Ayer, al volver de Cal Jep, sufrimos un embotellamiento: miles de barceloneses, ansiosos por no estar en Barcelona, rebañaban hasta el último minuto el fin de semana y volvían a casa a las nueve de la noche, como nosotros. Tardamos una hora y media larga en hacer un recorrido que, con circulación fluida, se cubre en treinta o, como mucho, cuarenta minutos. Las acumulaciones de tráfico se llamaban antes embotellamientos, como si los coches se introdujeran en un espacio finito y cerrado. Ahora se denominan más bien atascos, tapones o, si lo hace la administración pública, con ese matiz científico-tecnológico que pretende darle a todo, retenciones. (En Venezuela son trancones, y la fealdad del término -que supongo proviene de "atrancar"- transcribe fielmente el horror de la realidad a la que se aplica; un buen amigo de Caracas, Willy McKey, dice que llegará un día en el que se sume un coche más al trancón de la ciudad y este se haga ya inamovible, eterno). El embotellamiento es una tradición urbana, como los rascacielos o la carestía del transporte público, y todos la cultivamos con ahínco. Yo recuerdo haber vivido algunos colosales. A finales de los ochenta, estuve cuatro horas encerrado en un autobús mugriento para ir de Castelldefels a Barcelona: 18 kilómetros. Habría llegado antes andando. Era la noche de San Juan y, por algún motivo vinculado a los festejos equinocciales, media ciudad decidió hacer el mismo trayecto a la misma hora. Fui, además, de pie: estaba sentado, porque había subido al cacharro en la primera parada, pero una anciana con osteoporosis subió temblando las escaleras del vehículo y no me quedó más remedio que cederle el asiento. Años después, me pasé casi dos horas parado en la autopista por culpa de un accidente: de la una a las tres de la madrugada. Yo conducía, y en el coche llevaba a Daniel Riu y a Felipe Aranguren: el primero, gran amigo y excelente aunque desconocido poeta, ya fallecido; y el segundo, amigo entonces y buen poeta también. Allí estuvimos, bajo la masa negra de la noche, fumando activamente uno (Felipe Aranguren) y pasivamente los otros dos (Daniel y yo), y contemplando el pasar de los horas, prisioneros de coche (y del tabaco), agotados por la conjunción de alcohol y vigilia, y agotados también los temas de conversación. Luego, una vez superado el punto en el que se había producido el accidente y, por lo tanto, disuelto el embotellamiento, aún me quedó llevarlos a los dos a casa, y, para redondear, al hacerlo, me gané una multa por exceso de velocidad en la Ronda de Dalt. Estaba tan cansado que solo deseaba llegar, y por eso alcancé unos vertiginosos 109 km por hora donde solo se podía circular (a las tres y media de la madrugada, y sin que hubiera ningún otro coche en el asfalto) a 80. Fue una velada maravillosa. Pese a los placeres que los atascos nos deparan a todos en la vida, el mejor tapón del que tengo noticia es literario: se describe en La autopista del sur, el extraordinario relato de Julio Cortázar. Decenas de miles de parisinos quedan atrapados en la autopista entre Fontainebleau y París, al regreso, creo, de un fin de semana o de un periodo de vacaciones. Durante días, están inmóviles, y deben sobrevivir sin comida, durmiendo en el coche, atendiendo improvisadamente a los enfermos y solucionando como puedan los problemas que surjan. En esa convivencia terrible, también surge el amor, y el protagonista del relato se prenda de una vecina de embotellamiento. La atracción es mutua y la relación progresa, pero, por fin, paulatinamente, el atasco se deshace, y ambos regresan, jubilosos, a sus coches, y se ponen en marcha, para volver a casa. Pero no contaré más, para que aquellos afortunados que no hayan leído el cuento todavía puedan hacerlo sin conocer el final. Aún recuerdo cosas más extraordinarias relacionadas con los embotellamientos: en un programa de televisión, hace muchos años, un invitado proponía este origen para el fin del mundo: un gran embotellamiento en una carretera principal, gente atrapada durante días, quizá durante semanas (como en La autopista del sur), que abandona su encierro, colérica y necesitada, para buscar comida, para encontrar soluciones a aquella situación inverosímil, y que saquea las granjas o poblaciones de alrededor, y que, al hacerlo, despierta la cólera de los saqueados, que se enzarzan con los intrusos y con otros saqueados en un conflicto de proporciones crecientes, que se extiende al resto de la comarca, y luego al país entero, y luego al mundo, hasta acabar con la civilización humana y, en última instancia, con la vida en el planeta: al holocausto, pues, por el embotellamiento. Lo estúpido de la fantasía no le resta pavor. ¿Es concebible semejante espanto? Para aquel lejano contertulio -que se debió de presentar en el programa, estoy seguro, como un sociólogo prestigioso, o quizá como un reputado investigador de fenómenos paranormales-, lo era, y yo todavía lo recuerdo. Pero ayer no llegó la sangre al río. El tiempo que pasamos en el coche nos dio para soltar no pocos juramentos y deplorar el turismo de masas -del que también nosotros formamos parte, aunque nunca nos incluyamos en la crítica-, pero también para admirar las masas no menos compactas de las piedras de Montserrat y las estribaciones del formidable puerto del Bruc, donde somatenes catalanes detuvieron al francés en junio de 1808 y se alumbró la leyenda del tamborilero del Bruc, un niño pastor que hizo redoblar el tambor durante la batalla, y cuyos ecos, multiplicados en las paredes de Montserrat, persuadieron a las columnas napoleónicas de que las fuerzas a las que se enfrentaban eran muy superiores. Ayer por la tarde el único sonido que nos devolvían los mallos montserratinos era el de los motores al ralentí de los cientos de coches aprisionados. Pero recordar estas heroicidades legendarias, o contemplar el vuelo eléctrico de los vencejos, o admirar la habilidad con la que algunos impacientes irreductibles sorteaban a otros vehículos en cuanto se abría algún hueco entre ellos, lo que les hacía avanzar la barbaridad de un puñado de metros, o recordar los chapuzones en la piscina y las costillas de cordero que nos habíamos asestado en Cal Jep, nos entretenía del tedio y de una oscuridad cada vez mayor, que adquiría inexorablemente el rictus espeso de la noche.
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