Por la mañana llevo a mi madre a que le quiten las grapas de la operación en la pierna. Hay que hacerlo en el CAP de la calle Manso, un lugar que, pese a su nombre, siempre me ha producido intranquilidad. Es uno de esos edificios heredados de la Seguridad Social franquista, de salas desérticas y azulejos descantillados, y donde adquiere una nueva dimensión el adjetivo "desangelado", si es que la palabra "ángel" puede aplicarse, en algún caso, de algún modo, a una dependencia sanitaria. Esperamos con un montón de gente, que aguarda su turno en silencio. Mi madre, educada en las convenciones de los pueblos, pronuncia un fuerte "¡buenos días!" al llegar, al que solo unos pocos dan respuesta. Esta forma simbólica de compartir los espacios comunes, de apartarse del individualismo aislacionista que casi todos procuramos hoy, se me antoja propia de otra generación, pero no me disgusta. La retirada en sí de las grapas no es difícil, pero hoy no las quitarán todas, sino solo la mitad: la rodilla está todavía un poco inflamada y caliente. Habrá que volver, dentro de una semana, para sacarlas todas. Pese a lo deprimente del asunto, me sorprende aceptarlo con tanta naturalidad. No me agobia ejercer de enfermero como sé que me agobiaría en otras circunstancias: si tuviera que compatibilizarlo con mi antiguo trabajo aquí, por ejemplo. Asumo que es mi obligación, y que he de dedicarme a ella como me dedico a escribir, aunque ahora pueda hacerlo poco, o a atender a mis hijos, o a pasear por el parque: una tarea significativa por sí misma, que me justifica. Poco después de comer, ha quedado en venir el reparador de la lavadora de mi madre, que no funciona (la lavadora, no mi madre, aunque mi madre tampoco esté para demasiadas alharacas). Lo hace a eso de las cuatro, con dos aretes en la oreja y modales de catedrático en reparación de lavadoras. La pone a punto en un plis plas, y atribuye a la avería a la imperita manipulación del aparato por parte de la señora de la limpieza: los botones estaban hundidos, pero no hay que apretarlos, sino solo rozarlos: su funcionamiento es digital. Mientras rellena el informe con los datos de la garantía (a Dios gracias, hemos encontrado la factura en un rincón de papeles), nos informa de que: a) por esta vez, la aplicaremos, aunque no procedería hacerlo, en realidad, porque el fallo no era debido a un defecto de fabricación, sino a una manipulación inadecuada; y b) los electrodomésticos antiguos eran mucho más fiables que los actuales. Él repara todavía lavadoras de hace veinticinco años -"unos tanques", precisa-, cuya duración y cuyas prestaciones no se pueden comparar a las de los esmirriados artilugios que se venden hoy. Su consejo es, que si uno tiene un trasto antiguo, no lo tire: en la gran mayoría de los casos, merece la pena repararlo. Como a las personas. Vuelvo a Sant Cugat después de la visita del erudito. En el metro, comparto vagón con cuatro adolescentes magrebíes: tres están desparramados en una fila de asientos; el cuarto aún está montado en la bicicleta en la que viaja. El grupo (y, de hecho, todos los pasajeros del vagón) escuchan la música que sale, a todos volumen, de un teléfono. El estruendo es muy molesto (y seguramente esté prohibido por el reglamento del metro), pero nadie -ni yo tampoco- les pide que bajen el volumen. Su aspecto no augura una respuesta favorable. Por otra parte, es poco probable que alguien que se comporta así, sin consideración alguna por los demás, la tenga tampoco por sus objeciones. Siempre me ha sorprendido esta imposición del yo: el derramamiento de lo que queremos, de lo que hacemos, de lo que somos, en los demás; un derramamiento que puede convertirse fácilmente en riada. A esos chicos no les importaba que su música desagradara a otros, que se impusiera a las músicas que estos quisieran oír, que impidiera conversaciones: era la suya, y lo demás no existía. Lo mismo vale para una forma de pensar, una actitud personal, un comportamiento político: de la desconsideración a la ceguera hay muy poca distancia; de la descortesía a la imposición, solo un paso. Por otra parte, me siento viejo al pensar así. Hace no demasiado, me importaba más bien poco que