La heladería es una institución española, como la siesta, la paella y la malversación de fondos públicos. En Inglaterra, por ejemplo, no hay heladerías. O, si las las hay, son meros quioscos de helado, chiringuitos de materia plástica, que apenas duran quince días en las calles, y carentes de la mística de los establecimientos mediterráneos. Y se comprende: allí apenas necesitan refrescarse: andan helados casi todo el año. En España, en cambio, el helado es un artículo de primera necesidad, un bien que garantiza la supervivencia. Es cierto que el negocio se ha transformado en años recientes, en mi opinión, para mal. Ahora predominan los puestos industriales, con dependientes uniformados (horriblemente) y productos sin alma. En las Ramblas, al calor del turismo, esta paradas -y otras aún más lamentables, como las que venden souvernirs mexicanos- han sustituido, para vergüenza de los barceloneses, a los tradicionales puestos de flores (por no hablar de los de animales, desaparecidos hace mucho: uno de mis principales placeres de niño era contemplar los loros, los peces de colores, los bichos exóticos e inverosímiles, que se desplegaban, con promiscuo griterío, en las jaulas apiladas). Sin embargo, dispersas por la geografía española, aún quedan heladerías de las de toda la vida: aquellas con las paredes de azulejos blancos y los helados en cubas a la vista, en el mostrador; con los heladeros vestidos con batas también blancas, y sin gorro; y con un despliegue de carteles escritos a mano, o, a lo sumo, con alguna fotografía casera, de los productos que se ofrecen en el local: horchatas, granizados, cafés con hielo, polos, cucuruchos, helados de corte, y todas las combinaciones posibles entre ellos. En estas heladerías no se entra solamente a comprar un helado: se entra a charlar. En las heladerías de verdad, como en los bares de barrio o las panaderías de siempre, uno pega la hebra: se interesa por la salud del vendedor, despotrica del calor (aunque sea una bendición para el negocio), insulta a los políticos: lo normal. En Sant Cugat hay varias, aunque nosotros solo vamos a una: una jijonenca en la calle mayor, muy cerca de la plaza del monasterio, atendida por una familia de Jijona. Son jornaleros de los productos de estación. En mi juventud, cuando trabajaba en cámpings en julio y agosto, conocí a jiennenses que hacían la aceituna en invierno y er canpi en verano. Esta familia hace el turrón en invierno y el helado en verano. De mayo a septiembre, viven y trabajan en la tienda, y allí atienden con garbo intergeneracional -son padre, madre y dos hijos- y simpatía de comadres de pueblo. A la familia se une todos los años alguna dependienta contratada: el verano pasado, era una chica de ojos verdes y escote privilegiado: yo siempre le pedía a ella. Y no sé por qué no repite: este verano la ha sustituido otra sin sus encantos, aunque también más sonriente. La dueña tuvo cáncer el año pasado y, como la trataron en Vall d'Hebron, Ángeles se encargó de agilizar las pruebas. Salió bien, y desde entonces nos guarda un agradecimiento infinito: cada temporada nos regala algún kilo de helado, o botellas de granizado, o barras de turrón que se trae de Alicante para obsequiar. Es fascinante observar a la clientela de la heladería. Solo con pisar el local, la animación sube: una alegría difusa excita los rostros, como si aquel fuera un lugar de maravilla, un rincón en el que lo prodigioso fuera lo común. Los niños brincan de un lado a otro, y, si son capaces de decidirse, señalan con el dedo lo que quieren, como si hubieran descubierto un tesoro. Los adultos ordenan las peticiones como guardias que regulasen el tráfico; a veces, es una tarea ímproba: "Un cucurucho doble con una bola de limón y otra de chocolate; un granizado mediano de fresa, yogur y naranja: otro cucurucho grande de vainilla con un poco de canela; una tarrina pequeña de sandía y frambuesa; dos horchatas, una grande y otra mediana; una leche merengada; tres granizados, uno de limón, con poco hielo, uno de naranja y uno de café...". Si pedir los cafés en una comida multitudinaria exige una extraordinaria capacidad para procesar la información, pedir los helados de una familia numerosa requiere un virtuosismo y una fortaleza de ánimo al alcance de pocos. Y hay que ver luego los lametazos que se pegan. En cuanto la golosina está en las manos, se abre la boca, la lengua se desenrolla, hasta colgar en toda su longitud, se aplica a la base del