No, no estoy en Nueva York: sigo en Sant Cugat. Aquí, el Parc Central se extiende casi desde la estación de ferrocarril hasta el turó de Can Matas, una colina artificial, hecha con la tierra extraída de las obras de urbanización de la zona: un buen ejemplo de aprovechamiento ecológico y de coexistencia del campo y la ciudad. Son siete hectáreas de vegetación, entre cuyos 1360 árboles predominan los chopos y los plátanos, aunque no faltan algunas especies de frutales, que recuerdan el origen campesino del lugar (una higuera, en el extremo sur del parque, despliega su dosel de hojas polilobuladas y esparce un olor melar; sus frutos, no obstante, no alcanzan nunca el tamaño adecuado: en cuanto asoman, desaparecen, arrancados por los paseantes). El sitio, empero, no es enteramente bucólico: también es destructivo. Los plátanos asfixian con el polen y los chopos cuartean el asfalto de los caminos. Hace poco el ayuntamiento ha parcheado las grietas, pero volverán a abrirse: las raíces del chopo son devastadoras. Por uno de esos caminos subterráneamente martirizados paseé ayer, al atardecer. No es la ruta que solemos seguir Ángeles y yo cuando queremos estirar las piernas -preferimos los placeres urbanos de la horchata y el bullicio callejero, que nos permite cotillear-, pero la hemos hecho en alguna ocasión. Y ayer sentía alguna misantropía: no quería ver a otras parejas en feliz compañía, cuando yo me había quedado solo. Salí, pues, por el camino central, en dirección a Can Matas, el parque que es la continuación del Parc Central, y que preside la elevación del mismo nombre. Pese a su naturaleza despejada, el parque no carece de rincones, de revueltas escondidas. En una de ellas -un túnel por encima del cual discurre una calle-, un joven estaba orinando contra una pared. Cuando pasé a su lado, no intentó disimular: siguió evacuando muy pausadamente y, al acabar, se la sacudió con decisión. Mejor así: si hubiera acelerado la micción, con el aturullamiento, quizá él, o yo, nos habríamos salpicado. Una vez resguardada, el orinador se juntó con un colega que lo esperaba en un poyete cercano, liándose un porro. Me fijé en su pinta: llevaba una de esas melenitas estrechas y repelentes en la franja central de la parte posterior de la cabeza. No sé describirlas de otro modo: un cepillo alargado en la nuca, un colgajo asnal, un mechón con guasa, que rebotaba a cada paso, como diciendo: "aquí estoy, soy una melenita asquerosa, pero vas a tener que aguantarme". Algo más lejos, la escena era más higiénica, aunque también suponía una notable efusión de líquidos corporales: dos adolescentes se magreaban exhaustivamente en un banco. Se estaban dando lo que en mi adolescencia se llamaba un buen filete. Uno pasa al lado de estas escenas de cama sin cama como quien no ve nada: qué más normal, qué más natural, que dos jóvenes se quieran. Pero a mí lo que me apetece es mirar: observar el ansia de las manos, la crispación de las piernas, los labios voraces, las lenguas que se abrazan, el jadeo contenido. No lo hice, claro: pasé de largo, con la desenvoltura de quien no atribuye a tal comportamiento ningún matiz pecaminoso, con la naturalidad de quien está habituado al amor. Pero qué ansia por ver, por sentir; qué curiosidad y qué envidia. Por lo demás, el parque es, a esta hora, el reino de los perros. Los hay de todas las razas, con correas y sin ellas, en grupos o solos. Sus dueños hablan en parejas o en comandita, intercambiando sus felices experiencias con los chuchos. Y los chuchos se magrean, a su vez, aunque no metiendo la lengua en la boca del otro (para lo que haría falta mucha boca), sino el hocico en el ano. Otros dan brincos, se persiguen, corren, ladran. Alguno, tumbado, exhausto, contempla