Llevamos varios días -y sobre todo hoy- empapados de símbolos nacionales. Ayer "La Roja" -eso que siempre se ha llamado la selección nacional de fútbol- sufrió una derrota cataclísmica a manos de un equipo que me cae muy simpático, Chile. Más aún: yo iba con Chile. Disfruté como un enano de la desazón de los comentaristas -para ejercer cuyo oficio, desde el añorado Matías Prats senior, es requisito imprescindible hablar como los mandriles-, que se aproximaba, en muchos trechos del partido, a la desazón de los suicidas. También me regocijaba la expresión luctuosa de la hinchada patria: hay que ser muy lerdo para viajar a Brasil, con lo que cuesta el viaje, y donde tanto hay que ver, donde tanto hay que conocer y que disfrutar, para asistir a unos partidos de fútbol. Cuando distinguía a alguno de esos espectadores llorando, mi gozo era superlativo. La retórica televisiva que rodeaba a la derrota convenía a la batalla de las Termópilas o al desembarco de Normandía, pero, como los elogios no estaban esta vez justificados, eran sustituidos por expresiones conmovidas de agradecimiento por los momentos de gloria que la tropa de "La Roja" nos había proporcionado en los últimos seis años. Puede que a muchos aficionados les hayan proporcionado una gran satisfacción, pero los más satisfechos habrán sido, sin duda, los propios jugadores, que se han hecho millonarios. En Brasil, la prima que cada uno iba a recibir por ganar el Mundial era de 700.000 euros, la mayor de todos los equipos participantes. Se comprende que ayer estuvieran tristes, aunque tampoco demasiado: siguen teniendo todos los gastos pagados (otro gallo cantaría si tuvieran que pagarse el billete de vuelta) y algún dinerillo se llevarán, en cualquier caso. Hoy la cosa ha sido regia, y nunca mejor dicho. Lo primero que he sabido de la coronación de Felipe VI ha sido que el Tribunal Superior de Justicia de Madrid ha prohibido la exhibición de banderas republicanas durante el desfile real, y ordenado a la policía que se las requisara a todo aquel que las portase o que las colgase de ventanas o balcones. Los magistrados, austeros garantes del interés general, han querido evitar con ello que se "alterara el ánimo de los asistentes" al desfile, aunque ignoro si se han planteado requisar las banderas españolas de estos, para que no alteraran el ánimo de los ciudadanos republicanos. Si todos los españoles somos iguales ante la ley, todos tenemos el mismo derecho a que no se altere nuestro ánimo. También me pregunto, ante la inapelable decisión de los jueces, qué ha sido de la libertad de expresión. Yo creía que la libertad de expresión era incoercible. Más aún: pensaba que, si la monarquía borbónica se identifica con la democracia (como todo el mundo no se cansa de repetir, como si aún royera nuestro subconsciente colectivo el miedo ancestral al rey déspota, del que tanto hemos disfrutado a lo largo de nuestra historia), había de amparar cualquier manifestación en su contra, porque también esa manifestación contraria forma parte de la sociedad, de la democracia, a la que dice representar. Si Felipe VI es el rey de todos los españoles, no entiendo por qué no puede serlo también de los españoles republicanos; si Felipe VI defiende y encarna la igualdad de todos, no entiendo por qué algunos son menos iguales que otros (menos abanderados, por ejemplo); si Felipe cree legítimas todas las manifestaciones políticas de sus súbditos, siempre que sean pacíficas y democráticas, no entiendo por qué es incapaz de aceptar que una parte de ellos (cuyo número exacto no podemos determinar, porque el gobierno y sus aliados de la oposición impiden que se celebre un referéndum sobre la forma del estado, que es la única forma democrática de saberlo) prefieran otras instituciones y así lo manifiesten libremente. Y recuerdo que en los Estados Unidos, una democracia homologada, no es delito quemar la bandera nacional -a diferencia de lo que sucede en España, donde constituye un delito de ultraje a los símbolos del Estado-, porque el Tribunal Supremo de aquel país ha razonado, con una grandeza de la que carecen nuestros intérpretes de la ley, que las libertades que la bandera simboliza incluyen la de aborrecerla y hasta la de destruirla. Luego de leer la noticia sobre los probos aunque prohibitivos jueces, he leído el artículo "Una peineta", de Juan José Millás, también en El País (Millás es el mejor articulista del periódico, y uno de los mejores del país; supera con claridad a Javier Marías, siempre tan gruñón y malhumorado). En él, Millás pone lo siguiente en boca de su madre: "Me esfuerzo en estar a la altura de la Historia, pero no lo logro. A tu padre le importa un rábano también. Dice que nos preocuparemos por la Historia cuando ella empiece a preocuparse por nosotros. Precisamente nos has pillado haciendo cuentas para ver si este mes podíamos comprar las pastillas del colesterol y de la tensión, además de los ansiolíticos y los antihistamínicos. ¿Tú no nos podrías echar una mano con los antiinflamatorios?". Y yo, que estoy cuidando estos días a mi madre enferma, cuya pensión apenas alcanza para cubrir los gastos derivados de la operación que ha sufrido, me he sentido muy identificado con esa opinión de la madre de Millás, casi tanto como la monarquía se identifica con la democracia. Era maravilloso escuchar a tantas personalidades del Estado, hinchadas como palomos de responsabilidad histórica, alabando al rey, a la reina (es decir, a la periodista transubstanciada en reina), al otro rey y a la otra reina (porque ahora hay dos de cada), a las infantas (dos crías muy rubias y que parecían muy aburridas de la ceremonia; y no me extraña), a la hija del rey (del otro, no de este; y solo la hija divorciada, no la otra, que está casada con un cleptómano), a la democracia española, a los ciudadanos españoles, a las instituciones democráticas, a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, al ejército, a la Santa Madre Iglesia y al club de petanca del barrio: todo ha sido ejemplar y, utilizando una palabra que define existencialmente al presidente del gobierno, y que él no se cansa de repetir, normal. También daba grima, aunque de otra índole, escuchar a la gente que ha salido a la calle para ver al rey coronado (aunque no lo haya sido físicamente: la corona real española no se puede portar en la cabeza, porque es demasiado estrecha; quizá los orfebres que la labraron la ajustaron al tamaño del cerebro de los reyes españoles; quizá eran republicanos). ¿No tienen otra cosa mejor que hacer? Entusiasmarse es siempre, como decía Pessoa, una grosería, pero entusiasmarse por que alguien cuyo único mérito es ser hijo de otro alguien, pase ante uno vestido de príncipe de la Cenicienta, es una estupidez. El Estado necesita símbolos para que, en la vorágine de la vida colectiva, sepamos dónde estamos todos; el poder necesita símbolos para que, en ese mismo torbellino, sepamos a quién obedecer. Bien está. No repudio los símbolos: son informativos y alivian tensiones, aunque también las exciten. Pero no hay que olvidar que son solo símbolos, artificios, construcciones emocionales: la verdadera dignidad, y el verdadero interés, están en otra parte: en el contenido de esa vida colectiva y, al mismo tiempo, en el interior de cada individuo; en la educación y la justicia; en la intensidad de las relaciones humanas; en el placer, en el arte, en el amor; en la soledad radical del ser.
Este texto es magnífico, Eduardo. Muchas gracias por regalárnoslo. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias a ti, querido José María.
ResponderEliminarUn abrazo.