La mañana de ayer fue de espanto, aunque, paradójicamente, todo fuera bien. Pero a veces que las cosas vayan bien no quiere decir que no sean un horror. Mi madre y yo nos la pasamos entera en el hospital donde la operaron: radiografías, médicos, citas, colas. Sobre todo, colas. Había un millón de personas en la clínica, casi todas mayores. Las multitudes, aliadas con la frialdad del lugar, con el dolor y la angustia en todas las caras, hizo de nuestra visita una experiencia agotadora. Aunque la rodilla de mi madre evoluciona bien, y la próxima visita, alabado sea el Hacedor, no será ya hasta finales de agosto. Lo mejor de todo fue concertarla. Primero hay que hacer cola para que te reserven hora para el médico y luego, para la radiografía. Pero la radiografía, como es lógico, ha de hacerse antes de la visita, para que el médico pueda verla. De modo que puede suceder, como me sucedió, que, una vez que ya tienes día y hora de visita con el médico (tras esperar media hora hasta que te la asignan), no haya, en ese día o antes de esa hora, hora para la radiografía. Así que has de reservar otro día y otra hora para la radiografía, y volver a la cola de las citas para el médico, con la esperanza de que te anulen la que te han dado y tengan hueco para el día de la radiografía y para alguna hora después de esta. (Sí, ya sé que todo esto es un galimatías, pero es el galimatías lingüístico que traduce el galimatías organizativo del hospital). Así lo hice ayer, para descubrir, con desaliento infinito, que el día de la radiografía no había ninguna posibilidad de asignar visita con el médico. Me dieron, pues, otra fecha, y hube de volver a bajar a radiografías, que está en un sótano, para anular la que me había dado y rogar al cielo que hubiera algún hueco antes de la nueva visita del médico. La hubo, y cuando la enfermera me la dio, casi le estampé un beso en la cofia. Debo precisar que cada uno de estos movimientos suponía subir o bajar un tramo no desdeñable de escaleras y guardar la cola correspondiente, que algunas veces adquiría dimensiones de cola soviética. Una hora larga me llevó resolver el asunto de las citas, algo que podría haberse abreviado si el hospital unificase en un solo centro distribuidor las diferentes horas de visita y de realización de pruebas diagnósticas. Pero esto, al parecer, escapa al poder organizativo del Hospital del Sagrado Corazón. No obstante, tiene sus compensaciones: el corazón no sé si será sagrado, pero sano lo es, sin duda, muchísimo, a la vista de los sobresaltos emocionales de los pacientes y de las muchas escaleras que les obligan a recorrer. Por la tarde llegaron las sorpresas. En la bandeja de correo basura del ordenador había un mensaje remitido por alguien de nombre centroeuropeo y el asunto, escuetamente, "festival". Supuse que sería un correo publicitario de algún sarao poético -me inundan tantos de esta índole como de compañías de telefonía o de seguros-, pero era una invitación a uno de ellos: un encuentro llamado CAPALEST, en Eslovaquia. Las fechas coincidían con las de mis vacaciones con la familia en Lanzarote, por lo que no podré asistir. Pero siempre me han intrigado las vías por las que circula nuestro nombre en la tupida red de acontecimientos literarios nacionales e internacionales. ¿Por qué, de repente, se descuelga alguien con una invitación para que asista a un festival en Banska Stiavnica, que no es el nombre de un caja de ahorros, sino de una ciudad medieval en el centro de Eslovaquia? ¿Cómo ha sabido de mí? Más específicamente, ¿quién le ha facilitado mis señas? No se me escapa que, en la inmensa mayoría de los casos, los responsables de estas celebraciones no son fervientes lectores nuestros, sino administradores preocupados por nutrir las nóminas de los asistentes, para justificar su cargo y su existencia, y que su conocimiento de nosotros proviene de alguna recomendación o constituye la devolución de algún favor. Pero no deja de intrigarme el origen concreto de cada invitación. He dicho otras veces que la poesía sirve para bien poca cosa, pero sí para hacer turismo. Si uno entra en la rueda de las lecturas y festivales, puede labrarse una rica experiencia viajera. Y que lo haga dependerá no tanto de su obra, como de su capacidad para establecer lazos personales, y, más aún, de las posibilidades que tenga de retribuir esas invitaciones al organizador o a sus protegidos. Yo conozco a profesionales del viaje: poetas de obra exigua o mediocre que se pasan el año brincando de país en país, y hasta de continente en continente. Forman parte de una cofradía de poetas conocidos en el ámbito internacional, que se retroalimenta permanentemente, o que favorece a sus favorecedores con una hospitalidad su tasa, incluso en su propio domicilio, la redacción de obsequiosas antologías, o cualquier otro beneficio literariamente relevante. Reconozco que me gustaría conocer Banska Stiavnica: la ciudad tiene, en Internet, una pinta estupenda. Pero creo que voy a quedarme en los paisajes volcánicos de las Canarias, que son también muy poéticos, y en los que trotarán mis hijos. Ya tiene delito: este año no había recibido todavía ninguna invitación para ir al extranjero y, cuando la recibo, coincide con los únicos quince días en que no voy a estar ni en Londres ni en Barcelona. Murphy, el de la ley, era un genio. Pero ayer por la tarde aún hubo más, como en los dibujos animados. Poco después de responder a mi amable corresponsal eslovaca, recibí una llamada en mi móvil inglés de la Argentina. Se trataba de un programa de radio, presentado por Alicia Barrios, que quería entrevistarme con ocasión del aniversario del inicio de la Guerra Civil española (el 18 de julio, una fecha que hoy, por fortuna, casi nadie recuerda ya, aunque ayer era 17 de julio: no se lo precisé, para no dejarla mal). Hace varios años, alguien debió de dar mi nombre y mi número de teléfono a la periodista, y hubo una llamada. La atendí lo mejor que supe, sin confiar en que aquello fuera a más. Pero fue a más. Siguieron llegando llamadas, en las que Alicia me hacía preguntas sobre los temas más diversos, y yo respondía como un contertulio avezado. Nunca hubo un acuerdo expreso, ni una relación paralela, ni nada: cada cierto tiempo, Alicia llamaba y yo respondía. Cuando me fui a Inglaterra, el contacto pareció perderse, hasta que, sorprendentemente, me localizaron también en Londres. Y ayer, en Sant Cugat. La fidelidad -la tenacidad- de Alicia es de agradecer, pero confieso que me siento un poco raro cuando un buen día me llaman de Buenos Aires, como me podrían llamar de Yakarta, y me preguntan por el estado actual de la literatura española, o por el asesinato de García Lorca, o por el próximo eclipse lunar, y yo peroro con confianza y autoridad, y le hablo a Alicia como si fuéramos amigos de toda la vida, y me sé radiado en La Pampa. Qué extraño es el mundo. Qué curioso es esto de la poesía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario