Hoy he quedado a comer con Ernesto Hernández Busto, escritor cubano a quien conocí en la presentación de El corazón, la nada (Antología poética 1994-2014) en Madrid, pero que vive en Barcelona. Me ilusiona charlar con él: me pareció un hombre sensato y elegante, y exento de la grandilocuencia que aqueja a tantos escritores y, sobre todo, a tantos aspirantes a escritor. Cuando voy a coger el tren en Sant Cugat, me encuentro por la calle a otro escritor (o aspirante a escritor), que es vecino mío, y que en su momento también fue amigo (o eso creía yo), pero con el que ahora mantengo una relación que se limita a intercambiar algunas frases de cortesía, con la esperanza de que se acaben cuanto antes, para no tener que padecer esa simulación de cercanía, cuando lo único que hay es lejanía y una chispa de detestación. En esta ocasión, no puedo quejarme: el encuentro es muy breve, aunque dura lo suficiente como para que mi vecino: a) se excuse por no haber podido asistir a la presentación de mi último libro, Dices, en Barcelona; b) me informe de que lo han invitado a un festival de poesía en Francia; y c) añada que allí coincidirá con una poeta horrenda (y que a mí no me parece tan mala). En esos pocos minutos de reunión, pues, mi examigo cumple con tres de los requisitos obligados en todo aquel que se pretenda poeta: fingir que lo que escribe la persona con la que estemos hablando nos interesa, procurar la envidia de esa persona (y, en general, de los demás poetas) y hablar mal de los colegas. Viajo, por fin, a Barcelona. Con Ernesto hemos quedado en "Segons Mercat", un buen restaurante, cerca de la Plaza Universidad, que descubrí hace poco, en un almuerzo con Esther Ramón y mi querida Virginia Trueba. Ernesto llega con puntualidad germánica, y empezamos enseguida a hablar. Ve que estoy leyendo El tiempo de los regalos. Entre los bosques y el agua, de Patrick Leigh Fermor, y me pregunta por él. Le respondo que, hasta hoy, me está aburriendo. No es un mal libro, pero se me hace cansino. Es otro ejemplo, añado, de algo que, extrañamente, suele pasarme: los libros que entusiasman a escritores que me entusiasman, no me entusiasman. Este ha sido alabado hasta el empalago por Jacinto Antón, un periodista cultural y escritor que me divierte indeciblemente, y que ha firmado asimismo el prólogo del volumen, pero yo lo encuentro tedioso, irrelevante, repetitivo, aunque no puede decirse que esté mal escrito (ni mal traducido) y, de vez en cuando, se produzca alguna escena briosa. Ernesto me sugiere que pruebe con Un tiempo para guardar silencio, acaso el mejor libro de escritor inglés, mucho más breve e incitante, sobre una estancia suya en los monasterios griegos. Le haré caso. Después de Fermor, hablamos de Cosas vistas, un poemario inédito que Ernesto me ha pedido que lea y del que le gustaría conocer mi opinión. Se la doy: es un buen libro, pero muy connotado estilísticamente, es decir, su carácter narrativo y culturalista, su perfil intelectual, avaramente metafórico, fascinará a quienes participen de esa forma de decir (y de leer), pero puede generar un desinterés manifiesto, y aun el rechazo, de quienes se decanten por una poesía más sensorial, más plástica. A Ernesto le preocupa su propia diversidad formal: ¿es un libro coherente? ¿No resulta desperdigado? Lo ha escrito a lo largo de varios años, en circunstancias muy distintas, y no sabe si eso puede perjudicar al conjunto, hacerle perder lógica o fisonomía propia. Yo le digo que no: a mí, como lector, no me importan las obras, digamos, de aluvión. Como poeta, siempre abrazo proyectos, y no escribo poemas, sino libros, pero, como lector, me resulta indiferente el eclecticismo interno de las propuestas, o su disparidad formal. Además, en el caso de Cosas vistas, la coherencia estilística es tanta, que anuda cualquier heterogeneidad. Ernesto se interesa por los poemas que más y que menos me han gustado. Ciertas "Tres odas y media de Horacio" se me han hecho fatigosas, y un brevísimo poema de amor, "Amor", no me parece acertado. En cambio, composiciones como "Aprendo/ a capturar...", "Hancock", "Striptease", "Soneto a la máquina de escribir" -el primero y único, hasta el momento, en la historia de la literatura, según me informa el propio Ernesto-, "Sátira V, 158-160, de Aulio Persio Flaco" y "Supersticiones" -el más cubano del conjunto, y quizá por eso el más exuberante- me parecen excelentes. Transcribo este último:
Toqué madera: conjuré lo imprevisto. Como quien toca a la puerta de la desgracia confiado en que nunca se abrirá.
Volqué un salero: me salé, me salvé.
Crucé bajo una escalera, y sentí cómo el alma subía los escalones de dos en dos.
Acuchillé la tierra para que no lloviera.
Escapé del relámpago en un árbol para rodear el otro; le regalé un deseo que cumplieron mis pasos.
Talé luego ese árbol.
Magnético ámbar negro u ojito de la Santa colgron de mi pecho: oscuridad naufragando en lo oscuro, pupilas de una ciega contra miradas torvas.
