miércoles, 9 de julio de 2014

Apostasía

El domingo pasado, Ángeles y yo salimos a pasear por Barcelona. Justo al inicio de nuestra caminata, muy cerca de casa de mi madre, nos cruzamos con un grupo de curas, en cuyo centro reconocí al cardenal Lluís Martínez Sistach, arzobispo de Barcelona (luego nos encontraríamos también con Carlos Latre, otra estrella del espectáculo; ha perdido mucho peso, y sonreía infinitamente a una mujer que se hacía un selfie con él). Iba de riguroso negro, una negrura que solo rompía una enorme cruz plateada en el pecho. Al lado del príncipe de la Iglesia iba una anciana, también de luto, aunque, en su caso, lo que rompía la uniformidad era un pelo muy blanco, casi plateado también. La mujer le hablaba con mucho aspaviento, y el clérigo escuchaba -o fingía escuchar- con atención pastoral. Martínez Sistach es la persona que, a petición mía, me dio de baja de la Iglesia Católica. En una carta de 3 de marzo de 2005, me dice: Amb data d'avui i atenent la vostra petició, hem procedit a registrar la seva baixa com a fidel de l'Esglèsia Catòlica. Atentament. Eso me bastaba. Pertenecer a la Iglesia Católica se me hizo tan penoso, con los años, como ser socio del Real Madrid, siendo del Barça, o no gustándome el fútbol, solo porque mis padres me hubieran dado de alta en el club al nacer. Por otra parte, borrarse de la Iglesia no solo es importante para el individuo, para ser coherente con lo que realmente siente y quiere, sino que también tiene trascendencia colectiva: la Iglesia suele utilizar el argumento del número para defender sus privilegios: el 85% de los españoles se declara católico, y eso justifica, en su opinión, los beneficios fiscales de que disfruta, la educación religiosa que imparte, la consideración social que merece; un trato beneficioso, en suma. Si esa realidad demográfica disminuye -como ya está disminuyendo-, su argumento también se debilitará, y será más fácil que las cosas sean como deberían ser: que la Iglesia actúe, si quiere hacerlo, como cualquier otro agente social, en condiciones de igualdad, y sometida a las mismas leyes y obligaciones que todos, y que enseñe su credo solo en el ámbito privado: nada, pues, de catecismos en las escuelas, ni de financiación pública, ni de exenciones tributarias, ni de prebendas jurídicas: en España, como todo el mundo; y a practicar la palabra de Jesucristo como lo hizo Jesucristo: contra el poder, no con él; con pobreza, no con bienestar; con los necesitados, no con los satisfechos. Recuerdo cuando fui al arzobispado a presentar mi declaración de apostasía. El edificio, medieval, de piedra, sombrío, junto a la Catedral, sobrecogía. No había nadie en los pasillos, y yo no sabía a dónde dirigirme. Le pregunté a un subalterno (¿subdiácono? ¿monaguillo? ¿bedel?) de la entrada, que me dijo que tenía que ir al registro, en las profundidades del lugar. Atravesé salas enormes y desiertas, cuyas paredes embellecían -o, a mis ojos, ensombrecían- los retratos y fotografías de papas, santos, monjas y beatos, que parecían mirarme con expresión de reproche, más aún, con expresión de inquisidor. Desde luego, si yo hubiera hecho lo que estaba haciendo entonces cincuenta años antes, la muerte civil habría caído sobre mí; y doscientos años atrás, la muerte física. Aun hoy, en no pocos países musulmanes, declararse apóstata, o abjurar del Islam y abrazar otra fe, lo condena a uno a morir. Pero los países musulmanes no han pasado por un Siglo de las Luces, y así les luce el pelo (y, de rebote, ay, a nosotros). Las iglesias cristianas sí han sufrido el baño detergente de la Ilustración, y, aunque a regañadientes, no les queda más remedio que aceptar que los ciudadanos decidan abandonar las supersticiones con las que sus padres los vincularon cuando eran niños. Presenté, por fin, mi declaración en el registro del arzobispado, una dependencia no menos tenebrosa que el resto del edificio, donde el gris es el color predominante, y casi único. Me atendió un joven que ni me miró a la cara: se limitó a sellar el documento y devolverme la copia. Salí de aquellas catacumbas -carentes, no obstante, de la rebeldía que mostraban los cristianos de las catacumbas romanas, cuando ellos eran los perseguidos y no los perseguidores- lleno de una súbita alegría, en primer lugar, por volver otra vez a la luz del sol, y, en segundo, por haber hecho algo que me dignificaba ante mí mismo, que me recordaba que, a veces, podemos hacer que nuestro deseo y nuestro destino coincidan. Transcribo aquí mi declaración de apostasía, por si le es útil a alguien que se encuentre en el mismo trance en el que me encontré yo:

DECLARACIÓN DE APOSTASÍA

Al arzobispo D. Lluís Martínez Sistach, titular de la diócesis de Barcelona.

