Si la literatura nos ha de acercar a la
vida, mucho más que la propia existencia, tan dada a extraviarse en las trochas del
tedio y la inadvertencia, uno de los momentos de mayor intensidad que me ha proporcionado
fue la lectura de un pasaje en apariencia insignificante del Diario de Samuel Pepys, aquel
funcionario rijoso –pese a sufrir de cálculos en el tracto urinario– y
moderadamente corrupto que creó, entre 1660 y 1669, uno de los mejores frescos
jamás escritos sobre la vida en Londres y, por extensión, en cualquier
metrópoli. En una entrada de su minuciosa relación –compuesta en una jerga de
su invención, para ocultar sus escarceos con mujeres ilegítimas y las prácticas
venales del Almirantazgo–, Pepys se describe escribiendo, solo, de madrugada.
Por la ventana aún no asoma la primera luz del día, y entra un aire fresco,
insólitamente benigno. Y, de pronto, mientras él sigue componiendo su relato
–que es, en realidad, un metarrelato–, por esa misma ventana oye un grito: el
del lechero que ofrece por las calles su producto; un lechero solitario, como
él, que arrastra el carro con las cántaras, y que saluda, con su trabajo tan tempranero, la inminencia del día. Nada más contiene la descripción: es el
daguerrotipo diáfano de un hecho minúsculo, pero candente de vida, desbordante
de inmediatez, tan audible al ser leído como lo fue al ser escrito. Yo lo oí,
y, al oírlo, viví con pasmosa exactitud lo que Pepys había vivido: los postigos
desembarazados, la oscuridad ya gelatinosa, la voz del lechero que interrumpe el
pensamiento que quiere constituirse en frase, la soledad de quien, con el frío
de la mañana, se siente respirar, latir, la soledad de quien percibe el mundo;
la vida, en fin, imponiéndose, con la fuerza inverosímil de su materialidad. Algo
parecido me acaba de suceder con otro escritor, mucho menos conocido que Pepys,
pero íntimamente vinculado asimismo con Inglaterra: Giuseppe Baretti, un
turinés establecido en Londres en 1751, donde moriría –de un ataque de gota– en
1789. Baretti se pasó la vida huyendo de su inteligencia, esto es, escapando de
quienes querían castigarlo por que hubiese utilizado su inteligencia para
ridiculizarlos. Aficionado al escarnio y a la crítica literaria, que en él se
convirtieron en actividades indisociables –fundó una revista de crítica con el prometedor
título de El Zurriago Literario–, y
con el aplastante pragmatismo de la cultura anglosajona que lo había acogido, zahirió
a poetas, eruditos, libreros, traductores, políticos y hasta reyes, y mucha de
su deambulación por Europa no tuvo otro fin que sustraerse a la inquina de los
zaheridos. Pero Baretti también fue un traductor y lexicógrafo sobresaliente –autor
de un diccionario inglés-español, en 1778, que ha sido base de todos los posteriores–,
un escritor meritorio y un viajero irreductible, que en 1770 publicó Viaje de Londres a Génova, a través de
Inglaterra, Portugal, España y Francia, en el que daba cuenta,
epistolarmente, de los dos viajes que había hecho a su país natal en 1760 y
entre 1768 y 1769. Su relato se publica ahora, por primera vez en castellano,
en Reino de Redonda, con pulcritud británica y la inmaculada traducción de
Soledad Martínez de Pinillos Ruiz. En la carta XLVII, Baretti se acerca ya,
desde Estremadura, a Talavera de la
Reina: le regocija el paisaje, porque abundan las piaras de cerdos, todo
negros; de pronto, advierte una elevación: Oropeza
es la «villa que da nombre a esa cuesta o
colina», y en el castillo que la preside vive la condesa del lugar, «con gran
esplendor [de] dueñas, criadas, capellanes, secretarios, pajes y por lo menos
cien criados de librea». Quiere visitarla, para «ser testigo del fausto
guardado por una condesa española cuando está en su mansión campestre», pero
sus caleseros lo disuaden, porque no conviene perturbar el retiro de una dama
tan provecta y principal. Baretti anota entonces: «Desde las ventanas del
castillo se domina una vasta perspectiva». Y así es: desde el parador que hoy ocupa
la residencia de aquella remota condesa, se contempla la extensa planicie por
la que discurre el Tiétar, y que agoniza a los pies de la Sierra de Gredos,
salpicada de campos de labor, embalses, dehesas y bosquecillos, y sobrevolada
por los gavilanes. Siempre que me detengo a comer en Oropesa, camino de Estremadura, admiro esa dilatada plenitud, recorrida por las venas azules del
agua y la urdimbre esmeralda de los árboles. A partir de ahora, lo haré con los
ojos de Giuseppe Baretti, aquel escritor inclemente que vio ese mismo paisaje,
con igual admiración que yo, hace 253 años.
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