decirle que DVD ha cerrado y que, al menos en lo que respecta a Sergio Gaspar y a mí, no hay confabulación ninguna, sino mera clausura del negocio. Tampoco sé si es "uno de los mejores poetas que ha habido aquí", porque aquí, sea lo que sea aquí, ha habido muy buenos poetas, pero es verdad que Fonollosa es un autor sobresaliente, y también que los poderes públicos en Cataluña prestan tanta atención, y tanta ayuda, a la poesía escrita en castellano como a la compuesta en quechua. Jorge llega por fin, y nos sentamos en la terraza de la librería. No estoy seguro de que haya sido una buena decisión: las sillas, de hierro, son mucho más estrechas e incómodas que las del interior, y, además, hace calor; dentro, en cambio, hay aire acondicionado. Además, un rayo impertinente de sol, que se cuela por entre los toldos, barre como un láser la terraza y llega fatalmente a nosotros: nos golpea entonces los ojos y se aferra a la ropa, que se humedece de sudor. Esperamos que el rayo pase, pero entonces constatamos la lentitud del tiempo: no pasa; sigue enganchado a nuestras pestañas, como si su único trabajo fuera cegarnos. De lo primero que hablamos con Jorge, e ignoro por qué, es de nuestras respectiva drogadicciones: ansiolíticos, hipnóticos, melatonina. Parecemos Woody Allen. Jorge me cuenta que ha dejado de leer periódicos por prescripción facultativa: las noticias le generaban tal angustia, o tal encendimiento, que los médicos le han aconsejado no leerlas. Curiosamente, me cuenta, uno de los libros que hizo que empezase a escribir poesía, hace años ya, es El día que dejé de leer "El País", de Jorge Riechmann. Está claro que Jorge y la prensa no hacen buenas migas. Las horas del encuentro se van en relatos: de mi paso por DVD, de su actividad como liberado sindical en educación, de nuestros mutuos proyectos literarios. También me llama la atención que alguno de sus poetas más admirados sea alguna de las personas que más detesto. En realidad, sus gustos y los míos difieren bastante, pero eso no nos impide comunicarnos con cordialidad, quizá porque nuestro estar en la poesía, nuestra actitud ante el hecho estético, sí es el mismo, y eso hace que aceptemos sin conflicto, sin enemistad, las discrepancias. Me pregunta, con verdadera curiosidad, cómo lo hago para sobrevivir en la sociedad literaria, y luego señala que, por lo que me ha leído, parezco capaz de desenvolverme en ella y, a la vez, de sobrevolarla, esto es, de distanciarme de sus fangos y pesadumbres, y de analizarla críticamente. No sé si lo que dice es cierto, pero me interesa y, sobre todo, me halaga. Es verdad que siempre he pretendido no ser un títere de esa sociedad, no abandonarme a sus exigencias ni a sus indignidades, aunque sea imprescindible conocer sus reglas de juego y saberlas utilizar en tu provecho, si quieres ser leído, que es lo que queremos todos los que nos dedicamos a esto. Cada vez valoro más la normalidad en los escritores, aunque eso quiebre algunos mitos románticos de los que también participamos todos: que sean personas antes que personalidades; que sean ciudadanos y no bohemios genialoides o arrebatados; que sean, simplemente, seres humanos que escriben. Si uno no se deja absorber por el reclamo de un mundo podrido de envidias y vanidades, quizá sea capaz, sin proponérselo, de una forma natural, de apreciar ese mundo como se aprecia cualquier otro, con sus encantos y su repulsión. Me despido de Jorge en el Paseo de Gracia, y me encamino a casa. En la placeta hispóstila del metro de Plaza de Cataluña, tres músicos atacan "El verano", de Las cuatro estaciones, de Antonio Vivaldi. Visten como si acabaran de salir de un after, y también tocan como si hubiesen salido de él. Sin embargo, Vivaldi sobrevive, y sus notas prodigiosas inundan el sombrío auditorio como si un millón de mariposas hubiera entrado en una cárcel.
Pese al poco acierto en escoger el exterior y el maldito rayito de luz fue una media tarde francamente agradable. No necesité ansiolíticos ni antes, ni durante, ni después. Un abrazo.
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