Ir al dentista es una de las penalidades que nos impone la vida moderna. Se va al dentista como se va al urólogo, o a hacer la compra un sábado por la mañana, o a revisar el coche: con resignación teñida de fatalismo, pero, a la vez, con nítida conciencia de que hay que ir, de que algunos de los órganos más importantes de nuestro cuerpo -los dientes lo son, y no digamos los que revisa el urólogo- penden de esa visita. Lo hacemos también por previsión: todo el que haya pasado por un dolor de muelas sabe que, a pesar de todo, es preferible el dentista al flemón. Y si hoy, pertrechado de ciencia, novocaína y aire acondicionado, el odontólogo es todavía un tormento, resulta inimaginable lo que debía suponer cuando operaba -es un decir- a cuerpo gentil, con las herramientas de sanar vacas y en un tenderete plantado en medio de la calle, aunque no debía diferir mucho del método empleado por Tom Hanks en Náufrago para librarse de una muela cariada. Hoy me acerco a la consulta del dentista con la misma alegría con la que iría a firmar mi testamento. Luce el sol, cantan los pájaros, pero mi ánimo es sombrío. No me ayuda el letrero que anuncia el lugar: "Centro quirúrgico y dental". Así, sin nombres, ni lemas inspiradores, ni dibujos. "Centro quirúrgico y dental": suena a enfermedad del colon. Tampoco me sosiega que, justo encima de esa placa, haya otras dos de psicólogos clínicos: espero que no haya relación de causa-efecto entre ellas, y que los psicólogos se ofrezcan a curar los desaguisados mentales causados por el dentista. Es un dentista nuevo, que me ha recomendado Ángeles, a quien, a su vez, se lo ha recomendado un vecino de Sant Cugat que no es un zopenco y que lleva visitándose muchos años con él. Ángeles ya ha pasado por sus manos, y no ha salido insatisfecha. (Me doy cuenta de que acabo de escribir una frase muy equívoca, pero hay que recordar que me refiero solo a los dientes de Ángeles). Pero eso no me tranquiliza: subo las escaleras en penumbra hasta la consulta apretando los dientes, y no puedo imaginarme una situación más adecuada para apretar los dientes. Es como si quisieran escapar, pero se encontraran unos con otros, atornillados a la mandíbula, y no pudieran hacerlo. Me abre la puerta una dama: no va de negro, sino de riguroso blanco, pero hay que recordar que el blanco es el color del luto en algunas culturas orientales. Nada en sus ojos delata a un espíritu maligno, pero yo no me fío. Me pregunta si es mi primera visita, le digo que sí -no voy más allá: nunca hay que revelar nada al enemigo-, y me hace pasar a una salita de espera muy pequeña, desde cuya ventana puede verse la plaza del doctor Galtés, que acabo de cruzar para llegar hasta allí (¿doctor? ¿Sería dentista?). En esa habitación encuentro lo único que me hace pensar que, a lo mejor, la experiencia no es letal: unos mortadelos en un estante, junto a ejemplares atrasados del Lecturas, otros, más atrasados todavía, del National Geographic y, sorprendentemente, unos elegantes libros de arte. ¿Por qué, en las consultas de los dentistas, siempre hay las mismas publicaciones (salvo los libros de arte)? ¿No serían más estimulante, digo yo, unos Playboy, o un compendio de los informes de Wikileaks, o algo de literatura humorística, como La Razón encuadernada o las memorias de José María Aznar? Aunque los mortadelos me hacen sonreír, prefiero entretener la espera con el libro de Patrick Leigh Fermor que estoy leyendo, pero los ojos resbalan por las páginas. Esta espera es lo más cerca que nunca estaré de la capilla en la que pasan los toreros sus últimos minutos antes de salir al ruedo: la misma angustia, la misma introspección, la misma fe en la Virgen de los Desamparados (yo siempre dejo mi ateísmo en suspenso en estas circunstancias y rezo como un condenado; como decía, muy sabiamente, un gran jefe indio: "Yo bien, no reza; gran dolor de tripa, mucho Dios"), y la misma anticipación del morlaco demoníaco que nos espera al otro lado de la puerta. Me asaltan también los recuerdos de otros dentistas, de otros horrores, como aquella vez en que, estando yo en el potro de tortura con la boca abierta, como un lucio en la pescadería, la dentista le explicaba a una aprendiz dominicana cómo había de manejar la pieza que me habían de colocar para que no se le cayese en la garganta, y, cuando aún reverberaban sus sabias y profesionales palabras en las paredes de la habitación, la pieza se le resbaló de los dedos y me cayó en la garganta. Fue un momento de pánico, aunque nadie se movió. Durante unos instantes eternos, yo seguí con la boca abierta y la muela homicida en el gaznate, como un lucio que se hubiera tragado el anzuelo, y las dentistas me miraban, aterrorizadas por lo que iba a suceder. Pensé: "Ya está. Ahora me ahogo y me muero", y hasta me imaginé el título del breve que