Las mañanas del 24 de junio son las más tranquilas del año, junto con las del 1 de enero. Si uno se levanta pronto, como he hecho hoy, puede desayunar en un silencio absoluto: no pasa un coche, no hay nadie por la calle; solo se oye el canto de los pájaros. Todo parece dormido todavía, aunque el sol brille con fuerza. Hace pocas horas, en cambio, el estruendo era infernal: los petardos y las conversaciones -o más bien los griteríos- de las fiestas equinocciales dictaban su ley. Yo tuve la mala suerte, además, de que un padre y sus hijos se instalaran debajo de la ventana de mi dormitorio para quemar su pólvora. Es una calle estrecha, con un desnivel que salvan unos escalones metálicos, y todo lo que suena entre sus paredes resuena como la caja de una guitarra, con ese ¡dring! terrible del hierro que vibra. Sufrí las tracas y los buscapiés de los intrusos hasta muy pasada la medianoche, con ganas crecientes de introducirles alguno por el ano, para que el artefacto no buscara el pie, sino su intestino delgado. Mi malhumor, sin embargo, no me hizo protestar. Uno acepta las fiestas colectivas como acepta la lluvia en otoño o la coronación del rey: como una fatalidad sin remedio. Aún no me siento capaz de hacer como aquel turista británico de uno de los campings en los que trabajé, que, en una verbena, llamó a los responsables del establecimiento, y después a la policía, para que impidieran aquel estruendo que no le dejaba dormir. Pese a la mala suerte que tuve ayer, las cosas han cambiado mucho desde mi infancia. En los días anteriores a San Juan, apenas se han oído petardos. De hecho, no se han oído en absoluto. Y ni siquiera han sonado en el propio 23, antes de la noche: ayer comía con mi madre, con el balcón abierto, y nos rodeaba un silencio sepulcral. Recuerdo que, hasta hace no demasiados años, la fiesta empezaba mucho antes del equinoccio (y continuaba después: había una segunda verbena, la de San Pedro, de menor intensidad, pero igualmente activa, hoy desvanecida). Durante días la gente quemaba pólvora sin freno, y el repiqueteo de los estallidos punteaba todas las horas del día. Luego, en la noche del fuego, había fuego. En el cruce de las calles Aragón y Rocafort, al lado mismo de mi casa, siempre se montaba una hoguera, como en tantas otras intersecciones de la ciudad. La gente amontonaba muebles y trastos viejos, cajas y desechos, y le arrimaba candela a la pira. Yo también la alimentaba: le echaba los apuntes viejos, del curso ya acabado, que se consumían en un santiamén; desaparecían tan rápidamente como de mi recuerdo. Y luego me quedaba contemplando aquella montaña de llamas, que bailaban con un siseo pavoroso y una agilidad mortal, pero que no inspiraban peligro, sino una extraña sensación de bienestar, un entusiasmo cimbreante. Hoy, en cambio, todo está pautado, todo está reglamentado: las hogueras solo se pueden hacer en los lugares que los ayuntamientos determinen para ello, y cumpliendo estrictamente con todas las medidas de seguridad. No me opongo, nadie sensato puede oponerse, pero lamento que hayan perdido la espontaneidad regenerativa que tenían en mi niñez, y que han tenido durante siglos. Ayer mismo salí con Pablo a dar una vuelta, y en la plaza del monasterio vimos una hoguera. O debería decir la hoguera, porque en todo el pueblo no había otra. Era modesta (y, una vez encendida, nadie se atrevía a tirarle nada), estaba rodeada por vallas municipales, vigilada por varios policías y, muy cerca de ella, se apostaban una ambulancia del servicio de urgencias y una furgoneta de bomberos, por si era necesaria la intervención de alguno de ellos. Al lado de la hoguerita cantaba un grupo de rock catalán -unos niños, en realidad, aunque el solista tenía voz de adulto-, y en los muros del monasterio el ayuntamiento había colgado una senyera y, a su lado, una bandera independentista mucho mayor, gigantesca. Así se simbolizan las prioridades: primero, la independencia; luego, todo lo demás. San Juan era, en mi juventud, el principio del mundo: se cerraba el ciclo invernal (e infernal) del colegio, concluía el impulso renovador de la primavera y entrábamos en la plenitud, en el esplendor del verano, antes de que el ciclo de la vida iniciara una nueva decadencia con el otoño. Lo asociaba con el calor, claro, pero no con un mero aumento de temperatura, sino con la explosión del sudor, con los días largos y las noches cortas, con las terrazas y sus bebedizos, con los campos infinitos de Azanuy, con el olor a trigo y a tierra y a libertad, y con la lejanía, apenas concebible, del regreso a las aulas. (Rompe ahora el silencio, criminalmente, un barrendero municipal. Los barrenderos municipales ya no utilizan aquel sapientísimo útil de limpieza, barato, ecológico y, ay, silencioso, llamado escoba, sino unos diabólicos sopladores de hojas que funcionan con gasolina y causan un estrépito insufrible. Los barrenderos municipales son tecnológicos y asesinables). Yo también he tirado petardos, desde luego; y me encantaba. Desde el balcón de casa (el mismo por el que ayer, cuando comía con mi madre, no entraba ningún ruido) lanzaba piulas atadas con celo a avioncitos de papel, para que estallaran en el aire, y yo me imaginara a un gallardo piloto abatido en combate. Me gustaban los volcanes, aunque duraban muy poco, y los cohetes, aunque los que me compraban mis padres eran precisamente aparatos de la NASA, sino raquíticos cartuchos con un palo pegado que apenas se elevaban unos metros y hacían ¡pif!, con rudo quebranto de mis esperanzas. Pese a ello, todo era genial: destripar botellas con una bomba, y hasta buzones de alguien odiado, aunque esto no lo hacía yo, lo juro, sino mis compinches más malotes; encadenar los estallidos, para que pareciésemos sometidos a una ráfaga traicionera del enemigo; soltar alguna piula entre las piernas de alguien desprevenido, sobre todo si era una mujer. Cuando he tenido que repetir todo esto con mis hijos, he sufrido el reverso de la experiencia: hacer largas y calenturientas colas para gastarse una pequeña fortuna en algo que se consumirá en un instante; chamuscarse los dedos con las mechas; supervisar la ignición de los petardos y preocuparse por que los niños no estén demasiado cerca de la explosión, ni hagan tonterías a escondidas; pasar calor, agacharse y levantarse, caminar mucho, soportar que fuera entre las piernas de uno donde otros tirasen sus piulas. Desde luego, nada que ver con mi recuerdo, pero mucho con la realidad. Ayer no tuve que hacer nada de todo esto: hace ya años que acabó. Pero sí hube de enfrentarme a una nueva consecuencia de esta celebración indestructible: Miel, nuestra gata, tenía miedo, y se escondía del ruido. Los animales son, muchas veces, más sabios que nosotros.
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