Yo conocí una vez al rey. Se celebraba la recepción en el palacio real por la entrega del Premio Cervantes, que aquel año había recaído en Francisco Umbral, y nos tocaba asistir a los premios Adonáis. Digo "nos tocaba", porque cada año los servicios de protocolo de la Casa Real invitan a unos "representantes de la cultura" distintos, y en 2001 los agraciados habíamos sido los ganadores del prestigioso galardón. Recuerdo que todos los invitados -más de un centenar de personas- tuvimos que esperar casi una hora en una antesala del Salón del Trono, hasta que nos hicieron desfilar, por fin, para el besamanos ritual. La familia de Juan Carlos estaba allí casi al completo, en orden decreciente de importancia, desde el monarca hasta la infanta Cristina: todos daban la mano con una gran sonrisa, pero todos me parecieron muñecos de cartón; sobre todo, el Rey, que lucía su expresión de desconcierto habitual, menos cuando participa en actos militares. Solo faltaba Jaime de Marichalar, aquel elegante hombre de negocios y figura de Estado, cuya exigente agenda le debía de haber impedido estar en un acto al que, por su naturaleza literaria, seguro que le habría gustado mucho asistir. Tampoco estaba Letizia, claro. En aquellos momentos, solo era para el príncipe Felipe una mujer a la que se admira por televisión. El que sí estaba era Iñaki Urdangarín, entonces el yermo más descomunal de España: alto, guapo, limpio, vasco y jugador de balonmano. ¿Qué más se podía pedir? Me estrechó la mano con determinación, como sujetaba la pelota en los partidos de su deporte y como cogía los sobres de los empresarios a los que asesoraba. Y todos eran muy altos: hasta la reina Sofía, que exhibía su característica sonrisa, tan espontánea, me pareció una giganta. En aquel acto estaba presente también el presidente del gobierno, José María Aznar, y su cortejo de afines, entre los que reconocí a Luis Alberto de Cuenca, a la sazón secretario de Estado. Pero los políticos apenas se mezclaban con nadie: en un corro muy apretado, solo hablaban entre ellos. Como hoy, más o menos. El rey no: el rey se paseaba entre la gente, dando conversación -y contando chistes- a diestro y siniestro. Alguien -creo que Pureza Canelo- me animó a acercarme a él y participar en la charla, pero no lo hice: no me atreví. Me daba vergüenza compartir esa subordinación forzada, esa campechanía imperiosa y sin sustancia. Lo vi de lejos, pues, durante las tres larguísimas horas que duró el encuentro, que entretuve charlando con Antonio Fernández Molina, el gran poeta manchego, y comiendo canapés, que estaban cojonudos. Debo confesar que, en aquellas circunstancias, el rey me dio pena. Que un hombre mayor como él -en 2001 tenía ya 63 años-, vestido de general, estuviese de pie tanto tiempo, teniendo que ser simpático con gente a la que conocía y que, sin duda, no le importaba en absoluto, sin apenas poder picar, y sintiendo en el cogote el aliento fétido y el cosquilleo de los bigotes de Aznar, se me antojó muy poco deseable. Y servidumbres como aquella se repetían cada día, todos los días del año. La imagen del monarca regalado, cuya vida era una sucesión de viandas exquisitas y placeres refinados, a cuenta del erario público, quedó hecha trizas para siempre. Ello, sin embargo, no me reconcilió con la institución de la monarquía. Mi discrepancia con ella no se funda en el oprobio de la reciente matanza de elefantes -abatir animales es algo que el rey ha hecho toda la vida-; ni en otra suerte de caza, que, digno heredero de su casta borbónica, ha practicado asimismo desde siempre, aunque en este caso no fueran paquidermos ni plantígrados los abatidos, sino aristócratas alemanas; ni en su insistencia en romperse algún hueso mientras practicaba esas artes cinegéticas (u otras también indisociables de su condición regia, como esquiar en Baqueira Beret o navegar en un yate fastuoso por el Mediterráneo). No: todo eso son menudencias, que, si han implicado un desamor por la institución, ha sido por su coincidencia con esta crisis pavorosa, que a todos nos hace menos tolerantes. Mi rechazo proviene de mi creencia, todavía, en el principio democrático: si regulamos nuestra vida colectiva eligiendo a nuestros representantes y encomendándoles la gestión honrada y eficaz de nuestros asuntos, ¿por qué excluimos de esa elección y esa encomienda al primero de ellos? Si todo es fruto de nuestra soberanía y de nuestra voluntad, ¿por qué no lo es quien nos simboliza, quien nos encarna políticamente a todos? Si ese juego de opciones y alternativas políticas nos asegura la dignidad, al asegurarnos la igualdad, ¿por qué no incluimos también en él al rey y nos garantizamos, así, una dignidad plena, sin figuras paternales, ni seres superiores, ni excepciones institucionales? La monarquía es una institución anacrónica, basada en unos valores que han dejado de ser los valores contemporáneos: su legitimidad histórica es tan estimable como la legitimidad divina del Papa, y su acceso al cargo, aún menos democrático que el de este: al menos, al Santo Padre lo eligen ochenta cardenales. Los argumentos habitualmente empleados para justificarla son inasumibles: el supuesto papel moderador del rey es ejercido, con plenas garantías, por los presidentes de las repúblicas modernas, y, en cualquier caso, un tejido institucional maduro -con una verdadera separación de poderes, una justicia independiente y un entramado suficiente de instancias arbitrales- basta para garantizar que el Estado no actúe con arbitrariedad. Los promonárquicos a veces alegan: ¿Te imaginas a Aznar de presidente de la República? Sí: es una perspectiva espeluznante. Pero, si ese fuera el caso, a Aznar se le podría echar al cabo de su mandato, exactamente igual que se le ha otorgado. A un rey tonto, o corrupto, o putero, o criminal, o todas esas cosas juntas -y de esos hemos tenido unos cuantos en la historia de España, muchos ascendientes del actual-, no hay manera de echarlo, salvo que se haga una revolución; y hacer revoluciones es cansadísimo. Juan Carlos no ha sido una catástrofe: aun con el pecado original de su abominable designación por Franco, supo orientar al país por la senda democrática y contribuyó decisivamente al fracaso de un golpe de Estado (aunque quizá no tanto por el pulso de su actuación, como por la obediencia reverencial que le debían los militares). Su reinado no ha sufrido fallas, salvo en estos últimos años de escrutinio e irritación, ni sido demasiado oneroso: la monarquía española ha sido, y sigue siendo, una de las más baratas de Europa. Las buenas relaciones del monarca con casi todo el mundo, y en particular con los jeques árabes, pese al respaldo que suponían a regímenes corruptos y, en muchos casos, dictatoriales, han dado buenos dividendos, en forma de canales de Panamá y AVEs a La Meca. Y su hijo, que ahora reinará como Felipe VI, no parece un desastre. En realidad, este es el problema: que un hijo reine. La sucesión de la sangre, no la sucesión razonada; la sucesión del braguetazo, no la sucesión del voto. La plena instauración del principio democrático en España requiere el establecimiento de la república. Ese sería el verdadero progreso: acabar con la monarquía. Mientras esto no se haga, que abdique un rey anciano, de salud quebrantada y apesadumbrado por el repudio de los ciudadanos, y lo suceda un joven educado en Washington y casado con una periodista, solo será una anécdota.
Muy bueno!!
ResponderEliminarJaime, se llama Jaime de Marichalar!!
Un abrazo
Corregido, Amelia. Muchas gracias.
EliminarMás besos.