daría cuenta de mi fallecimiento: "Funcionario de la Generalitat perece en la consulta del dentista. El ahogamiento lo produjo un premolar descarriado". Pero brilló una luz de esperanza cuando me di cuenta de que la película de mi vida no pasaba por delante de mis ojos. "Quizá aún pueda salir de esta", pensé. Y, con una frialdad de ánimo que todavía me sobrecoge, me incorporé del sillón, sin tragar, sin respirar, y tosí. Y aquella tos fue mi salvación: la muela salió despedida, como un gargajo, pero nunca me he alegrado tanto de ver un lapo. Vi cómo las dentistas respiraban, como yo, con alivio infinito. E, inverosímilmente, seguimos con la operación, aunque lo que debería haber hecho era marcharme de allí ipso facto. Quizá pensé que, si algo tan trágico había estado a punto de suceder, era imposible que volviera a pasar, como cuando cae una bomba: en ese punto ya no volverá a caer nunca una bomba (salvo que la bomba sea israelí y ese punto esté en Gaza). Por fin me llaman a visitarme. Entro, me siento, y el dentista, vestido de verde, el color de la esperanza, me examina. Lo hace con dos instrumentos brillantes, muy finos, que a mí, no obstante, me parecen el gancho del Capitán Garfio. Hay un par de sombras en dos piezas, me dice, pero no está seguro de que requieran intervención ("por favor, por favor, que no la requieran", pienso, a gritos). Hará una radiografía y lo decidiremos ("por favor, por favor, decidamos que no", sigo pensando). Concluyo que la Virgen de los Desamparados me ha otorgado su protección cuando el galeno vuelve y me dice que, en efecto, las sombras no justifican ninguna actuación, aunque las anotará en mi ficha y, en mi próxima visita ("si la hay", pienso), veremos si han evolucionado. El capítulo primero de la visita (revisión) ha acabado felizmente, pero aún me queda el segundo, y probablemente peor (la limpieza), que ha de ejecutar la misma dama sonriente pero siniestra que me ha abierto la puerta. El dentista ha certificado que tengo sarro, sobre todo en la cara posterior de los dientes inferiores. Mi última esperanza, que era que mis dientes estuviesen limpios como una patena (para lo que, lo juro, me los limpio con toda suerte de cepillos, hilos y antisépticos bucales), se ha evaporado, y hay que pasar por las horcas caudinas del raspador y la cureta. Para disminuir el sufrimiento, pido anestesia, y confío en que el dentista no me la niegue: algunos hay que reivindican el trabajo más natural posible (como si fuera natural que te levanten la encía con una ganzúa y hurguen debajo) y reclaman que te comportes como un macho. Pero yo soy una nenaza, y ni siquiera pretendo ocultarlo. Sea, responde el galeno con condescencia neroniana, y, sin solución de continuidad, me aplica un oxímoron hipodérmico: cuatro jeringuillazos que duelen a rabiar, para que no duela nada. Siento la aguja penetrar en las mucosas, y, en una nueva paradoja, para superarlo, me recreo en ese dolor agudo y filamentoso. También pienso en los torturados del mundo: si algo así, breve, profiláctico y controlado, es un suplicio, ¿cómo será una sesión de picana en los testículos, o que te levanten las uñas con una varilla de bambú? En estos momentos de padecimiento, el cuerpo se hace tan evidente, tan imperioso, que nada más existe. Yo ya no soy un ser pensante, complejo, con preocupaciones metafísicas y existenciales, dotado de un alma inmortal, sino un pobre trozo de carne en el que están clavando un punzón. Cuando la anestesia ya ha hecho efecto, me someto a la limpieza. Nunca deja de sorprenderme la calidad pétrea del sarro, y la dureza con la que se resiste al raspador. La señora se aplica a arrancarlo con la ferocidad del ama de casa que quiere sacar una mancha de café del sofá del comedor. El sonido del aparato es desquiciante: una vibración que recuerda a la de un berbiquí industrial, concebido para horadar planchas de acero. El sonido se me mete en los oídos con la misma agudeza con la que el instrumento se introduce entre los incisivos. La boca es una fiesta de hierros que roturan, de puntas que se clavan, de chorros y aspiraciones, de agua que salpica, de saliva ensangrentada. Pero yo, alabado sean el Hacedor y la novocaína, no siento nada. Cuando el trabajo está hecho, la enfermera me da un espejo de mano, como en una peluquería, para que vea -y apruebe- el resultado. La verdad es que soy incapaz de distinguir si el sarro se ha ido, pero asiento con entusiasmo: por nada del mundo le diría que me lo repasara algo más, que allí ha quedado un poco. Una buena noticia concluye la sesión: solo me cuesta 60 euros, una minucia para un dentista. "Y la radiografía no se la cobro", añade la señora. Su sonrisa es franca. Esta mujer es un ángel, pienso. Y me voy, alegre, por una escalera llena de luz.
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