Yo, Eduardo Moga Bayona, (...) bautizado, según me consta, el 21 o 22 de septiembre de 1962 en la parroquia de la Virgen de Gracia y San José, sita en la Plaza de Lesseps, 25, de Barcelona, y perteneciente a la diócesis indicada, actuando en nombre e interés propios, y hallándome en pleno uso de mi libre voluntad,

MANIFIESTO:

Primero

Que, no habiendo encontrado en el Derecho Canónico procedimiento alguno establecido para la tramitación del presente escrito, lo dirijo al obispo diocesano por las consideraciones siguientes:

a) Que el canon 393 del Código de Derecho Canónico dispone que "el obispo diocesano representa a la diócesis en todos los negocios jurídicos de la misma".

b) Que el canon 383.1 establece que "al ejercer su función pastoral, el obispo diocesano debe mostrarse solícito con todos los fieles que se le confían (...), así como [con] quienes se hayan apartado de la práctica de la religión".

c) Que el canon 369 define la diócesis como "una porción del pueblo de Dios cuyo cuidado pastoral se encomienda al obispo con la cooperación del presbiterio, de manera que, unida a su pastor y congregada por él en el Espíritu Santo mediante el Evangelio y la Eucaristía, constituya una Iglesia particular, en la cual verdaderamente está presente y actúa la Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica".

Segundo

- Que en su día fui bautizado en la fe cristiana como consecuencia de una decisión tomada por otras personas, sin que en ese momento, por razón de mi edad, pudiese yo aquiescer a mi incorporación a dicha fe, y sin que dispusiera de libertad ni conciencia suficientes para determinar cuáles habían de ser mis convicciones personales.

- Que no creo en Dios ni en ninguna forma de ente sobrenatural que determine nuestra existencia o rija nuestros destinos de ultratumba.

- Que no alcanzo a comprender por qué un ente tal, omnisciente, omnipresente, omnipotente y eterno, necesita crear el mundo, y mucho menos a una criatura infinitesimal como yo.

- Que tampoco comprendo por qué ese ente, que todo lo puede, consiente la existencial del mal.

- Que tampoco entiendo por qué ese ente, que es todo amor, me trae a la vida sin consultarme, me somete a una existencia atravesada por el dolor, la enfermedad y el sufrimiento, y me condena a la senectud y la muerte, contra mi voluntad.

- Que menos entiendo aún que, habiéndome creado a su imagen y semejanza, y sin intervención alguna de mi voluntad, me pida cuentas por mis actos en vida, y establezca, en caso de que los juzgue reprobables, el terrorífico e infinitamente desproporcionado castigo de la condenación eterna.

- Que no hay ninguna evidencia empírica de que los muertos resuciten, las vírgenes den a luz, un pez se vuelva mil peces, o alguien sea uno y trino a la vez, entre muchos otros arcanos de la fe cristiana, y que repugna a mi razón y a mi voluntad participar o convenir en ellos.

- Que todas las formas de religión -incluyendo, obviamente, la católica- me parecen residuos del pensamiento primitivo del hombre, desconocedor de los fenómenos de la naturaleza y aterrorizado por la muerte, y que su pervivencia en el mundo actual solo causa desdicha y padecimiento.

- Que la Iglesia Católica ha promovido o protagonizado directamente algunos de los episodios más sangrientos de la historia de la humanidad, como las cruzadas, la Inquisición o las guerras de religión, causantes de millones de muertos, y que, aun hoy, se muestra favorable a la pena capital y sostiene políticas, como la oposición al uso del preservativo, que conllevan la muerte de miles de personas en todo el mundo a causa del SIDA.

- Que la Iglesia Católica se ha significado inveteradamente, y se sigue significando en España, como uno de los centros difusores del pensamiento más reaccionario, en connivencia con las fuerzas sociales más retrógradas y, en algunos casos, declaradamente fascistas.

- Que, por todo lo anterior, y tras haber meditado durante el tiempo suficiente sobre el significado de mi pertenencia a la fe cristiana, no hallo ninguna razón para seguir siendo miembro de la Iglesia Católica.

- Que la fidelidad a la propia conciencia es un derecho inalienable reconocido en el artículo 16 de la Constitución española, a la cual ninguna entidad pública o privada puede oponerse.

- Que, en fin, rechazo totalmente la fe cristiana y me considero incurso en apostasía, tal como la define el canon 751 del Código de Derecho Canónico, por lo que

SOLICITO:

Que la Iglesia Católica me reconozca la condición de apóstata, se abstenga de contarme entre sus fieles y de considerarme católico a todos los efectos -incluso los estadísticos-, y practique la oportuna anotación de apostasía en el libro de bautismos y cualesquiera otros registros eclesiásticos procedentes.

Otrosí solicito que me sea comunicada por escrito la resolución tomada respecto a mi petición.

En Barcelona, a 28 de enero de 2005.

4 comentarios:

  1. Magnífico!!!

    De algo tenía que servirte el Código de Derecho Canónico!

    Un abrazo

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    1. Derecho Canónico fue la única asignatura de la carrera en que saqué matrícula de honor. Y, además, sin ir a clase, que me parecía aburridísima. Pero a Víctor Reina, el catedrático de entonces, le debieron de gustar mis exámenes. Ah, tendría que haberme dedicado a separar a casados católicos, un oxímoron que deja muchísimo dinero.

      Besísimos.

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  2. Tomo nota y, si la fe no me falla, ¡seguiré tu ejemplo! ¡Gracias!

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  3. Como decía aquel: Yo soy ateo, gracias a Dios. Con fe todo se consigue: hasta apostatar. Ánimo.

    Un saludo.

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