Con el título de la entrada no me refiero al mundo, sino a un poemario del peruano Maurizio Medo, cuya primera edición data de 2005 y que ahora reedita en España Varasek Ediciones, con prólogo de Benito del Pliego, uno de nuestros principales especialistas en literatura hispanoamericana. La andadura de Varasek es todavía corta, pero en su catálogo figuran ya algunos títulos excelentes, y muy representativos de una cierta forma de entender la poesía, como Índice, del propio Benito del Pliego, Hebras de Malasaña -que cuenta con un prólogo mío-, de Yulino Dávila, Trazas del calígrafo zurdo, de Víctor Gómez, y Entrevista con el pájaro, de José Viñals. Las primeras noticias que tuve de Maurizio Medo fueron hace tres o cuatro años, a resultas de una desdichada antología, Poesía ante la incertidumbre, con la que se quiso reeditar la operación que había encumbrado, dos décadas antes, a los poetas de la experiencia, esta vez con autores jóvenes (es decir, moderadamente jóvenes: alguno era ya padre de familia), y extenderla a Hispanoamérica, un mercado virgen aún de semejantes manipulaciones. (La manipulación, claro está, no consiste en agavillar a un puñado de autores, sino en que esos autores sean casi analfabetos y, en cambio, se presenten como si fueran Cavafis). La editorial me mandó, jovial o despreocupadamente, la antología, y yo correspondí a su amabilidad reseñándola. Maurizio leyó la reseña -que se publicó en varios medios, tanto de papel como digitales- y suscribió públicamente las ideas que se contenían en ella, lo que, por cierto, le valió no pocos insultos -y, de rebote, también a mí- por parte de aquellos postadolescentes anteincertidúmbricos que parecían tan formales, con poemitas muy repeinados y una poética digna de Paulo Coelho, pero que se revelaron feroces defensores de la cuota de poder recientemente conquistada (y que, en el caso de alguna de las antologadas, ha sido muy fructuosa: la beneficiada figura ahora en todos los premios de poesía imaginables, indistintamente como jurado y como premiada; y también sus amigos y todos aquellos a los que le conviene recompensar o halagar). Manicomio se sitúa en una tradición reconocible: la del irracionalismo contemporáneo, un linaje que ha conocido extraordinarios cultivadores en el Perú, desde César Vallejo hasta los integrantes del grupo Hora Zero -entre los que se encuentra Yulino Dávila-, pasando por Martín Adán o Emilio Adolfo Westphalen. Pero el irracionalismo no se limita, en el poemario de Medo, a ser una opción lingüística, sino que se corresponde con una realidad objetiva: la locura. Dicho de otro modo: la irracionalidad no es aquí -o, por lo menos, no es solo- una cuestión de estilo, algo que podría utilizarse igualmente para pintar paisajes o exaltar los transportes del amor, sino una forma obligada: algo coherente, exigido por la realidad a la que se aplica, y de la que deriva. Esta íntima relación entre aquello de lo que se habla y el modo de hablar caracteriza a los mejores poetas, y es uno de los rasgos más significativos de Manicomio. También es interesante observar la pertenencia del libro a otro linaje: el de los poetas que han hablado de, o desde, la reclusión clínica, la observación del nosocomio, el decir alienado. En España ha muerto hace poco uno de los más altos, Leopoldo María Panero, cuyo lenguaje también reproducía los pantanos inaprehensibles, pero muy dolorosos, del caos de la conciencia, de la inadecuación a la realidad. Pero hay otros: Friedrich Hölderlin, Dino Campana, Antonin Artaud o Héctor Viel Temperley, cuyo Hospital Británico constituye una de las mejores representaciones, en la literatura moderna, de la explosión, y, al mismo tiempo, del adentramiento, del adensamiento, de la locura. En Manicomio, como bien señala Del Pliego en el prólogo, "las paredes del manicomio coinciden con las fronteras de la realidad", y Maurizio Medo las araña en cada poema, en cada verso. Su lenguaje transita de lo paródico a lo desesperado con palabras abarrotadas de sombras. Decir se convierte en una operación de destrucción, cuyas ruinas, inverosímilmente, conforman un paisaje intacto. La ferocidad de los versos convive con una íntima ternura, que no encuentra otro modo de manifestarse que el grito, que es hijo del deseo y de la incomprensión. La realidad psiquiátrica se incorpora al libro mediante varias reproducciones del test de Rorschach, a las que Medo da siempre la misma respuesta: "-¿Qué ves? -Veo el cuerpo muerto del autor". En otras páginas, se suceden los recuadros en los que el protagonista del poema, u otros personajes, representan situaciones o cosas. Pero están vacíos. "Aquí, Ludovina duerme", dice Medo en uno de ellos, "mientras sueña que la escribo". Pero en el recuadro no hay nada, quizá porque Ludovina no existe, o porque no duerme, o porque es el autor el que no existe. Los juegos tipográficos y las tachaduras, las repeticiones y los tartamudeos, la glosolalia y la cacolalia, acompañan a un discurso fragmentado, ramificante, espasmódico, ferviente, científico, atroz, inaudito y, a veces, pese a la violencia con que resuena, inaudible: un lenguaje horrible y hermoso. Señalo también otro juicio consignado por Del Pliego, y que me parece muy interesante: Manicomio revela que "el único refugio es no tener ninguno". Ciertamente, la razón no es un refugio, sino, a menudo, como en las páginas de este libro, un enemigo; tampoco lo es la lógica discursiva, que queda hecha añicos en esta reivindicación de lo indecible, de lo inaccesible; ni las tradiciones estéticas o culturales, cuyo único sentido consiste en ser superadas, más aún, en ser aniquiladas. Emily Dickinson decía que algunos solo encuentran -solo encontramos- consuelo en lo inestable. Maurizio Medo, en este Manicomio, es uno de ellos. Frente a tantos poetas -a tantas personas- que solo ansían encontrar certezas, y aferrarse a ellas como un náufrago a un tablón, Medo prefiere derrotar en un mar de imposibilidades, donde los únicos pecios que avista son los restos carbonizados del pensamiento, las trazas, aún humeantes, de una inteligencia estallada.
REALIDAD
¿Raquel?
...¡Raquel!
¿Dónde?
¡Ay!, la pobre lloraba sobre sucios aldogones,
con las huellas de Méndez clavadas como
púas.
¿Y ahora, urpichaymi? ¿Qué otro carajo
heme de esperar? ¿Convalecerme yo mismo
diciendo: Adelante, se alquila la razón?
No tengo más lengua. Rujo.
No tengo manos. En cada una se afilan las garras
del jaguar.
Levántate, palomitay, dijeron que aminaría
la pena en lo profundo de la noche.
La sombra de DM iluminó el pasadizo.
Y el aeda, litúrgico, predijo:
Murallas no son nuestros sentidos,
sino ventanas abiertas que nos permiten
asomar al infinito.
Abrístete blanca -tan luminosa- como virgen
desperté envuelto en mantos.
Ya qué importa.
Ya que importan los cables.
No se nos pudrirán las rosas.
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