helado (aunque los más ávidos inician el recorrido desde la galleta) y luego empieza a subir, con parsimonia, como una bayeta que limpiase una superficie enlodada. El músculo, rosado, arrastra extáticamente la pasta mantecosa y la introduce en la cueva, sin derramar ni una gota, y sale enseguida otra vez, lista para un nuevo barrido. El camaleón no dispara su lengua adhesiva con tanta fortuna ni regocijo cuando ataca a un saltamontes, como los humanos la suya cuando acometen un helado. La lengua humana es entonces un ojo, una mano, un instrumento de precisión, un arma letal. Y los labios no le van a la zaga: relevando a las papilas entumecidas por el frío, se ciernen sobre la punta del helado y lo abrazan con amor. Al retirarse, los maquillan sendos hilos de crema, y la lengua comparece de nuevo, como un limpiaparabrisas, para arrastrarlos adentro. El proceso continúa, inexorable, jubilosamente, hasta rebañar los últimos posos y devorar la galleta, que también forma parte del ritual. Aunque esta es la parte más discutida -algunos la rechazan, alegando que su sequedad contradice la frescura que el helado nos ha dejado en la boca-, la mayoría se la comen, igual que las serpientes ingieren la piel que acaban de mudar. Pero no solo los helados suscitan este espectáculo. También los productos más discretos, o que hay que tomar con pajita o cuchara, procuran un gran placer: el otro día observamos a una señora mayor, muy mayor, asestarse un blanco y negro con la unción con la que le habría rezado a Santa Bárbara en un día de truenos. Al marcharse, todavía relamiéndose, pasó a nuestro lado y nos deseó que nos aprovechara. Luego nos informó de que tenía colesterol y diabetes, pero que no se perdonaba, alguna vez, un capricho como aquel: el blanco y negro le había sabido a gloria. Aquella mujer había hecho muy bien. Las heladerías están asociadas a mi memoria. En una recuerdo haber oído pronunciar a mi madre por primera vez la palabra "mantecado", que es como ella, y las generaciones hasta la suya, se referían a los helados; y el mantecado que pedía, que pedíamos todos, era de corte, aquellos bloques que el heladero sacaba de una gran barra cuadrada de helado, y que servía emparedados en sendas hojas de galleta. (La lengua trabajaba entonces de manera diferente: había de acanalarse entre las galletas y deslizarse por el surco; se movía, pues, con menos libertad, pero acaso con más penetración). En otra heladería, ya desaparecida, en la calle Aribau con Granvía, recuerdo haber leído por primera vez a Gil de Biedma. En un verano caluroso y solitario, cuando vivía en Muntaner, acudí a su terraza con una antología del poeta, publicada por Alianza. Si la obra completa de Gil de Biedma es brevísima, aquella antología era poco más que una plaquette. Llegué muy predispuesto -los amigos se habían hecho lenguas de sus versos-, y quizá por eso mi decepción fue mayor: el granizado que me estaba tomando tenía más sabor que su palabra. ¿Cómo es posible que esto atraiga a nadie?, recuerdo haber pensado. Luego he descubierto en Gil de Biedma a un prosista elegante y a un notable traductor, pero aquel chasco no se me olvida. Y he sido incapaz de superarlo, pese a que creo haber aprendido, con los años, a domar mi sensibilidad: Gil de Biedma me produce siempre un tedio inacabable y la misma sorpresa que entonces: ¿cómo puede ser que algo tan parco, tan endeble, tan insulso, haya encendido de entusiasmo a tantos? En Mérida, en Venezuela, sitúo otra heladería memorable. Allí está la que, según el Libro Guiness de los Records, una de los libros más imbéciles del mundo, es la que sirve helados con más sabores del mundo: se llama Coromoto, y, en efecto, además de los que exhiben en el mostrador, y que se pueden comprar en el acto, los propietarios han escrito, en una pizarra que se extiende por las cuatro paredes, todos los sabores que han elaborado desde su creación, más de ochocientos, entre los que se cuentan algunos tan apetitosos como el helado de cerveza, de cebolla, de cabello de ángel, de maíz con plátano, de macarrones a la boloñesa o de arroz con pollo. Cuando la visitamos, yo probé uno de cerveza, y no me gustó: no era cremoso, sino que tenía cristales; no se deshacía en la boca: crujía. Aquel local, fundado por un inmigrante portugués, tiene la gracia de la cantidad, pero no calidad. Pese a ello, es una heladería antigua, familiar, y eso merece un respeto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario