Gata, en realidad. Se llama Miel. Es un nombre un poco cursi, pero es el que le dieron en el refugio en el que estaba acogida. Es una gata europea, de un gris atigrado en el lomo y blanca en el vientre, que es un poco pendulón, como si hubiera parido y aún tuviese los tejidos dilatados. Pero no ha parido ni podrá hacerlo nunca: está esterilizada, por suerte. Recuerdo, en Azanuy, aquellas camadas ingentes que parían las gatas de los vecinos, y de los que estos no encontraban mejor forma de deshacerse que tirarlos al río. Y no lo hacían desde la orilla, con fúnebre discreción, sino desde el puentecillo que había a la salida del pueblo, para que el ahogamiento fuese también un espectáculo, una ordalía gatuna. Al agua caían los cachorros, que, sin pelo, parecían renacuajos grandes, pero, a diferencia de estos, no nadaban: se hundían como castañas en las profundidades negras del Sosa. Miel es bastante miedosa. Le cuesta coger confianza. En sus primeros días en casa, buscaba siempre el refugio de una sábana, de una colcha, bajo la que esconderse. Uno veía un bulto, levantaba la ropa y allí estaba el minino, recogido con un caracol: sus ojos verdes fosforescían. Con los gatos uno comprende muy bien el mecanismo defensivo de las pupilas: durante el día, a plena luz, se les encogen, hasta dibujar una brevísima raya en el centro del ojo, como unos signos de abertura y de cierre de un paréntesis muy juntos, abrazados. De noche, esas líneas se abren, se dilatan, hasta que la negrura que contienen inunda todo el globo ocular. Lo que por la mañana es un hilo, por la noche es una pelota de obsidiana. Su carácter huidizo nos hizo también temer que se escapara. De hecho, una vez lo hizo, aunque no llegó a la calle: encontró la puerta de la terraza abierta, salió y, por un pasadizo que la conecta con la de nuestros vecinos, pasó a la casa de al lado. Allí la divisé, desde nuestro balcón, junto a su bandera independentista. Parecía muy cómoda junto a la estelada, pero yo estaba nervioso. La llamé varias veces, aunque no sé para qué lo hacía, porque los gatos no atienden a las llamadas: ellos van siempre a donde les da la gana. Nos estuvimos mirando, como dos pistoleros a veinte pasos de distancia, a la espera de que alguno desenfundara. Los grillos chirriaban; la luna lucía. Por fin, y de repente, Miel vino corriendo, pero no se detuvo a mis pies, sino que se metió a toda velocidad en casa. Para evitar estas excursiones que podrían acabar en la muerte del animal (Miel ha nacido y crecido en cautividad: no sabe cazar, y, si se fuera, se moriría de hambre), cerrábamos todas las puertas y ventanas de la casa. Pero llegó el verano, y la casa, sin ventilación, era un horno: tener un gato nos iba a asfixiar. Ahora hemos descubierto la manera de abrir las ventanas sin que el minino se marche: interponiendo obstáculos -persianas, mallas-, que la gata nunca intenta salvar. El peligro, pues, parece haberse conjurado, aunque hay que seguir vigilante. En los movimientos de Miel hay un vestigio del deambular del depredador por su territorio de caza. Pero solo un vestigio. La gata se adentra en los armarios (y hay que tener cuidado con no cerrarlos inadvertidamente, para que no quede lapidada como en un cuento de Poe); olisquea en los estantes; salta a las mesas, otea el horizonte doméstico y luego vuelve al suelo; se enreda en las piernas de unos y otros como si fueran raíces de un baobab. Y todo lo hace con una pulcritud extraordinaria: aunque salte a una mesa llena de cachivaches, no tocará nada, salvo la superficie por la que camina. Ayer brincó a donde yo estaba trabajando, y se paseó por entre los libros de Whitman, la botella de cerveza, el teclado del ordenador, los lápices, el mando del aire acondicionado y la fotografía enmarcada de Mónica Bellucci, sin rozar la nada, como una serpiente vertical. Los felinos son animales curiosos, aunque con poca memoria: cada día examina los mismos lugares, los mismos rincones, con un interés que no parece decrecer. Cuando no está patrullando, está tumbada: a veces de costado, a veces sobre las cuatro patas. Se la puede encontrar así en cualquier parte: en el reposabrazos de un sillón; en el asiento de ese mismo sillón; en la cisterna del váter; en la mesa de la cocina. Te mira, con una impasibilidad infinita, y uno se pregunta: ¿en qué estará pensando? En esas muchísimas horas -casi todas- en que un gato doméstico no hace nada, salvo contemplar filosóficamente el mundo, ¿qué ocupa su mente? ¿Y qué diversión encuentra? Miel no parece entusiasmada por entretenerse: de vez en cuando afila las uñas en el rascador (y, ay, en el sillón); en otras ocasiones se dedica, con mucha aplicación, pero infructuosamente, a perseguir a una mosca que ha entrado en casa y que se empeña en posarse en su hocico: la gata la examina con la misma fijeza con que nosotros escrutaríamos a un homúnculo, y luego le lanza zarpazos, e incluso bocados, que son como arabescos en el aire, cenefas inútiles. Pero, aparte de estas raras actividades lúdicas o cinegéticas, no reclama juegos, no se procura ocupaciones. Y no parece infeliz. Quizá deberíamos seguir más su