Canet d'Adri es un pueblecito de Girona, en el que viven Christian Tubau, su mujer, Natalia, y sus hijos, Naim y Kai. Christian y su familia tienen una larga historia de retiro y apartamiento, aunque ambos provengan (o quizá por provenir) de lugares muy populosos: él nació en Badalona, una población aledaña a Barcelona, de más de doscientos mil habitantes, y ella, nada menos que en Nueva York. Primero moraron en Greixa, otro pueblo catalán, "a dieciséis leguas de Barcelona, con buena ventilación y clima saludable", que tiene "tres casas reunidas y cinco diseminadas", según el Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar, de Pascual Madoz -la descripción no ha cambiado mucho desde la publicación de este, a mediados del s. XIX-. Luego se fueron tres años a Vermont, en los Estados Unidos, donde habitaron una casa en el bosque y el clima era tan recio que los carámbanos que se formaban en invierno no pendían del tejado, sino que llegaban hasta el suelo y la enrejaban: para salir había, pues, que romper aquellos barrotes descomunales y abrirse paso por una nieve que llegaba al colodrillo. Por fin, volvieron a España, con un hijo y otro en camino, y se establecieron en Canet d'Adri, de poco más de 600 habitantes, en una llanura elevada, presidida por la mole del Rocacorba, de casi 1.000 m. de altura. Para llegar a su casa, atravesamos las llanuras cerealísticas de la región y arboledas mediterráneas, en las que predomina la encina. Es una zona de tradición agropecuaria, pero en la que se advierte la afluencia del dinero: chalés acomodados salpican el boscaje; las carreteras están en un estado excelente; en los pueblos abundan los restaurantes y los alojamientos rurales; la gente desfila con sosiego y confianza, a pie, en bicicleta o en un buen coche. Delante de la casa de Christian y Natalia, se alza un restaurante enorme, Cal Toscà, que promete ágapes fabulosos. Todo luce un esplendor burgués, discreto, satisfecho. Aunque esta es también la tierra del independentismo: no hay pueblo que no despliegue una estelada institucional, valga la paradoja, a la entrada o en la elevación mayor, ni apenas casas que no la exhiban en los balcones o en la puerta del garaje. En las pintadas ya no se reivindica la acracia o se denuesta al capitalismo o al gobierno del PP, como en los viejos tiempos, sino que se jalea la separación, con diferentes matices de virulencia, desde el mero insulto ("¡Puta Espanya!") al grafiti esmerado ("Control civil de la policia. Vil.la Independència"). Llegar a casa de Christian y Natalia supone un alivio: allí no hay banderas ni eslóganes, sino un lugar grande y fresco, sembrado de juguetes y libros. Lo primero que hago, después de darles un abrazo a ambos, es ir al baño. Mientras micciono, observo, a mi alrededor, volúmenes desperdigados: Política y literatura, de Azorín; una biografía de Louis-Ferdinand Céline; una antología de poetas españoles del siglo XVIII; un número de James Joyce Quarterly; e, increíblemente, Muntaner, 38, la excelente novela de José Antonio Garriga Vela, y domicilio situado al lado del que fue el mío durante diez años. Es un gusto mear ante semejante despliegue de buena literatura. En otras partes no hay letra impresa, o, si la hay, es el Lecturas o alguna revista guarra. Aquí se siente uno como en la Biblioteca Británica. Como la mañana se nos ha echado encima, no tardamos en comer. Cuando los visitamos en Greixa, Christian y Natalia nos prepararon un formidable perol de lentejas; un perol que adquirió, con el tiempo, un aura mítica, y que yo llevé a uno de mis poemas, en Bajo la piel, los días. Esta vez nos espera una marmita de arroz con verduras, conejo y pollo, que me recuerda a la de poción mágica en la que se cayó Obélix de niño, tanto por sus hechuras como por su sustancia. A la marmita precede un queso de cabra fastuoso, unas aceitunas de Mercadona