Ricardo Hernández Bravo es un excelente poeta y, lo que es más importante, una excelente persona. Reúne lo mejor del espíritu canario: es amable, alegre, generoso, hospitalario. Lo conocí hace casi veinte años, en un congreso de jóvenes escritores celebrado en Alcalá de Henares, que fue irrelevante en lo literario, como suelen ser estos encuentros, pero muy fecundo en lo personal: allí conocí también a otras personas que han sido, y siguen siendo, importantes en mi vida, como Marta Agudo y Agustín Fernández Mallo. Desde entonces, nuestra amistad se ha sobrepuesto a las enormes distancias -Ricardo vive en La Palma y yo, ahora, en Londres- y los enormes silencios que esas distancias suelen inspirar, valiéndose de una sensibilidad muy próxima, de intereses literarios comunes y de encuentros ocasionales, pero, quizá por eso, por su infrecuencia, vividos con una intensidad singular. Recuerdo con mucho placer las dos veces que Ricardo me invitó a su isla para presentar sus libros, uno de los cuales, La tierra desigual, lleva un prólogo mío: allí conocí a su padre -a quien le desperté un interés insospechado por la poesía de su hijo cuando dije que la poesía que escribía Ricardo "tenía tetas"-, a sus amigos, y a cosas que constituían su vida y que nutrían su memoria: su finca de aguacates, sus esculturas de madera -que no tallaba, sino que seleccionaba en el campo, ya talladas por la naturaleza, y colocaba en un peana; una de ellas, que parece una cabeza, de una simplicidad y, a la vez, una hermosura sobrecogedoras, adorna mi biblioteca en Hoyos-, el volcán cuya erupción recordaba haber visto de niño. Algo que siempre me ha fascinado de Ricardo es su indeclinable amor por la poesía, y su tenaz batalla por practicarla y defenderla. Los poetas canarios sufren con fiereza el alejamiento -físico y, en parte, intelectual- del centro literario y padecen como nadie las dificultades de la distribución. Y un poeta palmero, situado en el extrarradio del extrarradio, acusa doblemente esa marginalidad. Pues bien: Ricardo actúa y escribe (poesía, pero también cuentos) como si esa distancia abrumadora no existiera, como si la literatura fuera un premio diario, como si se justificara por sí sola, pero también como si hubiera que invocarla sin descanso, como si fuera inmune al desánimo o la ajadura (o como si ella nos hiciera inmunes a la desesperación). Apenas le he oído quejarse nunca, y su obra no deja de progresar. Copio un poema de un libro bellísimo, Alas de metal, publicado en 2008 por Baile del Sol:
Dispara el que se pega con las horas,
el que se acelera contra la velocidad.
El que se embulla aún
y recobra su fiel descompostura,
el tiempo de ir a brincos por los charcos,
el tizne inmaculado de lo inútil,
lo que brota en alegre regajero
y apacigua su angustia,
y acompasa los flujos.
Ricardo es también profesor, y, sabiendo de su personalidad y de su entrega, uno siente envidia de sus alumnos. Ayer mismo recibí otra prueba de su pasión. En el buzón encontré un ejemplar (no sé cuántos habrá, porque no viene numerado, pero me imagino que muy pocos) de Haikús del almendro en flor, una pequeña antología de estos poemas japoneses hecha por sus estudiantes del IES Puntagorda. Pero, maravillosamente, los alumnos no se han limitado a escribir los textos, sino que han compuesto las ilustraciones que los acompañan -reminiscentes todas ellas de un árbol que ha sido esencial en la economía y, hoy, en el paisaje del municipio de Puntagorda- y hecho materialmente el libro, que viene encuadernado en cartón, reutilizado, cortado y pintado a mano. Sin embargo, Haikús del almendro en flor no es una mero trabajo de instituto, aunque, si solo fuera esto, ya sería muy importante: es un libro publicado en la colección Cartonera Island Poesía, una imaginativa iniciativa de los poetas Carlos Bruno Castañeda y Ernesto Suárez, bajo una licencia Creative Commons. Lo leí anoche, nada más recibirlo, y disfruté, otra vez, de un género -si es que el haikú es un género- que yo mismo he traducido y practicado, y que no agota nunca su capacidad para maravillarnos. Observé que la página central del libro está grapada al revés, pero ese error le da al volumen aún más personalidad: como pasa con los sellos defectuosos, incrementa su valor. Este haikú ha escrito Tania Martín Díaz:
Almendro aislado
en el cercado seco:
¡todos te miran!
Y este, Tania Tirado Rodríguez:
Almendro en flor:
doce flores en ti
como las horas.
Y este, Yefrey Rodríguez Pérez:
Almendro seco:
pasa de largo el viento
sin una flor.
Los leo, y siento la caricia del aire salobre y de las flores blancas, como si estuviera en La Palma. Los Haikús del almendro en flor transmiten inteligencia y paz.
Asombroso.
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