Para ir a casa de mi madre, he de coger los ferrocarriles de la Generalitat y luego el metro. No hay día en que, en los primeros, no haya uno o varios mendigos implorando nuestra caridad. Siempre ha habido mendigos, claro, pero, de un tiempo a esta parte, se han convertido en un elemento fijo del paisaje, en unos viajeros más. Algunos intentan dar a su presencia una pátina de actividad o intercambio mercantil, y dejan en los pretiles de las ventanillas un paquete de pañuelos de papel o una baratija -el otro día, uno ofrecía pulseritas con la bandera de España-, junto con un mensaje en el que exponen su situación y solicitan la voluntad. Otros solo piden. Hay uno, creo que rumano, que lo hace con un desgarro sobrecogedor. La primera vez que lo oyes, crees que está al borde del suicidio: las inflexiones de su ruego son las de las plañideras de la tragedia griega; chilla con el tono tajante pero quebradizo del que está a punto de romper a llorar; sus concordancias apenas existen, lo que añade a la desesperación del planto el vejamen del extranjero en tierra extraña; y nunca deja de insistir en los elementos afectivos del mensaje: "muchas gradsias", por ejemplo, o "senior, seniora", que repite a cada frase, con tal obsesión que, de su melopea desgarrada, uno solo acaba oyendo el "senior, seniora". Recorre el vagón de cabo a rabo, aullando la súplica, y, si se para a tu lado, parece como si buscara consuelo en ti, como si te interpelara directamente, alguien a cuya madre la hubiesen echado a una pira, a cuya mujer, violado hombres y perros, y a cuyo hijo, arrancado la cabeza y orinado después en ella. Te remueves con incomodidad en el asiento y finges hacer lo que estés haciendo con abstracción absoluta: si lees, como yo siempre hago, te aferras a la lectura sin mover una pestaña, como si el texto te absorbiera con una fuerza irresistible. Pero la segunda, la tercera o la cuarta vez que coincides con él y escuchas el mismo alegato, proferido con idéntica exasperación, entiendes que no responde a un dolor verdadero, sino que es solo una actuación, soberbia, pero una actuación. El hombre la repite en cada vagón de cada tren, todos los días, como un productor industrial. Y lo pasmoso es que sea capaz de hacerlo con esa voz terrible, angustiada, con esa, en apariencia, genuina desesperación. Ayer, justamente, acabó su recorrido al lado de mi asiento, en un extremo del vagón, un poco antes de llegar a la siguiente estación: le había sobrado algo de tiempo. Me fijé en él: era gordo y simiesco, de rasgos oscurísimos. Nos miraba a todos con la expresión del jornalero cansado, sin asomo ninguno de lágrimas, y con una uña negra se hurgaba en los dientes desguazados. Cuando se abrieron las puertas, salió sin prisa y reanudó su perorata en el vagón de al lado. A la entrada de la parada del metro de Plaza de Cataluña, solía colocarse también otro mendigo, al que veía casi todos los días cuando trabajaba aquí. Este era también muy insistente, aunque con un mensaje mucho menos elaborado: "Una moneda, por favor, una moneda". Lo repetía todo el día, todos los días. Y, sobre todo, lo hacía sin el desgarro estremecedor del rumano ferroviario. Había algo de burocrático en aquel pordiosero: iba en silla de ruedas, y su acento permitía intuir alguna deficiencia mental. Se apostaba en la sala hipóstila de la estación y soltaba su melopea numismática, pero, cuando llegaba el mediodía, interrumpía la prédica, se calaba unas gafas, que le daban una aire levemente intelectual, sacaba una tartera de los bajos de la silla y se ponía a comer. Al acabar, recogía con cuidado los trastos y seguía pidiendo. Era un oficinista de la indigencia. Hoy no está; de hecho, llevo días sin verlo. En su lugar reparo en un repartidor de folletos cristianos. Es otro que pide, a su modo. Joven, alto, delgado, luce en todo momento una sonrisa beatífica. Está iluminado por Dios, confortado por su misericordia, y eso le permite mantener la alegría aun cuando casi todos los que pasan desdeñen su ofrecimiento. Hay que ser muy idiota para encerrarse en una convicción absoluta que reduce el mundo a la persecución del semejante para que la comparta. Yo tampoco me paro, desde luego, pero estoy tentado de decírselo: "Dios no existe: es solo la creación de las mentes necesitadas como la tuya. El que se traga estas paparruchas, mitos caligrafiados por pastores palestinos hace 2.000 años, tendría que ir al médico". Aunque estoy seguro de que solo sonreiría ante mi desplante y sentiría piedad por mí, pobre oveja descarriada y sin el consuelo del Señor. Cojo, por fin, el metro, y me paro, sin advertirlo, delante de otra perturbada. Cuando entro, no dice nada, pero, en cuanto el convoy se pone en marcha, empieza a hablar, muy alto. Es una mujer mayor, también rumana, me parece, que guarda una enorme bolsa blanca entre las piernas. Tiene el pelo blanco, la piel morena y la nariz afilada. Su discurso es incoherente, pero su incoherencia resulta creativa. La mujer practica el automatismo psíquico, y su castellano titubeante contribuye eficazmente al delirio. El objeto de sus quejas tiene que ver, vagamente, con medicinas y médicos: "Yo quiero ir vida pero ellos no dar arriba muerte solo vida yo en casa siempre sombra cuando hablo ellos escuchan casi siempre yo hablar la verdad pero qué hago que no están que no muero en casa en escuchar hacer no es por qué por qué médico viene y estoy abajo y siempre arriba cuando yo puede ellos no saben saber es suyo pero yo ayuda con vida con muerte...". Mientras barrunta sus surrealidades muy reales, miro a los demás viajeros. Todos hacen como si no pasara nada; de hecho, no pasa nada: es solo una demente que despotrica. Pero sí pasa: una loca nos enfrenta a su locura, a nuestra locura cotidiana, en lo más abyecto de la rutina. Algunos siguen enfrascados en el móvil; otros -muchos menos-, en un libro o un periódico; otros más aparentan escuchar música; hay, en fin, quienes no hacen nada, y se limitan a mirar, con ojos perdidos, un punto indeterminado del espacio. El discurso de la anciana reverbera en todo el vagón y se mezcla con el estruendo de sus motores, con lo subterráneo del mundo. Cuando me bajo en Rocafort, siento un extraño alivio. Aunque haya de atender a mi madre, que, veinticuatro días después de la operación, sigue sin poderse mover apenas.
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