las evoluciones de los demás con la lengua en la hierba, o bien bebe de la fuente, a grandes lametazos. Distingo a dos afganos a los que suelen sacar a pasear a esta hora. Su dueño los mantiene siempre sujetos, como quien exhibiera dos obras de arte. Y, en buena medida, lo son: uno gris, el otro blanco, ambos altos y estilizados, el pelo los cubre como una gualdrapa de seda: son una melena cuadrúpeda. Cuando se mueven, el pelo ondula como las olas del mar, y las guedejas se les apartan momentáneamente de la cara, en la que reina un morro negro y adelantado. Me imagino los cuidados que requerirán estos lebreles, y no les arriendo la ganancia a sus propietarios. Estos, no obstante, parecen muy orgullosos, y no desmiente su orgullo que los afganos sean los perros más tontos de todos: en la clasificación de Stanley Coren, que mide la inteligencia de las razas, ocupan sistemáticamente el puesto 79, el último de la lista. Por casualidad, pasa cerca de los afganos un bulldog, otro perro subnormal: aparece en el puesto 77 de esa misma clasificación. El bulldog tampoco se caracteriza por su gracilidad, como los afganos: parece un jamón con patas. Pero, contra lo que indica su origen -era una raza de pelea, notablemente feroz- y lo que los dibujos animados nos hayan hecho creer, hoy resulta un animal afable y muy familiar. Tanto, que no le importa echarse pedos en el comedor del hogar: yo conocí a uno, en casa de un amigo, que expelía unos cuescos descomunales, sobrehumanos. Dejo atrás, poco a poco, a los canes, y empiezo a subir el montículo de Can Matas, que parece un túmulo sioux, solo que mayor. El repecho es fuerte: llego siempre sin aliento a la cima. Bastante gente ha tenido la misma idea que yo, aunque a alguno, que hace flexiones en el suelo, con grande alboroto de ayes y bufidos, le importa poco el entorno. El paisaje es espléndido, si uno no repara, desde luego, en las instalaciones de la empresa farmacéutica que manchan de gris la inmensa mancha verde del parque. Desde La Floresta hasta Rubí se suceden las urbanizaciones, que componen un mosaico humano superpuesto a la heterogénea vastedad de la vegetación. Y, en el horizonte, Montserrat, que parece un barco de piedra varado en el horizonte, o el rostro de un hombre enterrado: los mallos dibujan las facciones con sutil rotundidad; hay que saber verlos: Montserrat, como las nubes, es el test de Rorschach que nos ofrece la naturaleza. Cuando llego, el sol se está poniendo. Se apoya, exactamente, en la línea del horizonte, a la izquierda de la montaña sagrada. El amanecer y el ocaso son los únicos momentos del día en que puede mirarse al sol cara a cara. Yo lo hago, fascinado de que un espectáculo tantas veces contemplado me fascine todavía. La bola amarilla -de un amarillo que estalla- se hunde en la lejanía como un cuerpo en el agua; y lo hace lentamente, pero con una lentitud que se ve. Al final, solo queda un punto de luz, el ápice superior del disco, que brilla unos instantes con la fuerza de un faro potentísimo, pero que acaba engullido por la tierra. Y luego ya solo hay noche, primero diurna, indecisa, y, poco a poco, creciente, pegajosa, abrumadora. El cielo es una paleta de colores. Hay muchas nubes, y el resplandor del crepúsculo se pinta en ellas con matices diversos: blancos, negros, azules, rosas, púrpuras, amarillos. Algunas nubes están ensangrentadas. Otras se abren para que el cielo muestre todavía un añil radiante, pero ya herido de muerte. Los rayos del sol huido rebotan en los algodones del firmamento y se diseminan, huérfanos, por una bóveda cada vez más sombría, más ininteligible. El cielo se diría más habitado que la tierra.
Paseazo.
ResponderEliminarPero lo hice solo: un rollo.
ResponderEliminarAbrazos.