que no parecen de Mercadona, y unos mejillones hervidos, desnudos, exquisitos. Nosotros aportamos el vino -un Scala Dei del Priorato- y el postre, una tarta Sacher que parece recién traída de un obrador vienés. Después de comer, Christian me enseña el huerto de la casa, donde cría gallinas -que ahora, con el calor, ponen menos huevos- y cultiva todo tipo de hortalizas, y hasta fresas. El jabalí es aquí, me cuenta, un peligro constante, porque destroza los cultivos (de hecho, en uno de los pueblos que hemos cruzado para llegar hemos visto, en una rotonda, un grupo escultórico de una familia de jabalíes: lo que a algunos perjudica, otros lo exaltan, como en todos los órdenes de la vida), pero a él, de momento, no le ha dado todavía ningún disgusto. Mientras hablamos, nos salta entre los pies un cachorro de gato, muy ágil y gris, que se pierde de inmediato entre las matas. Se llama Nico, y sustituye al gatito anterior de la familia, al que se llevó un búho. Está claro que aquí la naturaleza impone su ley. Desde el huerto, vemos un paisaje abrupto, de perfiles irregulares y riscos colonizados por la vegetación. Por ahí se pone el sol, me explica Christian, y azules incendiados inundan este mar verde. Salimos a continuación a pasear por los alrededores. Christian me lleva por un bosquecillo que está justo detrás de su casa y al pie de un volcán, por fortuna extinguido. Esto está cerca de La Garrotxa, la comarca volcánica de Cataluña. Lo volcánico se revela, para un ojo experto (que no es, obviamente, el mío), en los estratos de rocas negras, dispuestas como hojas de papel pétreo, y cubiertas de musgo; en las fracturas del suelo, grandes hendiduras que progresan en línea recta o en zigzag, como si ese papel se hubiera rasgado súbitamente, llenas de vegetación; y en las rocas plutónicas, rugosas y livianas, como la piedra pómez. Mientras paseamos por los caminos del bosquecillo, de nuevo pienso en Obélix: parece que fuera a aparecer detrás de cualquier árbol, con un menhir a la espalda. Christian y yo hablamos de literatura. Él está escribiendo una novela, o lo que siente que es una novela, que yo sitúo más bien en el ámbito de lo poético. No pasa nada: puede ser las dos cosas a la vez; incluso puede ser también una autobiografía. De hecho, lo es. Christian tiene una habilidad especial para mezclar géneros: parece incómodo cuando se ha de mover en uno solo; o es incapaz de hacerlo. Su percepción dilatada de las realidades del mundo, y el funcionamiento sin descanso de sus sinapsis, hace que todo se entrelace, que todo se vincule con todo, como si el pensamiento fuera hiedra y, antes que el pensamiento, la mirada. La prosa de Christian se me antoja excelente, aunque a veces se aquiete demasiado: su tendencia a la representación pictórica infunde a los textos un estatismo que debería ser compensado, en mi opinión, con alguna aceleración de la trama. El paseo no dura demasiado: la digestión nos pesa en las piernas, y el vino todavía no se ha disipado en la sangre. Pero volvemos contentos: hablar de lo que a uno le gusta es el segundo mejor remedio contra la pesadumbre de los días; el primero es hacerlo. Pocos después, nos marchamos ya. El sol ha dejado de pegar, pero nos espera una hora y media de carretera. Naim se ha vuelto a meter en una piscinita de plástico que sus padres han instalado en el jardín de la entrada, y Kai, que aún no tiene un año de edad, está con su madre en alguna fiesta del pueblo. Christian no puede resistirse a enseñarnos uno de sus hallazgos bibliográficos recientes: un volumen de la obra selecta de Ramón Gómez de la Serna, autografiada por él: se lo dedica a una mujer desconocida, "devotamente". Luego, nos despedimos de él como de un Robinsón tenaz, catalán y universal, y enfilamos la autopista de regreso a casa. De peaje, desde luego.
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