Hace unos días las páginas necrológicas de los periódicos reunieron a dos actores, el español Álex Angulo y el estadounidense James Garner. El primero había fallecido en un accidente de coche, con 61 años, en La Rioja, y el segundo, de muerte natural, en Los Ángeles (que es donde viven y mueren casi todas las estrellas de Hollywood), a los 86. Ambos eran actores, sí, pero en todo lo demás diferían: Angulo pertenecía a una estirpe de intérpretes raciales cuyos rasgos fundamentales había establecido el gran Alfredo Landa y que hoy perpetúa gente como Santiago Segura: bajita, con tendencia a engordar, casi siempre calva y con aspecto de haber estado azadonando el huerto media hora antes de empezar el rodaje. Garner, por su parte, era alto, guapo, rotundo: un galán especializado en papeles de vividor, un truhán simpático, un pícaro con las mujeres (y un hombre de vida singular: antes de ser actor, fue modelo de bañadores, marino mercante y soldado en la guerra de Corea, donde ganó dos corazones púrpuras por su valor). Sin embargo, pese a las diferencias, tan patentes, los dos tenían idéntica capacidad para satisfacer a la cámara: aparecían en escena, y la cámara los seguía como un caniche; decían sus frases, y la cámara solo tenía oídos para ellas. Angulo poseía una mirada brutal, como su maestro Landa. Dirk Bogarde le dijo a este cuando ganó, con Paco Rabal, el premio a la mejor interpretación en el festival de Cannes por su papel protagonista en Los santos inocentes: "¡Cómo mira usted!". Y es verdad: mirar, como caminar, define al actor (y al poeta): qué miradas las de Sean Penn y Susan Sarandon en Pena de muerte: qué mirada las de Tommy Lee Jones en El valle de Elah; qué mirada la de Montgomery Clift en ¿Vencedores o vencidos?. Angulo lanzaba a la lente aquella mirada suya, entre burlona y desvalida, aquella mirada que decía: "detrás de esto que te doy, hay mucho más, pero solo te lo voy a dejar intuir, o conocer a cuentagotas", y te dejaba desnudo. Garner miraba con la sonrisa, una sonrisa que ni era enteramente dentífrica ni enteramente oblicua, una sonrisa descreída y, sin embargo, vertiginosa, una sonrisa que transmitía esto: "si te vienes conmigo, te lo vas a pasar muy bien, pero no te puedo asegurar que dure mucho, o que no te robe la cartera", y también te dejaba desnudo, sobre todo si eras mujer. A Angulo, pese a haber filmado 60 películas y participado en infinidad de cortos y programas de televisión -era un estajanovista de la interpretación-, lo recuerdo sobre todo por El día de la bestia, esa obra macarrónica y desaforada de otro Álex, de la Iglesia (menudo nombre para una comedia satánica), en la que interpretaba al padre Ángel Berriatúa, un sacerdote vasco del Santuario de Aránzazu, entregado a la espeluznante empresa de impedir el nacimiento del Anticristo, con la inestimable ayuda de José María (Santiago Segura), un heavy de Carabanchel apasionado del death metal (y del pelo mugriento). Debo confesar que también recuerdo con admiración rayana en el fervor a otra de las participantes en El día de la bestia, Maria Grazia Cuccinotta, cuya carrera sigo desde su aparición estelar en El cartero (y Pablo Neruda); de hecho, al conocer el título de la película de De la Iglesia, pensé que "la bestia" se refería a ella. Pero no nos dispersemos: estaba hablando de Álex Angulo. Y Angulo, que fue candidato a mejor actor en los premios Goya de aquel año, 1995, bordaba el papel del cura enloquecido, cuyo destino no era otro que recibir golpes, humillaciones y escopetazos en aquella cruzada descacharrante, destinada ineluctablemente al fracaso. El actor sostenía el ritmo de la película con agitación contenida y una precisión inverosímil en un guión tan zarandeado, y se compenetraba como un muro de hormigón con el futuro Torrente. Pero, si Angulo forma parte reciente de mi memoria, Garner la habita desde mi niñez. La primera película suya que recuerdo es la mítica La gran evasión, filmada el año de mi nacimiento, 1962, en la que hace el papel de un prisionero norteamericano que participa en la fuga, y que no se olvida de celebrar el 4 de julio con otro compatriota (Steve McQueen) y con un hediondo licor de patata, a falta de bebedizos mejores. Habré visto La gran ocasión doce o quince veces, pero su encanto nunca cesa, y quizá eso sea lo que define a una obra clásica, en cualquier arte: no caducar, no dejar de significar, seguir apareciéndosenos como si acabase de ser hecha. La carrera de Garner incluye muchos otros títulos, pero su siguiente papel memorable se produjo, para mí, veinte años después, en 1982, cuando protagoniza Víctor o Victoria con la incombustible Julie Andrews (que tenía entonces, y sigue teniendo hoy, el mismo aspecto que cuando rodó Mary Poppins: riámonos de los pactos con el diablo firmados en la literatura: Andrews ha suscrito uno real), una de las mejores comedias de la historia del cine, pero también algo mucho más importante (con serlo mucho ser una comedia, con serlo enormemente hacer reír): una adelantada en la defensa del travestismo y la homosexualidad. El último gran papel que a mis ojos ha tenido Garner fue en Space Cowboys, otra gran comedia, de astronautas crepusculares, en la que hacía de viajero del espacio reconvertido en predicador reconvertido en viajero del espacio. Una comedia, o más bien tragicomedia, que, de nuevo, defendía por medio de la risa una causa muy seria: la grandeza, la validez de la vejez. En ella participaban otros grandísimos ancianos, como Clint Eastwood, Donald Sutherland y Tommy Lee Jones. Cuando muere un actor, muere una parte de uno mismo. Los actores nos acompañan a lo largo de la vida, casi tanto o más que los amigos o la familia. Con el actor que se va, se va también una tarde en el cine, con tu padre, al que adorabas, y que te explicaba por qué aquella película era buena o no lo era; o con palomitas y una novia a la que empezabas a acariciar; o con un compañero muy querido, con el que no dejabas de reír. Con el actor que desaparece, desaparecen igualmente alegrías y pesadumbres, unas lágrimas inevitables o unas carcajadas tan resucitadoras que uno ya no se siente capaz de darlas otra vez, lugares en los que hemos vivido y que ya no son nuestros, tardes de soledad o de esperanza, amigos que nos acompañaron, pero que ahora andan por otros caminos, una vez (o muchas veces) que hicimos el amor en el sofá, o en el suelo, o en algún rincón imposible, otra vez (o muchas veces) en la que fuimos rechazados. Pero eso no sucede con todos los actores, claro está: solo con aquellos que, por coincidencia generacional, persuasión atemporal o azar, han ingresado en nuestro patrimonio personal. Sara Montiel, por ejemplo, de la que mi madre habla todavía con pasión, no era para mí más que una señora con demasiadas lorzas que hablaba con estrafalario engolamiento y fumaba mucho. Álex Angulo y James Garner, en cambio, con todas sus diferencias, estaban unidos a mis ojos por dos razones esenciales: los dos eran grandes actores, y ambos formaban parte de mi intimidad. Descansen en paz.
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