Me bañé en aquel talco que destruye lo lóbrego.
Y tuve un chino atrás, estuve condenado. Y tuve novia china, prueba de buena suerte.
Lo aquieté, congelado: un nombre en el papel, vuelto imagen borrosa parpadeando en el centro de aquella piedra blanca.
La tenté, la seduje: ahogada en aquel tarro de oro líquido.
Rompí un espejo: años de desventura, la ola destructiva de la imagen.
Con los trozos de azogue me envenené la sangre.
Renací en el mercurio, como alguien razonable. Y morí al día siguiente, de muerte natural.
La conversación suscita muchos puntos de interés, que es lo que pasa cuando se aborda con naturalidad, sin prejuicios ni intereses. Ernesto me dice que, aunque él es consciente de escribir una poesía en la que la emoción se manifiesta con dificultad, la poesía ideal para él es aquella que la suscita con plenitud mediante una palabra inventiva, descubridora. Lezama, por ejemplo, es un referente ineludible, aunque la literatura de Ernesto circule por derroteros muy distintos. Todos escribimos, no lo que queremos, sino lo que podemos. En todos nace la palabra de una pulsión íntima, de lo más acendrado de nuestra sensibilidad, que, a veces, poco o nada tiene que ver con aquello que nos complace intelectualmente. Lo importante, opino yo, es que esa palabra sea veraz, genuina, que se adecue, como el guante a la mano, a esa inclinación raigal. Ya tendremos tiempo de resolver las discrepancias entre cabeza y corazón, o entre ideal y realidad; o quizá no: da igual. Lo que hacemos, no lo que nos gustaría hacer, es lo verdadero. Tras una extensa dedicación a Cosas vistas, la conversación vira hacia estas Corónicas de Ingalaterra, de las que a Ernesto, que las sigue con razonable periodicidad, y que es un experto en literatura diarística -ha invertido siete años en un libro sobre el género que se publicará, salvo catástrofe, el año que viene-, le apetece hablarme. Y lo hace para formular una observación interesante: hasta qué punto mi diario lo es en realidad, es decir, hasta qué punto me muevo en el territorio resbaladizo del yo, que los lectores convienen en identificar con el propio del diario, y no en el de la ficción. Ernesto ha notado algunos gestos explicativos, de cara a la galería, que no condicen con el soliloquio que supone la bitácora. Especificar, por ejemplo, el argumento de "La autopista del Sur", de Cortázar, cuando estoy contando un embotellamiento que he sufrido, es algo que no haría nunca nadie que escribiera realmente un diario. Le respondo que el diario actual ya no es casi nunca el diario que se escribía en un cuaderno de anillas, y que, durante años, solo leía el propio autor. Ahora es un diario inmediato, que se arroja al mundo por la ventana de internet, y que, en este mismo instante, ya es conocido por una multiplicidad de lectores: eso obliga, creo, a algunas concesiones narrativas que no desmienten la naturaleza personal de la empresa, y que, en cualquier caso, espero que no incurran en el salgarismo denunciado por Umberto Eco, es decir, en la explicación enciclopédica de los elementos del relato. En esta misma línea crítica, Ernesto dice echar en falta la intimidad en mis corónicas: la presencia de mis seres más cercanos, incluso mi vida sexual, como reflejo o exposición de ese yo biográfico, verdadero, acaso desvalido, lleno de incertidumbre, que es lo que, en verdad, ilumina, y hasta incendia, el género. Yo le respondo que un diario no tiene por qué ser la exposición absoluta de la intimidad de su autor. Con un diario no se le abren las puertas del yo al público: solo se le muestra aquello que se le quiera mostrar. Cada diarista ha de trazar la línea de lo que quiera narrar: la franja de lo íntimo, como la de cualquier otro aspecto de la personalidad, será más o menos estrecha, y los lectores habrán de decidir si les satisface esa estrechez o querrían más; en este caso, lo único que tienen que hacer es dejar de leerlo. Curiosamente, la poesía erótica me interesa mucho, y la he practicado con asiduidad. En ella me desnudo -y nunca mejor dicho- con un impudor del que nunca sería capaz en el diario: quizá porque en la poesía, pese a ser radicalmente mía, y radicalmente sincera, adopto la máscara de poeta, un revestimiento que me autoriza -o así lo siento yo- a las mayores audacias, sin que mi yo, digamos, ciudadano sufra por ello. En el diario está otro Eduardo, uno que no desea confesar -al menos, de momento- deshonestidad alguna. Tras el churrasco que se propina Ernesto y la blanquita de ternera -decepcionante- que me tomo yo, la conversación se ramifica en múltiples direcciones, y se enreda en amigos comunes, en encuentros futuros, en libros que aún hemos de leer. Es la segunda vez que veo a Ernesto, y que hablo con él, pero me siento amigo suyo desde hace mucho. También hace mucho calor en la Granvía. Nos despedimos a la entrada de Altaïr, donde quiero comprar una guía de Lanzarote. Como buenos ingleses, Ángeles, los niños y yo pasaremos en agosto doce días en la isla.
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