la gente vulnerara algunas reglas de urbanidad, siempre y cuando no fueran directamente ofensivas; es más, en determinadas circunstancias, hasta me parecía un saludable ejercicio de rebedía. Hoy, en cambio, detesto el desprecio al otro, el quebrantamiento del espacio que nos limita y que, a la vez, nos protege: fusilaría a los que se consideran más importantes que nadie; y es que solo alguien muy pequeño, muy mezquino, puede considerarse más imporante que nadie. Llego a casa y escribo un rato: corrijo, por enésima vez a Whitman, y, aun siendo la enésima vez, todavía descubro errores. Antes de salir a pasear, para despejarme de un día turbio, enciendo la tele y, zapeando brevemente, doy con un partido de baloncesto entre el Barcelona y el Madrid. En ese momento, alguien calvo, que gesticula como poseído por Belcebú, cruza la cancha en silla de ruedas. Cuánto ha cambiado el baloncesto, pienso. Por la calle se advierte la excitación de la fiesta mayor, que se celebra en Sant Cugat a finales de junio. Antes, la fiesta mayor suponía, directamente, una tortura: todos los años, el ayuntamiento programaba todos un concierto nocturno de rock en el parque Central, justo delante de mi casa. Por suerte, ya ha abandonado esa enloquecedora costumbre, y no parece que este año vayan a torturarme unos imitadores de Nina Hagen de Montornès del Vallès. Donde sí hay mucho movimiento, casi frenesí, es en la plaza del monasterio. Me apresuro a dejarla atrás, y me interno por los barrios pobres del pueblo, que también existen. En ellos se han concentrado tradicionalmente los inmigrantes andaluces y extremeños, cuando eran estos los que venían a ganarse el pan en Cataluña, y, en las últimos lustros, los hispanoamericanos y asiáticos, cuando han sustituido a los nacionales en los trabajos menos agradecidos, en las labores subalternas que los españoles ya no quieren hacer. Siempre ha habido aquí más ruido, más desorden, más bullanga callejera que en el resto del pueblo, que es un híbrido de urbanización norteamericana, pequeño Sarriá y lugarejo agrícola, con masías. En uno de los bares más frecuentados de la calle por la que camino, siempre hay gente berreando en las mesas que sacan a la acera, o asestándose unos purazos letales, o escuchando zumba a todo meter. Durante algún tiempo, para mi pasmo, hubo colgada en la pared una bandera de Albania, aunque los parroquianos parecían más bien de la República Dominicana, y así lo confirmaban sus acentos y, en el caso de las mujeres, sus escotes. Hoy, a lo largo de toda la calle, se suceden las parrilladas populares: gente con mandiles fríe butifarras y filetes, y otra gente se los zampa a pie de obra, o sentados en las sillas de plástico que el ayuntamiento ha repartido. Sin embargo, nada de todo esto me atrae: nunca me han interesado las celebraciones populares, que combinan dos de las cosas que más aborrezco en esta vida: el ruido y las multitudes. No consigo tampoco sentirme partícipe del entusiasmo colectivo que las sustenta: la disolución de la individualidad en el frenesí comunitario se me ha antojado siempre una abdicación del pensamiento, un acto contrario a la dignidad del yo. Quizá sea demasiado engreído, y seguramente el yo no tenga la importancia que la atribuyo, más aún, puede que no tenga ninguna. Pero la masa es contraria a mi temperamento, y renunciar a mi propia forma de sentir para someterme al sentimiento que embarga a otros, o que los ciega, excede mis capacidades. Cuando vuelvo a casa, sorbiendo aún la horchata que me he comprado en la heladería de siempre, me cruzo con alguien vestido de trabucaire, y con muchos que aún lucen la zamarra de casteller: se trata, sobre todo, de celebrar el pasado, de enaltecer lo de aquí. Paso al lado de otro bar, en el que se retransmite el mismo partido de baloncesto que he visto, fugazmente, antes de salir de casa: aquel del calvo en silla de ruedas. Está abarrotado de espectadores. En ese momento acaba, con la victoria del Barcelona. Muchos lo celebran haciendo peinetas y butifarras, y no pocos gritan: Fills de puta! Que els bombin! Nunca me ha entristecido tanto un triunfo de mi equipo.
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