ejemplo, y no esperar tanto de la vida: solo una molicie constante, próxima, acaso, al nirvana. Pero Miel sí busca algo con frecuencia: la caricia. Ha desarrollado la costumbre de brincar al sofá del comedor cuando nos sentamos a ver la televisión, para que la acariciemos. Ahí arquea el lomo, yergue la cola como un lemur (y la menea: no solo los perros mueven el rabo, aunque el movimiento de los felinos no es desenfrenado, como el de estos, sino sinuoso, aristocrático) y se deja tocar, es más, exige que la sobes. A mí suele aposentárseme en el regazo, y yo consiento en satisfacerla. Hay que tener cuidado, claro, con la posición de las garras, porque se excita con el gustirrinín que le das y araña lo que tenga a mano, y nunca mejor dicho; y lo que tiene a mano, en esa posición, es tu tripa, o un testículo. Pero, salvada esa dificultad, le froto la cabeza, le rasco la nuca, le peino el lomo y, lo que más le gusta, le acaricio el cuello y la cara. El animal tira la cabeza para atrás, para que pueda hacerlo cabalmente, y, mientras lo hago, ronronea: suena como un motorcito. La cercanía de los gatos no produce ninguna repulsión: a diferencia de los perros, que pueden oler a mofeta, los gatos no huelen; tampoco babean, como los canes; sueltan pelo, sí, pero no más que estos. Los gatos comen siempre en el mismo lugar, y orinan y defecan también en el mismo lugar, que es otro distinto, y muy alejado, del primero; los perros regalan su abono donde les aprieta la necesidad y son capaces de tragar cualquier cosa en cualquier parte, con grande esparcimiento de migas, restos y saliva. Los gatos se duchan con lengüetazos delicados; los perros se limitan a olerse el culo y lamerse la vulva o el capullo, y con esa misma lengua te chupan después la boca. Los gatos, en fin, no roen cosas; los perros, sí: uno que tuvimos en casa, cuando Pablo se dedicaba a cuidarlos, se zampó Don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez. Sin embargo, y pese a la facilidad con que se nos entrega en estas ocasiones, los gatos son difíciles de apresar: ellos hacen siempre su voluntad. Así como los perros se subordinan siempre a nuestros deseos, y son capaces de saltar a un precipicio si se lo ordenamos, los gatos hacen que nos subordinemos siempre a los suyos. Si Miel no quiere que toque ese lomo que otras veces me rinde con prodigalidad, no habrá forma humana de que lo toque. Lo cual, por otra parte, nos supone una batalla diaria, que en ocasiones alcanza dimensiones de enfrentamiento épico, de conflicto universal. Porque Miel tiene otitis: se la dieron así a Pablo. La encargada se limitó a decirle, sin darle mayor importancia, que había que ponerle unas gotas antibióticas cada doce horas, y lo despidió jovialmente. Pero, cuando fue a hacerlo en casa por primera vez, descubrió que, para ponérselas a la gata, había de contar con la colaboración de la gata, y que Miel no había descubierto, ni parecía proclive a descubrir, los beneficios de los antibióticos. Ahora somos necesarios los dos. Uno se acerca a ella intentando no levantar sospechas, cuando está dormitando en algún rincón, para atraparla antes de que se desencadene la tormenta, pero casi nunca consigue inmovilizarla: el animal, receloso del infrecuente abrazo, se escurre entre los dedos. Luego entramos en una inevitable espiral de violencia: Miel ya ha averiguado que no la queremos para regalarle zalemas, sino para algo muy desagradable, y pone su máximo empeño en no ser capturada. Y es muy difícil atrapar a un gato que no quiere ser atrapado: su cuerpo se convierte en un obús resbaladizo y, cuando es detenido, en una máquina de matar: ayer conseguí envolverla en la funda en la que se escondía, pero con eso solo logré enfurecerla, y esos miembros de andares tan elegantes, esa bola de pelo suave, esa conjunto de huesos y articulaciones amabilísimos, se transformó en un a trituradora de bufidos, zarpados y hasta mordiscos. Por fin, con mucha paciencia, conseguimos arrinconarla en un armario, y entonces Pablo, que se había puestos los guantes de esquiar y un jersei muy gordo, maniobrando con el tiento de un desactivador de explosivos, logró envolverla toda, menos la cabeza, en una toalla: si no puede mover las patas, queda inerme. La llevamos así, como un canelón, a la mesa del comedor, y le pusimos las gotas. O eso creemos, porque, a cada instilación, sacudía con violencia la cabeza, y el líquido se esparcía por todas partes. Pero repetimos la operación varias veces, y algo debe de haberle quedado. Su mirada, en el trance, era la de un león atrapado en una trampa para leones: el verde de sus ojos era fuego verde. Luego, cuando la soltamos, fue a ovillarse en un rincón, y allí permaneció, a oscuras, con las orejas gachas y pringosas, el resto de la tarde. Cuando nos acercábamos, ya no nos miraba como si fuera a comérsenos, sino con una expresión pocha, con la melancolía del torturado. ¿Cómo habéis podido hacerme esto?, parecía preguntarnos. Ahora ya se deja acariciar otra vez, pero dentro de unas horas habrá que repetir la operación. Yo ya estoy velando armas.
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