Algunas cosas son tan propias de España como la paella valenciana o Manolo el del Bombo, solo que, viviendo fuera, a uno se le olvidan. Solo al volver se advierten de nuevo, como aquella verruga en la cara de un amigo que se había difuminado en el recuerdo, pero que, al encontrarte otra vez con él, luce en todo su horrendo esplendor. La Romería del Rocío, por ejemplo, con ese inverosímil "salto de la reja" -que hace muchos años, la primera vez que oí hablar de él, confundí con el "salto de la rana"-, consistente en que una multitud de católicos enfervorizados se abalanzan, en una ermita, en pos de una imagen de la Virgen, con la intención de pasearla a hombros por la aldea. El salto es espeluznante: poseídos de furor mariano, romeros y almonteños se pisan, se empujan, se montan unos en otros, se atizan buenos garrotazos, para alcanzar la imagen de la Blanca Paloma, mientras otra muchedumbre observa el tumulto con sonrisas extáticas y/o expresión de arrobo místico. Cuando, como cada año, los periodistas desplazados al lugar preguntan entre el público, con gran originalidad, qué les han parecido el salto y la procesión, el público, también como cada año, responde una de estas tres cosas, o las tres a la vez: a) Esto es mu grande; b) no hay palabras pa describil-lo; y c) hay que vivil-lo, lo que constituye, sin duda, un ejemplo de discurso artículado y análisis racional. Los daños personales no solo se desdeñan, sino que se enarbolan con orgullo: si a uno le han machacado un pie en el salto, o se ha dejado media columna vertebral transportando a la Virgen, o ha recibido un rodillazo en la entrepierna por parte de otro católico que pretendía rozar el manto de la Virgen antes que él, alegará que eso no es nada: que, por la Virgen, lo que haga falta. (En la festividad de San Juan, en Ciutadella, los caballos, esos caballos negros, bestialmente hermosos, de la isla, pisan o cocean a menudo a la gente: las fracturas o heridas se exhibirán durante semanas como prueba de la pasión equina del lugareño y, por lo tanto, de su identificación con la comunidad). (No entro a considerar los daños animales: cada año mueren varias docenas de caballos en la Romería, víctimas del agotamiento o el maltrato de los peregrinos. También ellos se sacrifican por la Virgen, y su premio, aunque ellos no lo sepan, es que irán al cielo de los caballos). La Romería rociera y el salto de la reja no son el espectáculo religioso más fiero que se conoce. Otros los superan: los chiíes que, en la Ashura, se azotan con cadenas y dan tajos en la cabeza, o los filipinos que recuerdan la pasión del Crucificado crucificándose ellos mismos, con clavos de verdad, son ejemplos imbatibles de estupidez. Pero los almonteños han conseguido, por méritos propios, subir muy alto en ese escalafón de irracionalidad activa y ceguera moral que es todo bochinche religioso, y que cada año, con la puntualidad de las golondrinas en primavera, vuelve a las pantallas españolas, y de medio mundo, para pasmo de los descreídos e indignación de los verdaderos creyentes.
Otro rasgo de la identidad nacional son las tertulias televisivas de la ultraderecha, en las cuales las escaladas verbales no difieren demasiado de las que protagonizan romeros y almonteños en la reja de la ermita del Rocío: si estas se dirigen a la culminación orgásmica del contacto físico con la representación de la divinidad, aquellas pretenden la no menos placentera de la destrucción del enemigo. No sé si programas como los incesantemente emitidos por Intereconomía (cuya jurisdicción se ha reducido hace poco a sus feudos sociológicos de Madrid y Valencia) o 13TV, o las arengas fecales de Federico Jiménez Losantos, existen también en otros países; en Gran Bretaña, desde luego, no. Si los hubiera, me gustaría saber si se da en ellos el mismo nivel de violencia y la misma ausencia de raciocinio que en los españoles. La verdad es que siempre me han fascinado estos programas, que constituyen un retablo de las costumbres patrias, una pintura de la psicología nacional, casi tan revelador como los artículos de Larra. Lo más significativo es, sin duda, la actitud de los contertulios (me resisto a decir "tertulianos": Tertuliano fue un padre de la Iglesia), epítome de nuestras miserias más abyectas: la petrificación de las ideas, la ferocidad del dicterio, la rotundidad asnal. El contertulio filofascista habla escupiendo y episcopando, como si estuviera tomándose un carajillo en una sacristía, rodeado de acólitos aplaudidores. El contertulio filofascista oscila entre el avinagramiento y la risotada insultante, como aquellos chulos del colegio, o de las tabernas, que afirmaban su insignificancia, su auténtica carencia de ideas, por el expeditivo procedimiento de gritar mucho y no permitir que el pensamiento se abriera paso, por entre las brumas del miedo, en su mente. El contertulio filofascista es español y españolista, católico, partidario, suceda lo que suceda, de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado (siempre recitan la fórmula administrativa completa, para que resulta más impresionante), catalanófobo, constitucionalista, capitalista, antiecologista, del PP y del Real Madrid. Para ser contertulio filofascista, hay que cumplir un requisito esencial: no hay que dejar nunca, a ningún interlocutor, bajo ninguna circunstancia, acabar una frase. No se trata, pues, de comprender lo otro, de comprender al otro, y de participar del ápice de verdad que pueda contener, sino de utilizarlo como pretexto para afirmar lo propio, cuanto antes, y de manera definitiva. El intercambio no puede existir: solo la destrucción. Y para ello cualquier cosa vale: la información falsa, el sofisma, la demagogia, el remoquete. El contertulio filofascista español explica nuestra historia de cainismo y desafuero.
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