Otra tarde, otro paseo. Antes, el cuerpo lo resistía todo; ahora no soporta unas horas sentado. (Estar sentado, leo en alguna parte, es una floreciente epidemia, peor que el tabaquismo: engorda, trastoca el metabolismo, atrofia los músculos, desbarata la espalda; en algunas empresas de los Estados Unidos, donde todo nace, los empleados trabajan de pie, y no porque quiera la empresa, sino porque quieren ellos). En el pueblo sigue la fiesta mayor. Las calles más céntricas están engalanadas con banderines multicolores de plástico. Antes se colgaban farolillos, o gallardetes, o banderitas; ahora hay banderines de plástico, que, cuando sopla el viento, suenan como bofetadas en el aire. En Santiago Rusiñol hay mercadillo. Los puestos son de lo que suelen ser: ropa, cerámica, productos de piel, joyería artesana, embutidos. Casi todos tienen un aire entre rural y alternativo, aunque no estoy seguro de que no los atienda alguien que vive en Sarrià. De lo que no hay ningún tenderete es de libros. Nunca lo hay. Supongo que forma parte de una nueva tendencia: la desaparición de la letra impresa. El otro día eché un vistazo al programa municipal de actividades para este verano, y vi que, en dos meses, no había ni uno solo dedicado a las letras: ni un triste grupo de lectura para amas de casa aburridas. En Quatre Cantons, me cruzo con el hermano de un poeta convecino. Tiene un nombre augusto y una altura augusta, y pasea con un perrazo. Creo que era ese chucho el que se empeñaba en copular con mi pantorrilla la última vez que estuve en su casa. Él pertenece a la categoría de saludable: alguien con quien no intercambiaría ni cinco minutos de conversación, pero que orbita, azarosamente, en un espacio común. Nos saludamos, pues, y seguimos nuestro camino. Media docena de pasos más allá, me cruzo con otro saludable, aunque este ni siquiera sé quién es, es decir, lo reconozco, sé que lo he visto en otro lugar, pero soy incapaz de ponerle nombre, ni de reconstruir nuestra relación. Es un saludo liviano, algo desconfiado, como si a él le pasara lo mismo, y ni uno ni otro fuéramos capaces de salir de ese agujero de certeza y, a la vez, de ignorancia en el que nos encontramos. Antes de dejar Quatre Cantons, veo a un negro con sombrero bailar algo parecido al rap en un enorme ajedrez dibujado en la acera, y a un payaso de más de dos metros, ataviado con todos los colores de la gama cromática y una peluca digna de Dolly Parton, charlando con un transeúnte. El payaso no hace nada: solo está allí, de pie, hablando; ni siquiera mira al bailarín. En el tramo siguiente de la calle ya no hay mercadillo, aunque algunos africanos despliegan sus artículos falsos en el suelo. Son pocos, pero sus fardos son tan grandes que ocupan un buen trecho de vía. La gente pasa sin mirar, sin comprar, pero me sorprende su presencia. Tradicionalmente, San Cugat ha sido un pueblo de orden, muy pulcro, muy catalán, muy como Dios manda. Aquí no había mendigos ni inmigrantes ilegales, y mucho menos negros vendiendo sus baratijas. Bueno, sí había un mendigo, el mendigo: un tipo -al que, por cierto, hace tiempo que no se le ve- que recorría, perfectamente androjoso, las calles del pueblo, sin pedir nada, sin hacer nada, salvo caminar. Pero ese no contaba: llevaba allí toda la vida y era como de la familia; hasta hablaba catalán. Ahora, en cambio, los pedigüeños han desembarcado: una rumana pide lastimeramente a la puerta de la estación; el clásico menesteroso con un cartón implorante, lleno de faltas de ortografía, se asienta en cualquier esquina; gitanas jóvenes desgranan por la calle su salmodia mendicante; y los negros, espigados, oscurísimos, se desplazan desde Barcelona para tentar la bolsa de los acaudalados sancugatenses. En el recinto del monasterio hoy hay baile popular, que se desarrolla a los compases exasperantemente iguales de un soniquete interpretado por flautas y flautines. Los danzantes, que portan flores en la mano, se mueven con una rigidez mecánica, como los muñequitos de un jaquemart. El gentío es bárbaro. En el cielo se amontonan también las nubes, que ya no lucen el deshilachamiento espectral de estos días, sino una gordura compacta, con protuberancias que alumbran otras protuberancias, y una blancura dolorosa. Cuando ya vuelvo a casa, me encuentro con tres mujeres vestidas con los trajes típicos de Bolivia: con bombines y faldas exageradas. Pero son vestidos de lujo, con sus bandas y sus broches, con colgantes y blondas; como de lagarterana, pero de los Andes. Folklore llama a folklores. Al pasar a su lado, se les acerca otra mujer, esta inequívocamente indígena, es decir, de Sant Cugat, y les pregunta si puede hacerles una foto. No oigo su respuesta. Ya empieza a anochecer.
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